Los tontos mueren (21 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela

BOOK: Los tontos mueren
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Yo estaba preocupado por él.

—¿Y no te meterás en un lío por esto? —le pregunté.

Cully suspiró pacientemente.

—Es mi trabajo de cada día. Tenemos un montón de problemas con hacienda, por las cantidades de dinero que pierden algunos. Me limito a enviarles comprobantes viejos. No hay forma de que puedan descubrirme. Ya me aseguro de que no haya datos que puedan utilizarse en mi contra.

—Dios mío —dije—. Yo no quiero que desaparezca mi comprobante. No podría hacer efectivos los recibos.

Cully se echó a reír.

—Vamos, Merlyn —dijo—. Eres sólo un tramposo de tres al cuarto. Los federales no vendrán a cazarte aquí con un equipo de auditores. Envían una carta o una citación. Y además, ni siquiera se les ocurrirá hacerlo. Si no, míralo desde otro ángulo. Si gastases la pasta y descubriesen que tus ingresos son superiores a tu sueldo, puedes decirles que son ganancias de juego. No podrán demostrar que no es así.

—No puedo demostrar que lo es —dije.

—Claro que puedes —dijo Cully—. Yo declararé en tu favor, y lo mismo un jefe de sección y un empleado de la mesa de dados. Declararemos que tuviste mucha suerte con los dados. Así que no te preocupes. Pase lo que pase, no habrá problemas. Tu único problema es dónde esconder los recibos de caja del casino.

Los dos pensamos sobre esto un rato. Al final, Cully encontró una solución.

—¿Tienes abogado? —preguntó.

—No —dije—. Pero mi hermano Artie tiene un amigo que es abogado.

—Entonces haz testamento —dijo Cully—. En el testamento puedes indicar que tienes depositado dinero en este hotel por un total de treinta y tres mil dólares y que se lo dejas a tu mujer. Pero no, dejemos al abogado de tu hermano. Utilizaremos un abogado conocido mío de aquí de Las Vegas en el que podemos confiar. Luego el abogado enviará una copia del testamento a Artie en un sobre especial legalmente sellado. Hay que decirle a Artie que no lo abra. De ese modo, no sabrá nada y no estará complicado en nada. Nunca se enterará. Lo único que tienes que decirle es que no debe abrir el sobre, que sólo debe guardarlo. El abogado enviará también una carta en este sentido. No hay manera de que Artie pueda tener problemas. Y no sabrá nada. Invéntate una historia para explicar por qué quieres que tenga él el testamento.

—Artie no me pedirá que le explique nada —dije—. Lo hará sin preguntas.

—Tienes un buen hermano —dijo Cully—. Pero, ¿qué vas a hacer con los recibos? Los federales son capaces de meter las narices en todo, incluso en el banco. ¿Por qué no los escondes en tus viejos manuscritos como escondiste el dinero? Aun en caso de una orden de registro, nunca se fijarían en esos papelitos.

—No puedo correr ese riesgo —dije—. Pero aclaremos lo de los recibos. ¿Qué pasaría si los perdiese?

Cully no captó la cuestión, o así me lo hizo creer.

—Tendremos constancia en nuestro archivo —dijo—. Lo único que pasará es que te haremos firmar un recibo certificando que los perdiste, cuando retires el dinero. Sólo tendrás que firmar al retirar tu dinero.

Por supuesto, él sabía muy bien lo que yo iba a hacer. Sabía que iba a romper los recibos, pero sin decírselo, para que nunca pudiera estar seguro. Para que no pudiese modificar los archivos del casino, eliminar la prueba de que el casino me debía el dinero. Esto significaba que yo no confiaba del todo en él, pero lo aceptó sin problemas.

—Te tengo preparada una gran cena para esta noche con algunos amigos —dijo Cully—. Irán dos de las damas más guapas del espectáculo.

—No quiero mujeres —dije.

Cully se sorprendió.

—Dios mío; pero ¿es que después de tantos años aún no te has cansado de joder sólo con tu mujer?

