Los tontos mueren (73 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela

BOOK: Los tontos mueren
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—Escúchame. Te diré la verdad sobre la vida de un hombre. Te diré la verdad sobre su amor por las mujeres. Que nunca las odia. Crees ya que voy por mal camino. Ten fe en mí. Soy un maestro de magia, en serio.

»¿Crees que un hombre puede amar de veras a una mujer y traicionarla constantemente? No me refiero a la traición material, sino a traicionarla con el pensamiento, en la misma "poesía de su alma". En fin, no es fácil, pero los hombres lo hacen sin cesar.

»¿Quieres saber cómo pueden amarte las mujeres, prodigarte deliberadamente ese amor para envenenar tu cuerpo y tu mente con el solo objeto de destruirte? ¿Y cómo, por su amor apasionado, deciden no amarte más? ¿Y cómo, al mismo tiempo, te deslumbran con un éxtasis de idiota? ¿Imposible? Ésa es la parte fácil.

»Pero no te vayas. Esto no es una historia de amor.

»Te haré sentir la dolorosa belleza de un niño, la lujuria animal del varón adolescente, la anhelante melancolía suicida de la mujer joven, y luego (ésta es la parte difícil), te mostraré cómo hace girar el tiempo al hombre y a la mujer en círculo completo, cómo los cambia en cuerpo y alma.

»Y luego está, por supuesto, el VERDADERO AMOR. ¡No te vayas! Existe o yo lo haré existir. No en vano soy un maestro de magia. ¿Vale lo que cuesta? ¿Y qué decir de la fidelidad sexual? ¿Funciona? ¿Es amor? ¿Es incluso algo humano, esa pasión perversa de estar con sólo una persona? Y, si no resulta, ¿obtienes aun así un beneficio adicional por intentarlo? ¿Puede funcionar en ambos sentidos? Claro que no, eso es evidente. Y sin embargo...

»La vida es cosa de risa, y nada hay más gracioso que el amor viajando a través del tiempo. Pero un verdadero maestro de magia es capaz de hacer que su público ría y llore al mismo tiempo. La muerte es otra historia. Jamás haré un chiste sobre la muerte. Queda más allá de mi poder.

»Siempre ando alerta con la muerte. No me engaña. La localizo de inmediato. Le gusta colarse disfrazada; es una ridícula verruga que de pronto se pone a crecer; el grano negro y peludo que envía sus raíces hasta el hueso mismo; o se oculta tras un lindo y leve rubor febril. Luego, de pronto, aparece la sonriente calavera para coger por sorpresa a su víctima. Pero no a mí. Nunca. Yo estoy esperándola. Tomo mis precauciones.

»Frente a la muerte, el amor es un asunto infantil y aburrido, aunque los hombres crean más en el amor que en la muerte. Las mujeres son otra historia. Tienen un secreto poderoso. No se toman en serio el amor. Nunca lo han hecho.

»Pero te lo repito, no te vayas. Lo repito, ésta no es una historia de amor. Olvida el amor. Te mostraré todas las dimensiones del poder. Primero la vida de un pobre y esforzado escritor. Un escritor sensible. De talento. Quizás, incluso, una especie de genio. Te mostraré cómo zurran al artista por gracia de su arte. Y porque se lo merece de sobra. Luego lo mostraré como astuto delincuente, disfrutando de la vida. Ay, qué alegría siente el verdadero artista cuando por fin se convierte en un estafador. Sale entonces a la luz su auténtico carácter. Se acabaron las bromas sobre su honor. El tipo ése es un delincuente. Un maleante. Un enemigo de la sociedad claro y abierto en vez de oculto tras el coño de puta del arte. Qué alivio. Qué placer. Qué gozo taimado. Luego, contaré cómo se convierte de nuevo en un hombre honrado. Ser un delincuente entraña una tensión tremenda.

»Pero te ayuda a aceptar a la sociedad y a perdonar a tu prójimo. Después de haber probado, ningún individuo desea ser delincuente a menos que de veras necesite el dinero.

