—Tú eres el agente de prensa personal de Kellino —dijo Malomar—. Haz lo que quieras. Clara es cosa tuya.
Esperaba terminar aquella conferencia temprano. Si hubiese sido sólo Houlinan, habría acabado en dos minutos. Pero Kellino era uno de los astros de la pantalla de verdadera importancia, y había que besarle el culo con mucha paciencia y muestras extremas de amor.
Malomar tenía programado para el resto del día ir a la sala de montaje. Su mayor placer. Era uno de los mejores editores fílmicos del negocio y lo sabía. Y además le encantaba montar una película de modo que todas las cabezas de las aspirantes a estrella cayeran al suelo. Era fácil reconocerlas. Los primeros planos innecesarios de una chica guapa observando la acción principal. El director se la había tirado, y aquélla era la compensación. Malomar en su sala de montaje le pegaba el tijeretazo, a menos que le agradase el director o las raras veces que la escena tenía sentido. Dios mío, cuántas tías habían dado el paso para verse allí en la pantalla una décima de segundo, pensando que una décima de segundo las facturaría camino de la fama y de la fortuna, que su belleza y su talento resplandecerían como iluminados. Malomar estaba cansado de mujeres guapas. Eran un grano en el culo, sobre todo si eran inteligentes. Lo cual no significaba que no le enganchasen de vez en cuando. Había tenido su cuota de matrimonios desastrosos, tres, todos con actrices. Ahora buscaba cualquier tía que no intentase sacarle nada. Sentía por las chicas guapas lo que siente el abogado al oír el timbre de su teléfono. Sólo puede significar problemas.
—Tráete acá a una de tus secretarias —dijo Kellino.
Malomar tocó el timbre de su mesa y apareció una chica en la puerta como por arte de magia. Malomar tenía cuatro secretarias: dos guardaban la puerta exterior de su oficina y otras dos la puerta del
sancta sanctorum
, una a cada lado como dragones. No importaba qué desastres pudiesen ocurrir; cuando Malomar tocaba el timbre, aparecía alguien. Tres años atrás había sucedido lo imposible. Había apretado un timbre y no había pasado nada. Una secretaria había tenido una crisis nerviosa en una oficina ejecutiva próxima y un productor autónomo la estaba curando con más gente. Otra había corrido escaleras arriba a contabilidad a buscar cifras sobre los gastos totales de una película. La tercera estaba enferma y no había ido aquel día. La cuarta y última se había visto desbordada por el acuciante deseo de ir a orinar, y se arriesgó. Estableció el récord femenino de meada, pero no bastó. En aquellos segundos fatales, Malomar apretó su timbre y cuatro secretarias no fueron seguridad suficiente. Nadie acudió a su llamada. Las despidió a las cuatro.
Ahora Kellino dictaba una carta a Clara Ford. Malomar admiraba su estilo. Y sabía lo que estaba intentando. No se molestó en decirle que no había ninguna posibilidad.
«Querida señorita Ford —dictaba Kellino—. Sólo mi admiración por su trabajo me impulsa a escribir esta carta y a indicar unos cuantos puntos en los que discrepo de lo que usted dice en su crítica de mi nueva película. No crea, por favor, que esto constituye una queja ni nada parecido. Respeto su integridad lo suficiente y admiro su inteligencia demasiado para emitir una queja improcedente. Sólo quiero explicar que el fracaso de la película, si es que hay tal fracaso, se debe por entero a mi inexperiencia como director. Aún considero el guión maravillosamente escrito. Creo que la gente que trabaja conmigo en la película lo hizo muy bien pese a la carga negativa de mi labor de director. Y eso es todo cuanto tengo que decir, salvo añadir quizás que sigo siendo uno de sus admiradores, y que puede que algún día podamos encontrarnos para comer y tomar una copa y hablar realmente sobre cine y arte. Creo que tengo mucho que aprender antes de dirigir mi próxima película (lo que no será dentro de demasiado tiempo, se lo aseguro). Y, ¿de quién puedo aprender mejor que de usted?
Sinceramente, Kellino.»
—De nada servirá —dijo Malomar.
—Puede —dijo Houlinan.
—Tendrás que ir detrás de ella y tirártela —dijo Malomar—. Y es demasiado lista para que puedas engatusarla.
—La admiro realmente —dijo Kellino—. De verdad me gustaría aprender de ella.
—No te preocupes por eso —casi le gritó Houlinan—. Tíratela. Dios mío. Ésa es la solución. Jódela bien jodida.
De pronto, a Malomar los dos le parecieron insoportables.
—No lo hagas en mi oficina —dijo—. Salid de aquí y dejadme trabajar.
Se fueron. No se molestó en acompañarles a la puerta.