—No —dije—. No me he cansado.

—¿Crees que vas a serle fiel toda la vida? —dijo Cully.

—Sí, claro —dije, riéndome.

Cully meneó la cabeza, riéndose también.

—Entonces debes ser de verdad Merlin el Mago.

—El mismo —dije.

Así que cenamos los dos solos. Y luego Cully me acompañó a todos los casinos de Las Vegas, donde compré fichas de mil dólares. Mi chaqueta deportiva Las Vegas Ganador resultó realmente de gran utilidad. En los casinos bebimos con los jefes de sección y los encargados y las chicas de los espectáculos. Todo el mundo trataba a Cully como persona importante, y todos tenían chismes e historias que contar sobre Las Vegas. Fue divertido. Cuando volvimos al Xanadú, deposité mis fichas en caja y me dieron un recibo de quince mil dólares. La metí en la cartera. No había jugado nada en toda la noche. Cully no me dejaba un momento.

—Tengo que jugar un poco —dije.

Cully sonrió maliciosamente.

—Claro, claro. Pero si pierdes quinientos pavos, te rompo un brazo.

En la mesa de dados, saqué cinco billetes de cien dólares y los cambié por fichas. Hice apuestas de cinco dólares a todos los números. Gané y perdí. Volví a mis viejos hábitos de juego, pasando de los dados al veintiuno y a la ruleta. Jugué de forma suave, tranquila, indiferente, haciendo pequeñas apuestas, ganando y perdiendo. A la una de la madrugada, metí la mano en el bolsillo, saqué dos mil dólares y compré fichas. Cully no decía nada.

Metí las fichas en el bolsillo de la chaqueta, me acerqué a la caja y las cambié por otro recibo. Cully estaba apoyado en una mesa de dados vacía, observando. Cabeceó aprobatoriamente.

—Así que has conseguido superarlo —dijo.

—Merlin el Mago —dije—. No soy uno de tus sucios jugadores empedernidos.

Era cierto. No había sentido la antigua emoción. Tenía dinero suficiente para comprarle una casa a mi familia y tener reserva en el banco para situaciones de emergencia. Tenía buenas fuentes de ingresos. Volvía a ser feliz. Amaba a mi mujer y estaba trabajando en una novela. Jugar era divertido. Nada más. Sólo había perdido doscientos dólares en toda la velada.

Cully me llevó a la cafetería a tomar unas hamburguesas y un vaso de leche.

—Tengo que trabajar durante el día —dijo—. ¿Puedo confiar en que no jugarás?

—No te preocupes —dije—. Estaré ocupado comprando fichas por toda la ciudad. Bajaré la cuota y compraré fichas de quinientos dólares para que se note menos.

—Buena idea —dijo Cully—. En esta ciudad hay más agentes del FBI que talladores.

Hizo una pausa.

—¿Estás seguro de que no quieres una compañera para esta noche? —añadió—. Tengo verdaderas bellezas.

Tomó uno de los teléfonos interiores de la repisa de nuestro reservado.

—Estoy demasiado cansado —dije.

Y era cierto. Pasaba de la una en Las Vegas, pero en Nueva York eran las cuatro y yo aún seguía en tiempo de Nueva York.

—Si necesitas algo, no tienes más que subir a mi oficina —dijo—. Puedes subir también si te apetece charlar un rato.

—De acuerdo, así lo haré —dije.

Al día siguiente me desperté hacia el mediodía y llamé a Vallie. No contestó nadie. Eran las tres de la tarde en Nueva York y era sábado. Vallie habría llevado a los chicos a casa de sus padres, a Long Island. Así que llamé allí y contestó su padre. Me hizo algunas preguntas suspicaces sobre mis actividades en Las Vegas. Le expliqué que trabajaba en un artículo. No pareció demasiado convencido, y por fin se puso Vallie al teléfono. Le expliqué que volvería en el avión del lunes y que iría en taxi desde el aeropuerto.