»Luego seguiremos con uno de los éxitos literarios más asombrosos de la historia. Las vidas íntimas de los gigantes de nuestra cultura. En especial la de un cabrón chiflado. El mundo distinguido. Así pues, tenemos el mundo del pobre y esforzado genio, el mundo de la delincuencia y el mundo literario distinguido. Todo esto aderezado con abundante sexo, algunas ideas complicadas que no te machacarán el cráneo y que quizás encuentres incluso interesantes. Y por último, un final espectacular en Hollywood con nuestro héroe amasando todos sus premios: dinero, fama, mujeres hermosas. Y... no te vayas, no te vayas... veremos cómo todo ello se convierte en cenizas.

»¿No es suficiente? ¿Has oído todo esto antes? Bien, recuerda entonces que soy un maestro de la magia. Puedo dar vida auténtica a todas esas personas. Puedo contarte lo que realmente piensan y sienten. Llorarás por ellas, por todas ellas, te lo prometo. O quizá sólo rías. De cualquier modo, nos divertiremos muchísimo. Y aprenderemos algo de la vida. Cosa que, en realidad, de nada sirve.

»Ah, ya sé lo que estás pensando. Este astuto cabrón intenta conseguir que pasemos la página. Pero espera, lo que quiero contar no es más que un cuento. ¿Qué daño puede hacer? Aunque yo me lo tomase en serio, tú no te lo tomes. Diviértete un poco y nada más.

»Sólo quiero contarte una historia, no pretendo más. No deseo éxito ni fama ni dinero. Lo cual es normal; la mayoría de los hombres y la mayoría de las mujeres en realidad no lo pretenden. Más aún, yo no deseo amor. Cuando era joven, algunas mujeres me dijeron que me amaban por mis largas pestañas. Lo acepté. Más tarde fue por mi ingenio. Luego por mi poder y mi dinero. Después por mi talento. Después, mi inteligencia... profunda. Vale, puedo aceptarlo todo. La única mujer que me asusta es la que me ama sólo por mí mismo. No tengo planes para ella. Tengo venenos y dagas y tumbas oscuras en cuevas para esconder su cabeza. No tiene derecho a la vida. Sobre todo si es fiel sexualmente, nunca miente y me pone siempre por delante de todo y de todos.

»Se hablará mucho del amor en este libro, pero no es un libro de amor. Es un libro de guerra. La vieja guerra entre hombres que son verdaderos amigos. La gran "nueva" guerra entre hombres y mujeres. Es, sin duda alguna, una historia vieja, pero está ahora en el candelero. Las combatientes del movimiento de liberación femenina creen que tiene algo nuevo, pero es sólo que sus ejércitos salen de la guerrilla. Las dulces mujeres siempre han tendido emboscadas a los hombres: en sus cunas, en la cocina, en el dormitorio. En las tumbas de sus hijos, el mejor sitio para desoír una petición de clemencia.

»En fin, crees que estoy resentido contra las mujeres. Nunca las odié, te lo aseguro. Y al final resultarán mejores que los hombres, ya verás. Lo cierto es, sin embargo, que sólo las mujeres han sido capaces de hacerme desgraciado, y lo han hecho desde la cuna. Pero eso pueden decirlo la mayoría de los hombres. Y es algo que no tiene solución.

»¡Qué objetivo he expuesto! Lo sé... lo sé muy bien... sé perfectamente lo fascinante que parece. Pero cuidado. Soy un astuto narrador, no soy simplemente uno de vuestros sensibles y vulnerables artistas. He tomado mis precauciones. Aún me he reservado unas cuantas sorpresas. Pero basta. Déjame trabajar. Déjame que empiece y que termine.

Y ésa era la gran novela de Osano, el libro que conquistaría el premio Nobel, que restauraría su grandeza. Ojalá lo hubiese escrito.

