En nuestra planta vivía una joven negra con cuatro hijos. Era corpulenta, sexualmente atractiva, llena de vitalidad y vibrante buen humor. Su marido la había abandonado antes de que se trasladase a la urbanización y yo nunca le había visto. La mujer era una buena madre durante el día. Sus hijos estaban siempre limpios, siempre les mandaba a la escuela y les esperaba en la parada del autobús. Pero la cosa cambiaba al llegar la noche. Después de cenar, la veíamos acicalarse y salir hacia una cita, mientras los críos se quedaban en casa solos. La mayor era una niña de diez años. Vallie solía hacer comentarios, pero yo le decía que no era asunto suyo.
Sin embargo, una noche, tarde ya, cuando estábamos en la cama, oímos la sirena de los bomberos. Y empezamos a notar el olor de humo. La ventana del dormitorio nuestro quedaba directamente frente a la del apartamento de la mujer negra, y, como en una escena de película, pudimos ver bailar las llamas en aquel apartamento y a los niños corriendo entre ellas. Vallie, en camisón, arrancó una manta de la cama y corrió a la puerta de nuestra casa. La seguí. Llegamos justo a tiempo de ver cómo se abría la puerta del otro apartamento al fondo del descansillo y salían corriendo cuatro niños. Pudimos ver las llamas tras ellos. Me pregunté qué demonios se proponía Vallie corriendo frenética hacia los niños con la manta en la mano. Entonces vi lo que ella ya había visto: La niña mayor, que salía la última, empujando delante a los más pequeños, había empezado a caer. En su espalda había llamas. Luego se convirtió en una antorcha rojo-oscura. Cayó. Cuando se retorcía en el suelo, Vallie saltó sobre ella y la envolvió en la manta. Un humo gris y sucio se alzó sobre ellas, mientras los bomberos irrumpían en el descansillo con mangueras y hachas.
Los bomberos se hicieron cargo de todo, y Vallie volvió conmigo al apartamento. Las ambulancias subían atronando con sus sirenas por los caminos de la urbanización. Luego vimos aparecer a la madre en su apartamento. Estaba destrozando el cristal de la ventana con las manos y lanzaba grandes gritos. Tenía la ropa empapada de sangre. Yo no me daba cuenta de qué demonios estaba haciendo, hasta que al fin comprendí que intentaba cortarse con los fragmentos de cristal. Aparecieron tras ella los bomberos, surgiendo del humo de las llamas muertas y los muebles carbonizados. La apartaron de la ventana y en seguida la vimos en una camilla camino de la ambulancia.
Aquellas viviendas para pobres, construidas pensando en los beneficios económicos, estaban hechas de modo que el fuego no se extendiese ni el humo constituyese un peligro para otros inquilinos. Sólo se incendió aquel apartamento. Dijeron que la niña mayor se recuperaría, aunque tenía graves quemaduras. La madre estaba ya fuera del hospital.
El sábado por la tarde, una semana después, Vallie se llevó a los críos a casa de su padre para que yo pudiese trabajar tranquilo en mi libro. Estaba trabajando muy bien cuando llamaron a la puerta. Era una llamada tímida que apenas pude oír desde donde estaba trabajando, en la mesa de la cocina.
Abrí la puerta y vi a aquel tipo negro, de un chocolate crema. Tenía un bigote pequeño y el pelo estirado. Murmuró su nombre, y aunque no le entendí bien, asentí. Luego dijo:
—Sólo quería dar las gracias a usted y a su mujer por lo que hicieron por mi hija.
Y comprendí que era el padre de la familia del piso de enfrente, la del incendio.
Le pregunté si quería pasar a tomar una copa. Me di cuenta de que estaba a punto de llorar, humillado y avergonzado por tener que darme las gracias. Le expliqué que mi mujer no estaba en casa y que ya le diría que había venido. Entró tímidamente para indicarme que no pretendía ofenderme negándose a entrar en mi casa, pero dijo que no tomaría nada. Insistí, pero debió notarse que en realidad me resultaba odioso. Que desde la noche del incendio le odiaba. Era uno de esos negros que abandonan a sus mujeres y a sus hijos para que se haga cargo de ellos la asistencia social, y se largan para divertirse y pasarlo bien y vivir su propia vida. Yo había leído sobre los hogares destrozados de las familias negras de Nueva York. Y cómo la organización y las presiones de la sociedad forzaban a estos hombres a dejar a sus mujeres y a sus hijos. Intelectualmente lo comprendía, pero desde un punto de vista emocional, reaccionaba en contra de ellos. ¿Quiénes demonio eran ellos para vivir sus propias vidas? Yo no vivía mi propia vida.
Pero vi luego que las lágrimas rodaban por aquella piel achocolatada, y me fijé en sus largas pestañas y en sus ojos marrón suave. Y luego oí sus palabras:
—Ay, amigo —dijo—. Mi hijita murió esta mañana. Murió en ese hospital.
