Fue algo que capté aquel día a través de todos sus cuentos y exageraciones. Estaba loco por las mujeres. Eran su debilidad, y odiaba aceptarlo.
Estaba listo por fin para mi viaje a Las Vegas, para ver de nuevo a Cully. Sería la primera vez en tres años, tres años desde que Jordan se había pegado un tiro en su habitación, después de ganar cuatrocientos grandes.
Cully y yo habíamos seguido en contacto. Me telefoneaba un par de veces al mes y mandaba regalos por Navidad para mí y para mi mujer y mis hijos, cosas que pude comprobar que procedían de la tienda de regalos del Hotel Xanadú, donde sabía que las conseguía con un gran descuento o, conociendo a Cully, gratis incluso. Pero aun así, era un gran detalle de su parte hacerlo. Le había hablado a Vallie de él pero nunca de Jordan.
Sabía que Cully tenía un buen trabajo en el hotel porque su secretaria contestaba siempre al teléfono diciendo: «Asesor del director». Y yo me preguntaba cómo en tan pocos años había conseguido subir tanto. Su voz al teléfono y su manera de hablar habían cambiado; no hablaba tan alto; era más sincero, más educado, más cordial. Un actor interpretando un papel distinto. Por teléfono sólo hablábamos de cotilleos, cuentos de grandes ganadores y grandes perdedores, y cosas divertidas sobre los personajes que paraban en el hotel. Pero nunca hablaba de sí mismo. En un momento u otro, uno de los dos mencionaba a Jordan, en general hacia el final de la conversación, o la mención de Jordan parecía ponerle fin. Era nuestra piedra de toque.
Vallie me hizo la maleta. El plan era irme en el fin de semana para no perder un día de trabajo en mi oficina de la reserva. Y en el distante futuro, que yo olfateaba, el reportaje de la revista me proporcionaría una coartada frente a la policía respecto a los motivos de mi viaje a Las Vegas.
Los chicos estaban acostados mientras Vallie me hacía la maleta, pues salía a primera hora de la mañana siguiente. Vallie me sonrió.
—Dios mío, la última vez que te fuiste fue terrible. Creí que no volverías.
—En aquel momento tenía que irme —dije—. Las cosas iban muy mal.
—Todo ha cambiado desde entonces —dijo Vallie pensativa—. Hace tres años no teníamos dinero. Sabes, tan mal estábamos que tuve que pedirle a mi padre que me prestase algo de dinero y tenía miedo de que lo descubrieras. Tú actuabas como si ya no me quisieras. Aquel viaje lo cambió todo. Cuando volviste eras distinto. Ya no te enfadabas conmigo y eras mucho más paciente con los niños. Y encontraste trabajo en la revista.
Le sonreí.
—Recuerda que regresé como ganador. Con unos cuantos grandes extra. Si hubiese perdido, puede que la historia fuese muy distinta.
Vallie cerró la maleta.
—No —dijo—. Eras diferente. Eras más feliz, te sentías más feliz conmigo y con los chicos.
—Descubrí lo que echaba de menos —dije.
—Sí, seguro —dijo ella—. Con las mujeres guapas que hay en Las Vegas.
—Cuestan demasiado —dije—. Necesitaba el dinero para jugar.
Todo era broma, pero había una parte seria. Si le hubiese dicho la verdad, que ni siquiera había mirado a otra mujer, no se lo habría creído. Pero podía darle buenas razones. Tan culpable me había sentido de ser un padre y un marido incapaz de atender a las necesidades de los suyos, que no podía añadir a toda aquella culpa la de serle infiel. Y el hecho básico era que lo pasábamos muy bien en la cama. Era realmente lo que yo quería, era perfecta para mí. Y yo creía serlo también para ella.
—¿Vas a trabajar algo esta noche? —me preguntó.