A la mañana siguiente, en el circuito especial de oficinas de los estudios TriCultura, Houlinan estaba haciendo lo que más le gustaba. Estaba preparando declaraciones de prensa que harían que uno de sus clientes pareciera Dios. Había consultado el contrato de Kellino para cerciorarse de que tenía autoridad legal para hacer lo que tenía que hacer, y luego escribió:
ESTUDIOS TRICULTURA & MALOMAR FILMS
PRESENTAN
UNA PRODUCCIÓN MALOMAR KELLINO
PROTAGONIZADA POR
UGO KELLINO
FAY MEADOWS
EN UNA PELÍCULA DE UGO KELLINO
"JOYRIDE"
DIRIGIDA POR BERNARD MALOMAR
Luego garrapateó unos cuantos nombres en letras muy pequeñas para indicar que debían imprimirse en tipos pequeños. Luego puso: «Productores ejecutivos: Ugo Kellino y Hagan Cord». Luego: «Producción de Malomar y Kellino». Y luego, con letras mucho más pequeñas: «Guión de John Merlyn, basado en la novela de John Merlyn».
Se hundió en su asiento y admiró su obra. Llamó a su secretaria para que lo pasara a máquina y luego le pidió que trajese el archivo necrológico de Kellino.
Le encantaba mirar aquel archivo. En él se enumeraban las operaciones que habrían de efectuarse a la muerte de Kellino. Él y Kellino habían trabajado un mes en Palm Springs perfeccionando el plan. No era que Kellino esperara morir pronto, sino que quería cerciorarse de que cuando lo hiciera, todo el mundo supiera que había sido un gran hombre. Había una gruesa carpeta con los nombres de todas las personas a quienes conocía en el negocio del espectáculo y a las que habría de pedirse un comentario sobre su muerte. Había un plan completo sobre el tributo televisivo. Un especial de dos horas.
Se pediría la aparición de todos los astros del cine amigos suyos. En otra carpeta había recortes de prensa concretos y fotos de Kellino en sus mejores papeles que se exhibirían en aquel programa especial. Había una foto en la que aparecía recogiendo sus dos premios de la Academia como actor. Había escrito un breve cuadro cómico en el que sus amigos se burlaban de sus aspiraciones de convertirse en director.
Había una lista de todas las personas a las que Kellino había ayudado para que pudiesen explicar pequeñas anécdotas de cómo Kellino les había rescatado de las profundidades de la desesperación a condición de que no se lo dijesen a nadie.
Había una nota sobre las ex esposas a las que habría que pedirles un comentario y aquellas otras a las que no. Había planes para una esposa concreta: sacarla del país en avión, llevarla a hacer un safari a África el día que muriese Kellino, de modo que los informadores no pudiesen ponerse en contacto con ella. Había un ex presidente de Estados Unidos que había aportado ya su comentario.
En el archivo había una carta reciente de Clara Ford pidiéndole una contribución al obituario de Kellino. Estaba escrita en papel impreso del
Times
de Los Angeles, y era legítima, pero estaba inspirada por Houlinan. Había obtenido su copia de la respuesta de Clara Ford, pero nunca se la había enseñado a Kellino. La leyó otra vez:
«Kellino es un actor de grandes dotes que ha hecho interpretaciones maravillosas en algunas películas, y es una lástima que muriese demasiado pronto para alcanzar la grandeza que podría haber desplegado en el papel adecuado y con la dirección adecuada.»
Cada vez que leía aquella carta, Houlinan tenía que tomar otro trago. No sabía a quién odiaba más, si a Clara Ford o a John Merlyn. Houlinan odiaba a los escritores engreídos nada más verlos, y Merlyn era uno de ellos. ¿Quién diablos era aquel hijo de puta para no poder esperar a que le sacaran una foto con Kellino? Pero a él al menos podría controlarle. Ford quedaba fuera de su alcance. Intentó conseguir que la echasen organizando una campaña de correspondencia contra ella a través de admiradores, utilizando toda la presión de los estudios TriCultura, pero ella era sencillamente demasiado poderosa. Esperaba que Kellino tuviese mejor suerte; pronto lo sabría. Kellino había estado viéndola. La había invitado a cenar la noche anterior y estaba seguro de que le llamaría y le informaría de cuanto hubiese pasado.
En mis primeras semanas en Hollywood empecé a considerar aquello como la Tierra de los Empidos. Un concepto curioso, al menos para mí, aunque fuese un tanto despectivo.
El empido es un insecto. La hembra es caníbal, y el acto sexual despierta su apetito de tal modo que, en el último momento del éxtasis del macho, éste se encuentra de pronto sin cabeza.
Pero por uno de esos maravillosos procesos de la evolución, el macho aprendió a llevar un poquito de comida envuelto en una red tejida con sustancia de su propio cuerpo. Mientras la hembra criminal va quitando la red, la monta, copula y se larga.
Un empido macho más evolucionado pensó que lo único que tenía que hacer era tejer una red alrededor de una piedrecita o cualquier trocito de basura. En un gran salto evolutivo, el macho de esta especie se convirtió en productor de Hollywood. Cuando le expliqué esto a Malomar, hizo una mueca y me lanzó una mirada malévola. Luego se echó a reír.
—De acuerdo —dijo—. ¿Quieres que te arranquen la cabeza de un mordisco por un polvo?
