Sentía una súbita tranquilidad mientras observaba cómo se hacían el amor las dos mujeres. Para él, con todo su cinismo respecto a las mujeres y el amor, era el espectáculo más bello que podía esperar contemplar. Las dos tenían cuerpos majestuosos y rostros encantadores, y las dos eran verdaderamente apasionadas, como jamás podrían serlo con él. Era un espectáculo que podría contemplar eternamente.
Mientras ellas seguían, Cully se levantó de la cama y se sentó en un sillón. Las dos mujeres estaban cada vez más excitadas. Cully vio sus cuerpos moverse y subir y bajar hasta que llegó el apogeo final y las dos quedaron abrazadas, tranquilas y quietas.
Cully se acercó a la cama y las besó suavemente. Luego, se echó entre ellas y dijo:
—No hagáis nada. Durmamos un poco.
Se durmió y cuando despertó las dos mujeres estaban en la sala, vestidas y charlando.
Cully sacó quinientos dólares de la cartera y se los dio a Charlie Brown.
Charlie le dio un beso de despedida y le dejó sólo con Crystin.
Cully se sentó en el sofá y rodeó con un brazo a Crystin. Le dio un beso suave.
—Rompí tus marcadores —dijo—. Ya no tienes que preocuparte de ellos, y le diré al cajero que te dé quinientos dólares en fichas para que puedas jugar un poco esta noche.
Crystin se echó a reír y dijo:
—Cully, no puedo creerlo. Al final te has convertido en un primo.
—Todos somos primos —dijo Cully—. Pero, qué demonios, tú te has portado muy bien estos dos años. Quiero sacarte de esto.
Crystin le dio un abrazo y se apoyó en su hombro; luego dijo quedamente:
—Cully, ¿por qué le llamas «combate»?, ya sabes, cuando quieres que lo haga con otra chica.
Cully se echó a reír.
—Simplemente me gusta la idea de la palabra. En cierto modo lo describe.
—¿Me desprecias por eso? —preguntó Crystin.
—No —dijo Cully—. Para mí es lo más bello que he visto en mi vida.
Cuando Crystin se fue, Cully no pudo dormir. Por fin, bajó al casino. Localizó a Crystin en la mesa de veintiuno. Tenía frente a ella una pila de fichas negras de cien dólares.
Le hizo señas de que se acercara. Sonreía encantada.
—Cully, es mi noche de suerte —le dijo—. Gano doce grandes.
Luego, cogió un montón de fichas y las colocó en la mano de Cully.
—Eso es para ti —dijo—. Quiero que las cojas.
Cully contó las fichas. Eran diez. Mil dólares.
Se echó a reír y dijo:
—De acuerdo. Te las guardaré, algún día necesitarás dinero para jugar.
La dejó, siguió a su oficina y guardó las fichas en un cajón de su escritorio. Pensó de nuevo en llamar a Merlyn, pero decidió no hacerlo.
Miró a su alrededor. No le quedaba ninguna cosa por hacer, pero tenía la sensación de olvidarse de algo. Como si hubiese contado el «zapato» y faltasen algunas cartas importantes. Pero ya era demasiado tarde. Dentro de a unas horas, estaría en Los Angeles y cogería el avión con destino a Tokio.
En Tokio, Cully tomó un taxi para ir a la oficina de Fummiro. Las calles de Tokio estaban llenas de gente, y muchos llevaban las mascarillas de gasa blanca quirúrgica para protegerse del aire cargado de gérmenes. Hasta los obreros de la construcción, con sus resplandecientes chaquetones rojos y sus cascos blancos, llevaban aquellas mascarillas. Por alguna razón, las máscaras inquietaban a Cully. Pero pensó que se debía a que estaba muy nervioso por el viaje.
Fummiro le recibió con un cordial apretón de manos y una amplia sonrisa.
—Cuánto me alegro de verle, señor Cross —dijo—. Procuraremos que su estancia sea agradable, que se divierta mucho en nuestro país. No tiene más que decirle a mi ayudante lo que necesita.