Lo que en realidad me preguntaba era si íbamos a hacer el amor primero para poder prepararse. Luego, después de hacer el amor, yo solía levantarme a trabajar en mi libro y ella se quedaba tan profundamente dormida que no se movía hasta por la mañana. Era muy dormilona. A mí en cambio me costaba mucho dormir.
—Sí —dije—. Quiero trabajar. Estoy demasiado nervioso con el viaje y no puedo dormir.
Era casi medianoche, pero se fue a la cocina a prepararme café y unos emparedados. Trabajé hasta las tres o las cuatro de la mañana y de todos modos me desperté antes que ella al día siguiente.
Lo peor de ser escritor, aunque a mí me diese igual cuando trabajaba bien, era el no poder dormir. Echado en la cama, no podía quitarme la máquina de la mente, y seguía pensando en la novela en la que trabajaba. Allí, tendido en la oscuridad, los personajes se me hacían tan reales que me olvidaba de mi mujer, de mis hijos y de la vida cotidiana. Pero aquella noche tenía otra razón menos literaria. Quería que Vallie se fuese a la cama para poder sacar de su escondite el montón de dinero de los sobornos.
Del rincón más oscuro del armario del dormitorio saqué mi vieja chaqueta deportiva Las Vegas Ganador y la llevé a la cocina. No me la había puesto desde que regresé de Las Vegas hacía tres años. Sus brillantes colores se habían apagado en la oscuridad del armario, pero aún era bastante chillona. La cogí, pues, y fui a la cocina. Vallie le echó un vistazo y dijo:
—Merlyn, no puedes ponerte eso.
—Es mi chaqueta de la suerte —dije—. Además es cómoda para el viaje en avión.
Sabía que ella la había escondido allí en el armario para que nunca la viera y no se me ocurriese ponérmela. No se había atrevido a tirarla. Ahora la chaqueta me sería muy útil.
—Qué supersticioso eres —dijo Vallie.
Se equivocaba. Era muy poco supersticioso, aunque me considerase un mago, y una cosa nada tiene que ver con la otra.
Cuando Vallie me dio el beso de despedida y se fue a la cama, tomé un poco de café y eché un vistazo al manuscrito que había sacado de mi mesa del dormitorio. Estuve haciendo numerosas correcciones durante una hora. Luego atisbé en el dormitorio y vi que Vallie estaba profundamente dormida. Le di un beso muy suave. Ni se movió. En fin, me gustaba muchísimo aquel beso suyo de buenas noches, el simple y leal beso de esposa que parecía aislarnos de toda la soledad y las traiciones del mundo exterior. Y muchas veces, acostados, en las primeras horas de la mañana, Vallie dormida y yo sin poder dormir, la besaba suavemente en la boca, esperando que se despertase para hacer el amor y sentirme menos solo. Pero en esta ocasión tenía plena conciencia de haberle dado un beso de Judas, en parte amoroso, pero en realidad con el propósito de cerciorarme de que no se despertaría mientras yo sacaba el dinero.
Cerré la puerta del dormitorio y luego fui al armario del vestíbulo, donde estaba el gran baúl donde guardaba mis manuscritos, las copias mecanográficas de mi novela y el manuscrito original del libro en el que había trabajado cinco años y con el que había ganado tres mil dólares. Era muchísimo papel, con todas las correcciones y las copias, papel con el que había pensado ganar riqueza, fama y honores. Busqué el sobre bajo la gran carpeta rojiza atada con cuerdas. La saqué y la llevé a la cocina. Conté el dinero mientras tomaba café. Poco más de cuarenta mil dólares. El dinero había ido llegando muy deprisa últimamente. Me había convertido en el Tiffany's de los tramposos, con clientes ricos y de confianza. Dejé los billetes de veinte, que sumaban unos siete mil dólares, en el sobre. Había treinta y tres mil en billetes de cien. Éstos los puse en cinco sobres largos que había traído de la oficina. Luego metí los sobres llenos de dinero en los diferentes bolsillos de la chaqueta deportiva Las Vegas Ganador. Cerré las cremalleras y la colgué en el respaldo de la silla.
