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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Los tres mosqueteros (46 page)

BOOK: Los tres mosqueteros
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Pero en medio de todo aquello, D’Artagnan notó también que su rostro no correspondía a las galanterías de Porthos. Aquello no eran más que quimeras ilusiones; pero para un amor real, para unos celos verdaderos, ¿hay otra realidad que las ilusiones y las quimeras?

El sermón acabó; la procuradora avanzó hacia la pila de agua bendita; Porthos se adelantó y, en lugar de un dedo, metió toda la mano. La procuradora sonrió, creyendo que era para ella, por lo que Porthos hacía aquel extraordinario, pero pronto y cruelmente fue desengañada: cuando sólo estaba a tres pasos de él, éste volvió la cabeza, fijando de modo invariable los ojos sobre la dama del cojín rojo, que se había levantado y que se acercaba seguida de su negrito y de su doncella.

Cuando la dama del cojín rojo estuvo junto a Porthos, Porthos sacó su mano toda chorreante de la pila; la bella devota tocó con su mano afilada la gruesa mano de Porthos, hizo, sonriendo, la señal de la cruz y salió de la iglesia.

Aquello fue demasiado para la procuradora; no dudó de que aquella dama y Porthos estaban requebrándose. Si hubiera sido una gran dama, se habría desmayado; pero como no era más que una procuradora, se contentó con decir al mosquetero con un furor concentrado:

—¡Eh, señor Porthos! ¿No me vais a ofrecer a mí agua bendita?

Al oír aquella voz, Porthos se sobresaltó como lo haría un hombre que se despierta tras un sueño de cien años.

—Se…, señora —exclamó él—. ¿Sois vos? ¿Cómo va vuestro marido, mi querido señor Coquenard? ¿Sigue tan pícaro como siempre? ¿Dónde tenía yo los ojos, que no os he visto siquiera en las dos horas que ha durado ese sermón?

—Estaba a dos pasos de vos, señor —respondió la procuradora—, y no me habéis visto porque no teníais ojos más que para la hermosa dama a quien acabáis de dar agua bendita.

Porthos fingió estar apurado.

—¡Ah! —dijo—. Habéis notado…

—Hay que estar ciego para no verlo.

—Sí —dijo displicentemente Porthos—; es una duquesa amiga mía con la que tengo muchos problemas para encontrarme por los celos de su marido, y que me había avisado que vendría hoy, sólo para verme, a esta pobre iglesia, en este barrio perdido.

—Señor Porthos —dijo la procuradora— ¿tendríais la bondad de ofrecerme el brazo durante cinco minutos? Hablaría de buena gana con vos.

—Por supuesto, señora —dijo Porthos, guiñándose un ojo a sí mismo como un jugador que ríe de la víctima que va a hacer.

En aquel momento, D’Artagnan pasaba persiguiendo a Milady; lanzó una ojeada hacia Porthos y vio aquella mirada triunfante.

—¡Vaya, vaya! —se dijo a sí mismo, razonando sobre el sentido de la moral extrañamente fácil de aquella época galante—. Ahí hay uno que fácilmente podrá equiparse en el plazo previsto.

Porthos, cediendo a la presión del brazo de su procuradora como una barca cede al gobernalle, llegó al claustro de Saint-Magloire, pasaje poco frecuentado, encerrado por molinetes en sus dos extremos. No se veía, por el día, más que mendigos comiendo o niños jugando.

—¡Ah, señor Porthos! —exclamó la procuradora cuando se hubo tranquilizado de que nadie extraño a la población habitual de la localidad podía verlos ni oírlos—. Vaya, señor Porthos, estáis hecho un conquistador, según parece.

—¿Yo, señora? —dijo Porthos engallándose—. ¿Y eso por qué?

—¿Y las señas de hace un momento, y el agua bendita? Pero por lo menos es una princesa esa dama, con su negrito y su doncella.

—Os equivocáis. Dios mío, no —respondió Porthos—, es simplemente una duquesa.

—¿Y ese recadero que la esperaba en la puerta, y esa carroza con un cochero de lujosa librea que esperaba en su pescante?

Porthos no había visto ni el recadero ni la carroza; pero con su mirada de mujer celosa, la señora Coquenard lo había visto todo.

Porthos lamentó no haber hecho a la dama del cojín rojo princesa a la primera.

—¡Ah, sois un muchacho amado por las hermosas, señor Porthos! —prosiguió suspirando la procuradora.