Estaba en la moderna oficina de Fummiro, de estilo norteamericano, y podían hablar sin problemas.
—Tengo mi maleta en el hotel, y sólo quiero saber cuándo debo traerla a su oficina —dijo Cully.
—El lunes —dijo Fummiro—. En el fin de semana no se puede hacer nada. Pero hay una fiesta en mi casa mañana por la noche. Estoy seguro de que le gustará.
—Muchísimas gracias —dijo Cully—. Pero sólo quiero descansar. No me encuentro demasiado bien y ha sido un viaje largo.
—Sí, claro, comprendo —dijo Fummiro—. Tengo una buena idea. Hay una posada rural en Yogawara. Queda sólo a una hora de coche de aquí. Podrá ir en mi limusina. Es el lugar más bello de Japón. Tranquilo y pacífico. Hay chicas que dan masajes y yo procuraré que tenga usted otras chicas allí. La comida es soberbia. Comida japonesa, claro. Es donde todos los hombres importantes del Japón llevan a sus amantes a pasar unos días, y es un sitio discreto. Allí estará tranquilo, sin ninguna preocupación. Puede usted volver el lunes, completamente repuesto, y entonces le tendré preparado el dinero.
Cully se lo pensó. Mientras no tuviese el dinero no corría peligro, y la idea de descansar en el campo le atraía.
—Me parece magnífico —le dijo a Fummiro—. ¿Cuándo puede recogerme la limusina?
—El viernes por la noche el tráfico es tremendo —dijo Fummiro—. Es mejor ir mañana por la mañana. Descanse bien esta noche y el fin de semana, y ya le veré el lunes.
Como un honor especial, Fummiro le acompañó hasta el ascensor.
Había más de una hora en limusina hasta Yogawara. Pero cuando llegó allí, Cully se alegró mucho de haber hecho el viaje. Era un mesón rural maravilloso, estilo japonés.
Las habitaciones eran magníficas. Los criados flotaban por los pasillos como espectros, casi invisibles. Y no había rastro de otros huéspedes.
En una de las habitaciones había una inmensa bañera de madera de sequoia. El baño propiamente dicho estaba equipado con toda clase de útiles, lociones de afeitar y cosméticos femeninos. Cualquier cosa que uno pudiese necesitar.
Dos muchachitas, casi núbiles, le llenaron la bañera y le lavaron bien antes de que se metiese en la fragante agua caliente. La bañera era tan grande que casi podía nadar en ella. Y tan profunda que casi le cubría. Sintió esfumarse de sus huesos el cansancio y la tensión y luego, por fin, las dos jóvenes le sacaron de la bañera y le llevaron hasta un jergón de la otra habitación. Allí tumbado dejó que le masajearan, dedo a dedo, miembro a miembro, músculo a músculo; nunca le habían dado un masaje parecido.
Le entregaron luego un
futaba
, un cojincito cuadrado y duro para apoyar la cabeza. E inmediatamente se quedó dormido. Durmió hasta bien entrada la tarde, y luego dio un paseo por el campo.
La posada estaba emplazada en una ladera que dominaba un valle, y más allá del valle se veía el océano, azul, ancho, de una claridad cristalina. Bordeó un hermoso estanque salpicado de flores que parecían hacer juego con los intrincados parasoles de las esteras y hamacas del porche de la posada. Todos aquellos colores claros le encantaban, y aquel aire claro y diáfano refrescaba su mente. Ya no se sentía preocupado ni tenso. Nada pasaría. Fummiro, un viejo amigo, le entregaría el dinero. Cuando llegase a Hong Kong y depositase el dinero, sus problemas con Santadio concluirían y podría volver tranquilamente a Las Vegas. Todo saldría bien. El Hotel Xanadú sería suyo, y él cuidaría de Gronevelt como un hijo de su anciano padre.