El que fuese un gran farsante, como muestran estas páginas, no tenía importancia. Quizás fuese parte de su genio. Quería compartir sus mundos interiores con el mundo exterior. Eso era todo. Y ahora, como triste final, me había dado sus últimas páginas. Era como una broma por lo distintos que éramos como escritores. Él tan generoso y yo, ahora lo comprendía, tan poco.

Nunca me había entusiasmado su obra. Y no sé si realmente le quería como hombre. Pero le quería como
escritor
. Y por eso decidí, quizás para que me diera buena suerte, quizás para que me diese fuerza, quizás sólo por burla, utilizar sus páginas como mías. Debería haber cambiado una cosa. La muerte siempre me ha sorprendido.

51

Yo no tengo historia. Eso es lo que nunca entendió Janelle. Que yo empecé solo. Que no tenía ni abuelos ni padres, ni tíos ni tías, ni amigos de la familia ni primos. Que no tenía recuerdos infantiles de una casa especial o una cocina concreta. Que no tenía ni ciudad ni pueblo ni aldea. Que inicié mi historia conmigo mismo y con mi hermano, Artie. Y que cuando me amplié con Valerie, los niños y su familia, y viví con ella en una casa de la ciudad; cuando me convertí en padre y marido, ellos se convirtieron en mi realidad y mi salvación. Pero ya no tengo que preocuparme de Janelle. Llevo dos años sin verla y hace ya tres que murió Osano.

Me resulta insoportablemente doloroso pensar en Artie. Cuando, aunque sólo sea su nombre, me viene al pensamiento, me brotan las lágrimas sin darme cuenta. Pero él es la única persona por la que he llorado.

Durante los dos últimos años he instalado un estudio en mi casa, me he dedicado a leer, a escribir, y a hacer de padre y marido perfecto. A veces, salgo a cenar con amigos, pero me agrada pensar que por fin me he hecho serio y consciente. Que viviré ahora la vida de un intelectual. Que mis aventuras han terminado. En suma, rezo para que la vida no me depare más sorpresas. Seguro en esta habitación, rodeado de mis libros de magia, Austen, Dickens, Dostoievski, Joyce, Hemingway, Dreiser y, por último, Osano, siento el agotamiento del animal hostigado varias veces antes de alcanzar el paraíso.

En la casa, debajo de mí, en esa casa que es ya mi historia, sabía que mi mujer estaba ocupada en la cocina preparando la cena del domingo. Mis hijos estaban viendo la televisión y jugando a las cartas en su cuarto, y como sabía que estaban allí, la tristeza era soportable en aquella habitación.

Leí de nuevo todos los libros de Osano, y me pareció un gran escritor en sus comienzos. Intenté analizar su fracaso posterior en la vida, su incapacidad para terminar su gran novela. Empezó asombrado por la maravilla del mundo que le rodeaba y la gente que había en él. Terminó escribiendo sobre la maravilla de sí mismo. Su preocupación, te dabas cuenta pronto, era convertir su propia vida en una leyenda. Escribió para el mundo en vez de hacerlo para sí mismo. Reclamaba a voces, continuamente, atención para Osano, en vez de atención para su arte. Quería que todo el mundo supiese lo listo y lo inteligente que era. Procuró incluso que los personajes que creaba no se llevasen los honores de su inteligencia. Era como un ventrílocuo celoso de las risas que provocaba su muñeco. Y esto era una vergüenza. Sin embargo, le considero un gran hombre. Admiro su tremenda humanidad, su tremendo amor a la vida. Qué inteligente era y qué divertido resultaba estar con él.

¿Cómo podía decir yo que fue un artista fallido cuando sus triunfos, aunque fuesen imperfectos, parecían mucho mayores que los míos? Me acordé de cuando revisé sus papeles, como albacea literario suyo, y me quedé asombrado al no poder hallar ni rastro de la novela que tenía entre manos. No podía creer que fuese tan falso, que hubiese estado fingiendo escribirla todos aquellos años y no hubiese hecho más que aquellas notas. Me di cuenta entonces de que la había quemado. Y aquella especie de chiste no había sido malicia ni astucia, sino sólo una burla que a él le encantaba. Y el dinero.