Tuvimos la charla normal de marido y mujer en tales casos. El teléfono me resultaba odioso. Le dije que no volvería a llamarla porque era una pérdida de tiempo y de dinero, y dijo que estaba de acuerdo. Sabía que iría también al día siguiente a casa de sus padres y no quería llamarla allí. Me daba cuenta también de que me irritaba que se fuese con sus padres. Eran celos infantiles. Vallie y los chicos eran mi familia. Me pertenecían; eran la única familia que tenía, salvo Artie. Y no quería compartirlos con los abuelos. Sabía que era una estupidez, pero aun así, no volvería a llamar. Qué demonios, eran sólo dos días; y siempre podía llamarme ella.

Me pasé el día recorriendo los casinos de la ciudad, por el Strip, y los garitos del centro. Cambié allí mi dinero por fichas de doscientos y trescientos dólares. Jugué además un poco en cada casino.

Me encantaba el calor seco y ardiente de Las Vegas, así que fui andando de un casino a otro. Comí tarde en el Sands, junto a una mesa donde unas lindas putas tomaban su ágape antes de ir al trabajo. Eran jóvenes, guapas y animadas. Dos de ellas llevaban chaquetas de montar. Se reían mucho y se contaban historias y chismes como adolescentes. No me prestaban la menor atención, y comí como si yo tampoco les prestase ninguna atención a ellas. Pero procuré escuchar su conversación. Una vez por lo menos creí oír que mencionaban el nombre de Cully.

Volví en taxi al Xanadú. Los taxistas de Las Vegas son serviciales y amistosos. Aquél me preguntó si quería divertirme un poco y le contesté que no. Cuando llegamos, me deseó un día agradable y me dio el nombre de un restaurante donde hacían buena comida china.

En el casino del Xanadú cambié las fichas de los otros casinos por recibos que guardé en la cartera. Tenía ya nueve recibos y sólo me quedaban poco más de diez mil en efectivo para cambiar. Saqué el dinero de la chaqueta deportiva Las Vegas Ganador y lo metí en una chaqueta normal. Eran todos billetes de cien y cabían perfectamente en dos sobres blancos de longitud normal. Luego, me eché al brazo la chaqueta deportiva Las Vegas Ganador y subí a la oficina de Cully.

Toda un ala del hotel estaba ocupada por las oficinas administrativas. Seguí el pasillo y tomé luego otro en que había un letrero que decía: «Oficinas Ejecutivas». Llegué por fin hasta un letrero que decía: «Asesor Ejecutivo del Director». En la oficina exterior había una joven secretaria muy linda. Le di mi nombre, y ella lo comunicó a la oficina interna. Cully salió en seguida y me dio un gran apretón de manos y un abrazo. Su nueva personalidad aún me desconcertaba. Era demasiado expansivo, demasiado extrovertido, aquella no era la relación que habíamos tenido antes.

Tenía una suite realmente elegante, con un sofá y mullidos sillones, luces bajas y cuadros en las paredes, óleos originales. No pude determinar si eran buenos o malos. Había también tres pantallas de televisión funcionando. En una se veía un pasillo del hotel. Otra mostraba las mesas de dados del casino en acción. En la tercera pantalla se veía la mesa de bacarrá. Mirando la primera pantalla, pude ver a un tipo que abría la puerta de su habitación, allí en el pasillo, y hacía entrar a una joven a la que palmeó en las nalgas.

—Son mejores programas que los que yo veo en Nueva York —dije.

Cully asintió.

—Tengo que controlar lo que pasa en este hotel —dijo.

Pulsó botones en un cuadro de control de su escritorio y las tres imágenes de las pantallas de televisión cambiaron. Vimos entonces una sección del aparcamiento del hotel, una mesa de veintiuno en acción y al cajero de la cafetería ingresando dinero.

Tiré la chaqueta deportiva Las Vegas Ganador sobre la mesa de Cully.

—Te la puedes quedar ya —dije.

Cully contempló largo rato la chaqueta. Luego dijo, con aire ausente:

—¿Cambiaste todo el dinero?