Por un momento, deseó poder pasar el resto de su vida en aquel hermoso lugar, tan despejado y tranquilo, tan pacífico como si estuviese viviendo quinientos años atrás. Él nunca había deseado ser un samurai, pero ahora pensaba lo inocentes que habían sido sus luchas.
Empezaba a oscurecer; pequeñas gotas de lluvia salpicaron la superficie del estanque. Volvió a sus habitaciones de la posada. Le encantaba el estilo de vida japonés. Sin muebles. Sólo esterillas. Aquellas puertas deslizantes de papel con marco de madera que separaban las habitaciones, convertían una sala en dormitorio. Le parecía muy razonable e inteligente.
Oyó a lo lejos un campanilleo y unos minutos después las puertas de papel se corrieron y entraron dos jóvenes con una inmensa bandeja oval de casi uno cincuenta de largo. Podía ser el tablero de una mesa. La bandeja estaba llena de pescado, todos los peces que el mar podía ofrecer.
Había calamar negro y pez de cola amarilla, ostras perlíferas, cangrejos grisnegro, trozos de pescado que mostraban debajo carne de un rosa vívido. Era un arcoiris de colores; había allí comida para más de cinco hombres. Las mujeres colocaron la bandeja sobre una mesa baja, y pusieron cojines para que él pudiera sentarse. Luego se sentaron a los lados y fueron dándole trocitos de pescado.
Entró otra chica con una bandeja de sake y vasos. Sirvió el sake y le llevó el vaso a la boca para que bebiera.
Todo estaba delicioso. Cuando terminó, Cully se quedó mirando por la ventana el valle de pinos y el mar que se extendía más allá. Tras él podía oír a las mujeres retirar la cena y oyó cerrarse las puertas correderas. Estaba solo en la habitación, mirando el mar.
Recorrió de nuevo mentalmente todos los detalles, contabilizando el «zapato» de circunstancias, posibilidades y riesgos. El lunes por la mañana Fummiro le entregaría el dinero, él cogería el avión para Hong Kong y en Hong Kong tendría que llevarlo al banco. Se puso a pensar dónde podía acechar el peligro, si es que lo había. Pensó en Gronevelt. En que Gronevelt podía traicionarle. O Santadio. O incluso Fummiro. ¿Por qué le había traicionado el juez Brianca? ¿Sería todo aquello algo preparado por Gronevelt? Y luego recordó la noche que había cenado con Fummiro y con Gronevelt. Se sentían un poco incómodos con él. ¿Había algo entre ellos? Pero Gronevelt era un viejo enfermo, el largo brazo de Santadio no llegaba hasta el lejano oriente, y Fummiro era un viejo amigo.
Sin embargo, siempre había que contar con la mala suerte. En cualquier caso, sería su último riesgo. Y por lo menos dispondría de otro día de paz y tranquilidad en Yogawara.
Oyó deslizarse las puertas tras él. Eran las dos muchachitas que le conducían de nuevo a la bañera de madera.
Volvieron a lavarle. De nuevo le sumergieron en las vastas y fragantes aguas de la bañera.
Una vez remojado, le sacaron de nuevo y le tumbaron en la esterilla, colocándole el cojín futaba bajo la cabeza. De nuevo le hicieron el masaje. Luego, completamente descansado, Cully sintió una oleada de deseo sexual. Intentó coger a una de las chicas, pero ésta le rechazó muy amablemente con gestos. Luego indicó, también mediante gestos, que ya mandaría a otra chica. Aquella no era su función.
Entonces Cully alzó dos dedos para indicarles que quería dos chicas. Las dos se rieron ante esto, y él se preguntó si las chicas japonesas «combatirían» entre sí.
Las vio salir y cerrar las puertas. Hundió la cabeza en el cojincito cuadrado. Sentía el cuerpo voluptuosamente relajado. Se hundió en un sueño ligero. Oyó
a
lo lejos el rumor de las puertas. Ah, pensó, ahí vienen. Y sintiendo curiosidad por ver el aspecto que tenían, si eran guapas, cómo iban vestidas, alzó la cabeza y vio asombrado a dos hombres con el rostro cubierto por mascarillas de gasa quirúrgica que avanzaban hacia él.