Al principio, casi toda la gente que conocía me daba la sensación de que sería capaz de comer una oreja, un pie o un codo a cualquiera con tal de conseguir el éxito. Y, sin embargo, con el paso del tiempo, me asombró el apasionamiento de la gente dedicada al cine. Realmente lo amaban. Las redactoras, las secretarias, los contables, los cámaras, los publicistas, los técnicos, los actores y las actrices, los directores e incluso los productores. Todos decían «la película que yo hice». Todos se consideraban artistas. Me di cuenta de que los únicos relacionados con el cine que no hablaban así solían ser los guionistas. Esto quizás se debiese a que todo el mundo reescribía sus guiones. Todo el mundo aportaba su maldito grano de arena. Hasta la redactora se atrevía a cambiar una línea o dos, o la mujer de un actor que representara un papel maduro, a reescribir el papel de su marido; y él llegaba al día siguiente y decía que así era como creía él que debía ser. Naturalmente, las modificaciones hacían destacar el talento del actor olvidando el objetivo de la película. Para un escritor resultaba irritante. Todo el mundo quería su trabajo.
Pensé que hacer cine es una forma artística diletante en grado sumo, y esto de modo bastante inocente debido a lo poderoso que es el medio mismo. Utilizando una combinación de fotografías, trajes, música y un guión simple, gente que carecía por completo de talento podía crear auténticas obras de arte. Pero quizás aquello estuviese yendo demasiado lejos. Podían al menos producir algo lo bastante bueno como para darles a ellos mismos una sensación de importancia, cierto valor.
Las películas pueden proporcionarte gran placer y conmoverte emocionalmente. Pero te pueden enseñar muy poco. No podían sondear las profundidades de un personaje como podría hacerlo una novela. Ni enseñarte como podrían hacerlo los libros. Sólo podían hacerte sentir, y no hacerte entender la vida. El cine es tan mágico que puede dar cierto valor a casi todo. Para muchas personas podría ser una forma de droga, una cocaína inofensiva. Para otros podría ser una forma de valiosa terapia. ¿Quién no desea registrar su vida pasada o cosas del futuro en la forma en que querría que fuese, de modo de poder amarse a sí mismo?
En fin, ésa era la idea más próxima que yo podía hacerme por entonces del mundo del cine. Más tarde, sintiéndome también mordido por el gusanillo, pensé que quizás fuese una visión demasiado cruel y pretenciosa.
Me sorprendía el gran poder que el hacer películas parecía ejercer sobre todos. A Malomar le entusiasmaba hacer películas. Toda la gente que trabajaba en películas luchaba por controlarlas. Los directores, los primeros actores, los fotógrafos jefes, los técnicos de los estudios.
Yo tenía conciencia de que el cine era el arte más vital de nuestra época, y me daba envidia. Hasta en las universidades, los estudiantes estaban haciendo películas propias en vez de escribir novelas. Y de pronto, pensé que quizás las películas ni siquiera eran arte, que eran una especie de terapia. Todos querían contar la historia de su propia vida, sus propios sentimientos, sus propias ideas. ¿Cuántos libros, sin embargo, se habían publicado por esa razón? Pero ni en los libros, ni en la pintura, ni en la música era tan fuerte la magia. Las películas combinaban todas las artes. El cine tenía que ser irresistible. Con aquel poderoso arsenal de armas, sería imposible hacer una mala película. Hasta el mayor cretino del mundo podría hacer una película interesante. No era raro que abundase tanto el nepotismo en el mundo del cine. Literalmente, podrías dejar a un sobrino escribir un guión, coger a una amante y convertirla en estrella, hacer a tu hijo jefe de unos estudios. El cine podía convertir a cualquiera en artista de éxito.
Y, ¿cómo era que ningún actor había matado nunca a un director o a un productor? Desde luego, a lo largo de los años había habido causas suficientes, financieras y artísticas. ¿Cómo no había matado nunca un director a un jefe de estudio? ¿Cómo no había asesinado nunca un escritor a un director? Debía ser que el hacer una película purgaba a la gente de violencia, era terapéutico. ¿Era posible que, algún día, uno de los tratamientos más eficaces para los que tuviesen alteraciones emocionales fuese dejarles hacer sus propias películas? Dios mío, pensemos en todos los profesionales del cine que están locos o casi locos. En el caso de los actores y de las actrices, sin duda era algo certificable.
En fin, así habría de ser. En el futuro, todo el mundo se quedaría en casa y vería películas hechas por sus amigos para evitar volverse loco. Las películas les salvarían la vida. Enfócalo así. Y, por fin, cualquier tonto del culo podría ser artista. Desde luego, si aquella gente era capaz de hacer buenas películas, cualquiera podría hacerlo. Allí había banqueros, sastres, abogados, etc., decidiendo qué películas debían hacerse. Ni siquiera poseían esa locura que podría ayudar a crear arte. Por tanto, ¿qué se perdería permitiendo a cualquier imbécil hacer una película? El único problema era mantener los costes bajos. Ya no harían falta psiquiatras ni talento. Todo el mundo podría ser artista.