—Casi todo —dije—. Ya no necesito la chaqueta. Mi mujer la odiaba tanto como tú —añadí riéndome.

Cully recogió la chaqueta.

—No es que no me guste —dijo—. Es que a Gronevelt no le gusta ver estas chaquetas por ahí. ¿Qué crees tú que fue de la de Jordan?

Me encogí de hombros.

—Quizá su mujer regalase toda su ropa al Ejército de Salvación.

Cully sopesaba la chaqueta en la mano.

—Ligera —dijo—. Pero daba suerte. Jordan ganó cuatrocientos grandes con ella. Y luego se mató. Jodido cabrón.

—Una estupidez —dije.

Cully volvió a dejar la chaqueta en la mesa. Luego se sentó y se acomodó en la silla.

—Sabes, pensé que eras un loco por rechazar sus veinte grandes. Y realmente me fastidió mucho que me convencieses de no coger los míos. Pero quizá fuese la mejor jugada de toda mi vida. Los habría perdido jugando, y luego me habría quedado hecho una mierda. Pero, sabes, cuando Jordan se suicidó me sentí orgulloso de no haber cogido aquel dinero. No sé cómo explicarlo. Pero tuve la sensación de que no le había traicionado. Ni tú. Ni Diane. Éramos todos desconocidos, y sólo nosotros tres nos preocupamos algo por Jordan. No lo suficiente, supongo. O, al menos, no significó mucho para él. Pero al final significó algo para mí. ¿No sentiste tú lo mismo?

—No —dije—. Yo simplemente no quería su jodido dinero. Sabía que iba a matarse.

Esto sorprendió a Cully.

—¡Qué mierda ibas a saber! Merlin el Mago. No jodas.

—No lo sabía conscientemente —dije—. Pero en el fondo lo sabía. No me sorprendió cuando me lo dijiste. ¿Recuerdas?

—Sí —dijo Cully—. No pareció afectarte mucho.

Decidí dejar el tema.

—¿Y qué me dices de Diane?

—Le afectó mucho —dijo Cully—. Estaba enamorada de Jordan. Me acosté con ella el día del funeral, sabes. El polvo más extraño de toda mi vida. Estaba completamente desquiciada, llorando y jodiendo. Me asusté muchísimo.

Hizo una pausa, y luego añadió:

—Se pasó los dos meses siguientes emborrachándose y llorándome en el hombro. Y luego conoció a aquel medio millonario carca, y ahora es toda una dama honrada en algún sitio de Minnesota.

—¿Qué vas a hacer con la chaqueta? —le pregunté.

De pronto, Cully sonrió.

—Voy a dársela a Gronevelt. Ven, quiero que le conozcas.

Se levantó, agarró la chaqueta y salió de la oficina. Le seguí. Fuimos por el pasillo hasta otra suite de oficinas. La secretaria nos pasó al inmenso despacho de Gronevelt.

Gronevelt se levantó de su asiento. Parecía más viejo de lo que le recordaba. Debía estar ya cerca de los ochenta, pensé. Vestía impecablemente. El pelo blanco le daba un aire de actor de cine interpretando un personaje de edad. Cully nos presentó.

Gronevelt me estrechó la mano y luego dijo quedamente:

—Leí tu libro. Sigue escribiendo. Llegarás a ser un gran hombre. El libro es muy bueno.

Esto me sorprendió mucho. Gronevelt estaba metido desde hacía mucho en el negocio del juego, había sido un tipo muy peligroso en otros tiempos y aún era un hombre temido en Las Vegas. En realidad, nunca se me había ocurrido que fuese capaz de leer libros. Otro tópico roto.

Yo sabía que los sábados y los domingos eran días de mucho trabajo para hombres como Gronevelt y Cully que dirigían grandes hoteles en Las Vegas como el Xanadú. Les llegaban amigos y clientes de todos los Estados Unidos que venían a pasar el fin de semana para jugar y a quienes tenían que atender y satisfacer de diversos modos. Pensé, en consecuencia, que debía decirle adiós a Gronevelt y largarme.

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