Empezó a desmoronarse; entonces le sostuve y dijo:
—Decían que se curaría, que las quemaduras no eran tan graves, pero al final se murió. Fui a verla y en el hospital todos me miraban, ¿comprende? Yo era su padre, ¿dónde estaba yo? ¿Qué estaba haciendo? Era como si me acusaran de lo ocurrido, ¿comprende?
Vallie tenía una botella de whisky de centeno para cuando venían a visitarnos su padre y sus hermanos. Ni Vallie ni yo solíamos beber. Pero no sabía dónde demonios guardaba la botella.
—Espere un momento —dije al hombre que lloraba ante mí—. Necesita un trago.
Encontré la botella en el armario de la cocina y serví dos vasos. Bebimos el whisky solo y de un trago y vi que se sentía mejor, que se reponía.
Mirándole, me di cuenta de que no había venido a dar las gracias a los posibles salvadores de su hija. Había venido para encontrar a alguien en quien desahogar su dolor y su sentimiento de culpabilidad. Así que le escuché pensando que no había visto mi expresión reprobatoria.
Serví más whisky. Se dejó caer cansinamente en el sofá.
—Sabe, nunca quise dejar a mi mujer y a mis hijos. Pero ella era demasiado animada, demasiado fuerte. Yo trabajaba duro. Trabajaba en dos sitios y ahorraba dinero. Quería comprar una casa y educar bien a los chicos, pero ella quería divertirse, pasarlo bien. Es demasiado fuerte, por eso tuve que irme. Intenté ver más a los críos, pero no me dejó. Si le daba dinero, se lo gastaba en ella y no en los críos. Y luego, en fin, cada vez nos separamos más, y yo me encontré una mujer a la que le gustaba vivir como vivo yo y me convertí en un extraño para mis propios hijos. Y ahora todo el mundo me acusa de la muerte de mi hijita. Como si fuese uno de esos tipos que se largan y dejan a sus mujeres sólo por divertirse.
—Quien les dejó solos fue su mujer —dije.
—No puedo reprochárselo —dijo él con un suspiro—. Si no sale de noche se vuelve loca. Y no tenía dinero para pagar a alguien que se cuidase de los niños. Yo podría haberme adaptado a ella o haberla matado.
Nada podía decir yo, sólo le miraba y él me miraba a mí. Veía su humillación al contarle todo aquello a un extraño y, además, blanco. Y entonces comprendí que yo era la única persona a quien él podía mostrar su vergüenza. Porque en realidad yo no contaba, y porque Vallie había apagado las llamas en las que ardía su hija.
—Aquella noche quiso matarse —dije.
Rompió a llorar de nuevo.
—Oh —dijo—. Quiere mucho a los niños. El que les deje solos no significa nada. Les quiere mucho a todos. Y no se lo va a perdonar a sí misma. Eso es lo que me da miedo. Va a beber hasta matarse, va a hundirse, amigo. No sé cómo ayudarla.
Yo nada podía decir a esto. En el fondo, pensaba que era un día de trabajo perdido, que ni siquiera podría repasar mis notas. Pero le ofrecí algo de comer. Terminó el whisky y se levantó para irse. De nuevo aquella expresión de vergüenza y humillación se dibujó en su cara al agradecer una vez más lo que Vallie y yo habíamos hecho por su hija. Y luego se fue.
Cuando Vallie volvió a casa aquella noche con los chicos, le conté lo ocurrido y ella se metió en el dormitorio y se puso a llorar mientras yo hacía la cena para los niños. Y pensé en cómo había condenado a aquel hombre sin conocerle, sin saber nada de él. Cómo le había colocado en un marco extraído de los libros que había leído, entre los borrachos y los drogadictos que habían venido a vivir con nosotros en la urbanización. Le imaginé huyendo de los suyos a otro mundo no tan pobre y tan negro, escapando del círculo de los condenados irremisiblemente en el que había nacido. Pensé que había dejado morir a su hija en un incendio. Jamás se perdonaría a sí mismo, su juicio sería mucho más severo que aquel en el que yo, en mi ignorancia, le había condenado.
Luego, una semana después, una pareja de la casa de enfrente tuvo una pelea y él le cortó el cuello a ella. Eran blancos. Ella tenía un amante secreto que se negaba a seguir siendo secreto. Pero la herida no fue mortal, y la esposa descarriada tenía un aspecto teatralmente romántico, con las grandes vendas blancas en el cuello, cuando iba a recoger a sus hijos a la parada del autobús escolar.
Comprendí que nos iríamos de allí en el momento justo.
En la oficina de la Reserva, el negocio de los sobornos iba viento en popa. Y, por primera vez en mi carrera como funcionario, recibí una calificación de «excelente». Debido a mis actividades fraudulentas, había estudiado todas las complicadas normas nuevas, y me había convertido en un administrativo eficiente, el mejor especialista en aquel campo.