Había escrito algunas de las páginas en prosa más bellas de su generación y había formulado algunas de las ideas más vigorosas, pero le había encantado ser un truhán. Leí todas sus notas, unas quinientas páginas en largas hojas amarillas. Eran notas inteligentes y brillantes. Pero las notas no son nada.

Sabiendo esto me puse a pensar en mí mismo. En que había escrito libros tremendos. Pero, más desgraciado que Osano, había intentado vivir sin ilusiones y sin riesgo. Yo no tenía su amor por la vida ni su fe en ella. Pensé en aquello que decía Osano de que la vida siempre estaba intentando liquidarte. Por eso quizás viviese él tan alocadamente, luchase con tanta firmeza contra los golpes y las humillaciones.

Hace mucho, Jordan se voló la tapa de los sesos. Osano había vivido la vida plenamente y le había puesto fin cuando no tuvo otra elección. Y yo, yo intentaba escapar poniéndome un gorro cónico de mago. Pensé en otra cosa que me había dicho Osano: «La vida siempre está metiéndose en medio». Y me di cuenta de qué quería decir. El mundo es para un escritor como uno de esos pálidos espectros que con la edad se hacen más y más pálidos, y puede que fuese ésa la razón por la que Osano dejase de escribir.

La nieve caía espesa y yo la veía caer por las ventanas de mi estudio. La blancura cubría las ramas grises y desnudas de los árboles, el marrón y el verde mohosos del césped invernal. Si yo hubiese sido sentimental o tendiese a serlo, me habría sido fácil conjurar los rostros de Osano y de Artie cruzando sonrientes entre aquellos copos de nieve. Pero me negaba a hacerlo. No era tan sentimental ni tan blando conmigo, ni me compadecía tanto de mí mismo. Podría vivir sin ello. Su muerte no me disminuiría, como quizás ellos hubiesen esperado.

No, yo me sentía seguro allí en mi despacho. Caliente como una tostada. Seguro frente al furioso viento que lanzaba los copos de nieve contra mi ventana. No abandonaría aquella habitación, aquel invierno.

Fuera, las carreteras estaban heladas, mi coche podía patinar y la muerte podría destrozarme. Venenosos catarros víricos podían infectar mi organismo. Oh, había peligros innumerables además de la muerte. Y no perdía de vista los espías que la muerte podía infiltrar en la casa, e incluso en mi propio cerebro. Alzaba defensas contra ellos.

Tenía gráficos en las paredes de mi habitación. Gráficos para mi trabajo, mi salvación, mi defensa. Había investigado para hacer una novela sobre el imperio romano, con el propósito de retirarme al pasado. Había estudiado también la posibilidad de una novela en el siglo XXV por si quería ocultarme en el futuro. Se alzaban esperándome cientos de libros para leer, para cercar mi cerebro.

Arrimé un gran sillón al ventanal para poder ver caer la nieve cómodamente. Sonó el timbre de la cocina. La cena estaba lista. Mi familia debía estar esperándome, mi mujer y mis hijos. ¿Qué demonios les pasaba después de tanto tiempo? Contemplé la nieve, casi era una tormenta. El mundo exterior estaba completamente blanco. Volvió a sonar el timbre, con insistencia. Si yo estuviese vivo, me habría levantado y bajado al alegre comedor y disfrutado de una cena feliz. Miraba la nieve. De nuevo sonó el timbre.

Eché un vistazo al gráfico. Había escrito mi primer capítulo de la novela del imperio romano y diez páginas de notas de la del siglo XXV. En aquel momento decidí que escribiría sobre el futuro.

Volvió a sonar el timbre, larga e incesantemente. Cerré las puertas de mi estudio y bajé a la casa, al comedor. Entré, y al entrar lancé un suspiro de alivio.

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