Por la mañana, cuando Vallie me dio el abrazo de despedida, sintió algo en los bolsillos, pero le dije que eran unas notas para el artículo que me llevaba a Las Vegas.
Cully estaba esperándome en la puerta de la terminal. El aeropuerto era aún tan pequeño que pude ir andando desde el avión, pero habían iniciado la construcción de otra ala de la terminal. Las Vegas crecía. Y también crecía en importancia Cully.
Tenía un aire distinto. Más alto, más delgado, y vestía con elegancia, traje Sy Devore y chaqueta deportiva. Llevaba un corte de pelo distinto. Me quedé sorprendido cuando me dio un abrazo y me dijo:
—El mismo Merlyn de siempre.
Se rió de mi chaqueta deportiva Las Vegas Ganador y me dijo que tenía que librarme de ella.
Me había reservado una gran suite en el hotel con un bar provisto de bebida y flores en las mesas.
—Debes tener un montón de pasta —dije.
—Me va bien —dijo Cully—. He dejado el juego. Estoy al otro lado de las mesas. En fin, ya entiendes.
—Sí —dije.
Me parecía extraño Cully, tan distinto. No sabía si seguir con mi plan original y confiar en él. Un tipo puede cambiar mucho en tres años. Y, después de todo, nuestra relación sólo había sido de unas semanas.
Pero mientras bebíamos una copa juntos, dijo con verdadera sinceridad:
—No sabes cuánto me alegro de verte, muchacho. ¿Sigues pensando en Jordan?
—Continuamente —dije.
—Pobre Jordan —dijo Cully—. Consiguió ganar cuatrocientos grandes. Eso fue lo que me hizo dejar el juego. Y, sabes, desde que él murió he tenido una suerte tremenda. Si juego bien mis cartas, puedo acabar siendo el amo de este hotel.
—Déjate de cuentos —dije—. ¿Y Gronevelt?
—Soy su ayudante número uno —dijo Cully—. Confía muchísimo en mí. Confía en mí tanto como yo en ti. Y, por cierto, me vendría bien un ayudante. Cuando quieras trasladarte con tu familia a Las Vegas cuenta con un buen trabajo aquí conmigo.
—Gracias —dije.
Me sentía realmente conmovido. Al mismo tiempo, tenía mis dudas sobre su afecto hacia mí. Sabía que no era hombre que se preocupase así por las buenas de otra persona.
—Respecto al trabajo no puedo contestarte ahora —dije—. Pero vine a pedirte un favor. Si no pudieras hacerlo, no te preocupes, pero dímelo claramente. Sea cual sea la respuesta, pasaremos un par de días juntos y nos divertiremos.
—Cuenta con ello —dijo Cully—. Sea lo que sea.
Me eché a reír.
—Espera que te lo diga —dije.
Por un momento, Cully pareció enfadarse.
—Me importa un carajo lo que sea. Cuenta con ello. Si está en mi mano, cuenta con ello.
Le hablé de todo el asunto. Le expliqué que estaba aceptando sobornos y que tenía treinta y tres grandes en la chaqueta y que tenía que guardar el dinero por si se descubría todo el pastel. Cully me escuchó atentamente, mirándome a la cara. Al final, ante mi asombro, me miraba sonriendo de oreja a oreja.
—¿De qué demonios te ríes? —dije.
Cully soltó una carcajada.
—Pareces un tipo confesándole a un cura que ha cometido un asesinato. Demonios, todo el mundo haría lo que estás haciendo si pudiera. De todos modos, he de confesar que me sorprende. No te imagino diciéndole a un tipo que tiene que pagarte.
Me di cuenta de que me ponía colorado.