Al principio pensó que las chicas le habían interpretado mal. Que, cómicamente inepto, había pedido un masaje más intenso. Pero las máscaras de gasa le paralizaron de terror. Comprendió de pronto que en el campo no se utilizaban aquellas mascarillas. Luego su mente captó la verdad, y gritó:
—¡No tengo el dinero, no tengo el dinero!
Intentó incorporarse, pero ya los dos hombres estaban sobre él.
No fue doloroso ni horrible. Pareció hundirse en el mar, en las fragantes aguas de la bañera de madera. Sus ojos se nublaron y luego quedó allí inmóvil en la esterilla, el
futaba
bajo la cabeza.
Los dos hombres envolvieron el cuerpo en toallas y lo sacaron silenciosamente de la habitación.
Lejos, al otro lado del océano, en su apartamento, Gronevelt accionaba los controles para bombear oxígeno puro en el casino.
Llegué a Las Vegas a última hora de la noche, y Gronevelt me pidió que cenase con él en sus habitaciones. Bebimos algo y los camareros subieron una mesa con la cena que habíamos pedido. Observé que el plato de Gronevelt tenía porciones muy pequeñas. Parecía más viejo y más apagado. Cully me había hablado de su ataque, pero no podía ver ninguna prueba de que lo hubiese tenido, salvo que quizá se movía más lentamente y tardaba más en contestarme cuando hablaba.
Miré el cuadro de mandos que tenía detrás de su escritorio, el que Gronevelt utilizaba para bombear oxígeno puro en el casino.
—¿Cully te habló de esto? —dijo Gronevelt—. No debía haberlo hecho.
—Algunas cosas son demasiado buenas para no contarlas —dije—. Y, además, Cully sabía que yo guardaría el secreto.
Gronevelt sonrió.
—Lo creas o no, lo utilizo como un acto de bondad. Da a todos los perdedores una pequeña esperanza y un último impulso antes de que se vayan a la cama. Me fastidia imaginar a los perdedores intentando irse a dormir. Los que ganan no me importan. La suerte puedo aceptarla, es la habilidad lo que no puedo permitirme. Mira, nunca pueden con el porcentaje y yo tengo el porcentaje. Eso es tan cierto en la vida como el juego. El porcentaje siempre acabará haciéndote polvo.
Gronevelt divagaba, pensando en su próxima muerte.
—Hay que hacerse rico en la oscuridad —dijo—. Hay que vivir de acuerdo con los porcentajes, olvidarse de la suerte, que es una magia muy traidora.
Asentí con un gesto. Cuando terminamos de cenar, mientras tomábamos coñac, Gronevelt dijo:
—No quiero que te preocupes por Cully, así que te contaré lo que le pasó. ¿Recuerdas aquel viaje que hiciste con él a Tokio y a Hong Kong para traer aquel dinero? Bueno, pues por razones personales, Cully decidió repetir la suerte. Le advertí que no lo hiciese. Le dije que el porcentaje era malo y que había tenido suerte en aquel primer viaje. Pero, por razones personales, que no puedo explicarte, y que al menos para él eran importantes y válidas, decidió ir.
—Pero tú tuviste que darle permiso —dije.
—Sí —dijo Gronevelt—. Yo me beneficiaba con el viaje.
—Bueno, ¿qué le pasó? —pregunté.
—No lo sabemos —dijo Gronevelt—. Metió el dinero en sus maletas y luego, sencillamente, desapareció. Fummiro cree que está en Brasil o en Costa Rica viviendo como un rey. Pero tanto tú como yo conocemos mejor a Cully. Él no podría vivir fuera de Las Vegas.
—¿Qué crees entonces que le pasó? —pregunté de nuevo a Gronevelt.