Debido a estos conocimientos especiales, había ideado un sistema mejor para mis clientes. Cuando terminaban su servicio activo de seis meses y volvían a mi unidad de la Reserva, para las reuniones y el campamento de verano de dos semanas, les hacía desaparecer. Para esto ideé un sistema absolutamente legal. Podía ofrecerles la posibilidad de que después de cumplir su servicio activo de seis meses pasaran a ser simples nombres en las listas de inactivos de la Reserva, a quienes sólo se llamaría en caso de guerra. Nada de reuniones semanales ni de campamentos de verano una vez al año. Mi precio subió. Otro ingreso extra: cuando me libraba de ellos, disponía de un valioso puesto libre.
Una mañana abrí el
Daily News
y allí, en primera página, había una gran fotografía de tres jóvenes. A dos de ellos les había alistado el día anterior. Doscientos pavos cada uno. Me dio un vuelco el corazón y me sentí enfermo. ¿Qué podía ser si no la denuncia de todo el asunto? Se había descubierto el pastel. Tuve que obligarme a leer el artículo. El tipo del centro era hijo del político más importante del estado de Nueva York. Y en el artículo se aplaudía el patriótico alistamiento del hijo del político en la Reserva. Eso era todo.
De cualquier modo, aquella fotografía me asustó. Me imaginé en la cárcel y a Vallie y a los niños solos. Sabía muy bien que el padre y la madre de Vallie se harían cargo de ellos, pero yo no estaría allí. Perdería a mi familia. Pero luego, cuando llegué a la oficina y se lo conté a Frank, se echó a reír y lo consideró un chiste magnífico. Dos de mis clientes de pago en la primera página del
Daily News
. Sencillamente genial. Recortó la fotografía y la colocó en el tablero de su unidad del ejército de la Reserva. Era una broma entre nosotros. El comandante creyó que lo había colocado en el tablero para fortalecer la moral de la unidad.
De alguna forma, aquel miedo injustificado hizo que bajara la guardia. Empecé a creer, como Frank, que el negocio duraría siempre. Y podría haber durado, de no ser por la crisis de Berlín, que indujo al presidente Kennedy a llamar a filas a cientos de miles de militares de la Reserva. Acontecimiento sumamente desafortunado para mí.
La oficina se convirtió en un manicomio cuando llegó la noticia de que estaban reclutando a las unidades de la Reserva para un año de servicio activo. Los que habían pagado por meterse en el programa de seis meses, estaban desquiciados. Se pusieron furiosos. Y lo que más les dolía era que ellos, los jóvenes más listos del país, flamantes abogados, hábiles especialistas de Wall Street, genios de la publicidad, se veían burlados por la más estúpida de todas las criaturas: el ejército de Estados Unidos. Se habían dejado engañar vilmente con el programa de seis meses, sin prestar atención a la remota posibilidad de que pudiesen llamarles al servicio activo y enrolarlos de nuevo en el ejército. Los chicos listos de la ciudad habían picado como palurdos. A mí tampoco me agradaba gran cosa el asunto, aunque me felicitaba por no haber querido ingresar nunca en la Reserva por el dinero fácil. Aun así, mi negocio se hundía. Se acababan los ingresos de mil dólares mensuales libres de impuestos. Y tenía que trasladarme muy pronto a mi nueva casa de Long Island. Pero, aun así, no me di cuenta en ningún momento de que aquello precipitaría la catástrofe que hacía tanto preveía. Estaba demasiado ocupado con el enorme trabajo administrativo que tenía que hacer para pasar oficialmente mis unidades al servicio activo.
Había que solicitar suministros y uniformes, había que emitir todo tipo de órdenes y normas de instrucción. Y luego controlar la terrible estampida de quienes pretendían evadir el reclutamiento. Todo el mundo sabía que el ejército tenía normas para casos especiales. Los que habían estado en el programa de la Reserva en los últimos tres o cuatro años y estaban a punto de terminar el servicio, eran los más afectados. Durante aquellos años, habían prosperado en sus actividades y carreras, se habían casado, habían tenido hijos. Habían burlado a los capitostes militares de Norteamérica. Pero al final todo había sido pura ilusión.
De todos modos, no olvidemos que se trataba de los chicos más listos de Norteamérica, los futuros gigantes de los negocios, jueces, gerifaltes del negocio del espectáculo. No se resignaron. Un tipo joven, socio en el negocio de su padre en la bolsa, hizo enviar a su mujer a una clínica psiquiátrica, y luego solicitó la exclusión del servicio militar basándose en que su mujer había sufrido una crisis nerviosa. Envié los documentos completados con cartas oficiales de los médicos y del hospital. No resultó. En Washington habían recibido miles de casos semejantes y adoptaron la postura de no admitir que nadie se librase como caso especial. Recibimos una carta que decía que el pobre marido sería reclamado para el servicio activo y que ya investigaría luego la Cruz Roja el caso de su esposa. La Cruz Roja debió hacer un buen trabajo, porque un mes después, cuando la unidad de aquel tipo salió para Fort Lee, Virginia, su esposa, la de la crisis nerviosa, vino a mi oficina a presentar los documentos necesarios pata ir a vivir con él. Estaba contenta y evidentemente gozaba de buena salud. Tan buena salud que no había podido seguir con la comedia y quedarse en el hospital. O quizá los médicos no se dejasen engañar hasta el punto de permitir que el asunto se prolongase.