—Nunca les he pedido dinero —dije—. Siempre me lo proponen ellos. Y nunca cojo el dinero directamente. Después de hacerles el favor, pueden pagarme lo prometido u olvidarse de mí. A mí me da igual —le sonreí—. Soy un tramposo modesto, no una puta.
—Bueno, bueno —dijo Cully—. En primer lugar creo que estás demasiado preocupado. A mí me parece un tipo de operación que puede seguir indefinidamente. Y aunque se descubriese el pastel, lo peor que puede pasarte es que pierdas el trabajo y te condenen. Pero tienes razón, hay que guardar la pasta en lugar seguro. Esos federales son unos auténticos sabuesos, y si lo encuentran te lo quitarán todo.
Me interesó la primera parte de lo que había dicho. Una de mis pesadillas era que me meterían en la cárcel y Vallie y los niños se quedarían solos. Por eso le ocultaba todo a mi mujer. No quería que se preocupase. Además, no quería que tuviese mal concepto de mí. Para ella su marido era el artista puro e impecable.
—¿Por qué crees que no iré a la cárcel si me cazan? —pregunté a Cully.
—Es un delito de cuello blanco —dijo Cully—. No se trata de asaltar un banco, ni de liquidar a un pobre cabrón que tiene una tienda, ni de defraudar a una viuda. Lo único que haces es sacarles pasta a unos mierdas que quieren acortar su período de servicio militar. Demonios, es algo increíble. Unos tíos que pagan para
entrar
en el ejército. Nadie lo creería. El jurado se moriría de risa.
—Sí, a mí también me parece divertido.
De pronto, Cully adoptó un aire absolutamente profesional, de hombre de negocios.
—Bueno, ahora dime qué es lo que quieres que haga yo. Cuenta con ello. Y si los federales te enganchan, promete que me avisarás inmediatamente. Yo te sacaré del lío. ¿De acuerdo?
Me sonrió afectuosamente.
Le expliqué mi plan: cambiar mi dinero en efectivo por fichas de mil dólares y jugar sólo pequeñas cantidades. Lo haría en todos los casinos de Las Vegas y luego, al cambiar las fichas por dinero, cogería sólo un recibo y dejaría el dinero en caja como crédito de juego. Al FBI nunca se le ocurriría mirar en los casinos. Y los recibos podía guardarlos Cully y entregármelos siempre que yo necesitase dinero.
Cully me sonrió.
—¿Y por qué no me dejas a mí el dinero? ¿No confías en mí?
Sabía que bromeaba, pero le contesté en serio.
—Lo pensé —dije—. Pero, ¿y si te pasara algo? Si tuvieras un accidente de avión, por ejemplo. O si te volviera el gusanillo del juego... Confío en ti en este momento. Pero, ¿cómo puedo saber que no vas a volverte loco mañana o el año que viene?
Cully asintió aprobatoriamente. Luego preguntó:
—¿Y tu hermano Artie? Tú y él estáis muy unidos. ¿No puede guardarte el dinero?
—A él no puedo pedírselo.
Cully asintió de nuevo.
—Sí, supongo que no puedes. Es demasiado honrado, ¿no?
—Lo es —dije.
No quería entrar en largas explicaciones de lo que pensaba.
—¿Te parece bien mi plan? —pregunté—. ¿Crees que es válido?
Cully se levantó y empezó a pasear por la habitación.
—No está mal —dijo—. Pero es raro que alguien quiera tener crédito en todos los casinos. Resulta sospechoso. Sobre todo si el dinero queda depositado durante mucho tiempo. La gente sólo deja el dinero en caja hasta que lo pierde todo o se va de Las Vegas. Lo que tienes que hacer es lo siguiente: compra fichas en todos los casinos y deposítalas aquí, en nuestra caja. Ya sabes, puedes depositar tres o cuatro veces al día unos cuantos miles y coger un recibo. Así todos tus recibos serán de nuestra caja. Si los federales metiesen la nariz en el asunto o escribiesen al hotel, yo lo arreglaría. Yo podría protegerte.