—Pero —respondió Porthos— comprenderéis que con un físico como el que la naturaleza me ha dotado, no dejo de tener aventuras.

—¡Dios mío! ¡Qué pronto olvidan los hombres! —exclamó la procuradora alzando los ojos al cielo.

—Menos pronto que las mujeres —respondió Porthos—; porque, en fin, señora, yo puedo decir que he sido víctima, cuando herido, moribundo, me he visto abandonado a los cirujanos; yo, el vástago de una familia ilustre, que me había fiado de vuestra amistad, he estado a punto de morir de mis heridas, primero; y de hambre después, en un mal albergue de Chantilly, y eso sin que vos os hayáis dignado responder una sola vez a las ardientes cartas que os he escrito.

—Pero, señor Porthos… —murmuró la procuradora, que se daba cuenta de que, a juzgar por la conducta de las mayores damas de su tiempo, había cometido un error.

—Yo, que había sacrificado por vos a la condesa de Peñaflor…

—Lo sé.

—A la baronesa de…

—Señor Porthos, no me abruméis.

—A la duquesa de…

—Señor Porthos, sed generoso.

—Tenéis razón, señora; además, no acabaría.

—Pero es que mi marido no quiere oír hablar de prestar.

—Señora Coquenard —dijo Porthos—, acordaos de la primera carta que me escribisteis y que conservo grabada en mi memoria.

La procuradora lanzó un gemido.

—Pero es que, además —dijo ella—, la suma que pedíais prestada era algo fuerte.

—Señora Coquenard, os daba preferencia. No he tenido más que escribir a la duquesa de… No quiero decir su nombre, porque no sé lo que es comprometer a una mujer; pero lo que sí sé es que yo no he tenido más que escribirle para que me enviase mil quinientos.

La procuradora derramó una lágrima.

—Señor Porthos —dijo—, os juro que me habéis castigado de sobra y que si en el futuro os encontráis en semejante paso, no tendréis más que dirigiros a mí.

—Dejémoslo, señora —dijo Porthos, como sublevado—; no hablemos de dinero, por favor, es humillante.

—¡Así que no me amáis ya! —dijo lenta y tristemente la procuradora.

Porthos guardó un silencio majestuoso.

—¿Así es como me respondéis? ¡Ay, comprendo!

—Pensad en la ofensa que me habéis hecho, señora; se me ha quedado aquí —dijo Porthos, poniendo la mano en su corazón y apretando con fuerza.

—¡Yo la repararé, mi querido Porthos!

—Además, ¿qué os pedía? —prosiguió Porthos con un movimiento de hombros lleno de sencillez—. Un préstamo, nada más. Después de todo, no soy un hombre poco razonable. Sé que no sois rica, señora Coquenard, que vuestro marido está obligado a sangrar a los pobres litigantes para sacar unos pobres escudos. Si fueseis condesa, marquesa o duquesa, sería distinto, y en tal caso no podría perdonaros.

La procuradora se picó.

—Sabed, señor Porthos —dijo ella—, que mi caja fuerte, por muy caja fuerte de procuradora que sea, está quizá mejor provista que la de todas vuestras remilgadas arruinadas.

—Doble ofensa la que me hacéis entonces —dijo Porthos soltando el brazo de la procuradora de debajo del suyo—; porque si vos sois rica, señora Coquenard, entonces no hay excusa que valga en vuestra negativa.

—Cuando digo rica —prosiguió la procuradora, que vio que se había dejado arrastrar demasiado lejos—, no hay que tomar la palabra al pie de la letra. No soy lo que se dice rica, pero vivo holgada.

—Mirad, señora —dijo Porthos—, no hablemos más de todo eso, os lo suplico. Me habéis despreciado; entre nosotros la simpatía se apagó.

—¡Qué ingrato sois!

—¡Ah, encima podéis quejaros! —dijo Porthos.

—¡Idos, pues, con vuestra bella duquesa! Yo no os retengo.

—¡Vaya, por lo menos no está tan seca como creo!

—Veamos, señor Porthos, una vez más, la última: ¿Aún me amáis?

—¡Ah, señora! —dijo Porthos con el tono más melancólico que pudo adoptar—. Justo cuando vamos a entrar en campaña, en una campaña en que mis presentimientos me dicen que seré muerto…

—¡Oh, no digáis esas cosas! —exclamó la procuradora estallando en sollozos.

—Algo me lo dice —continuó Porthos, poniéndose más y más melancólico.

—Decid mejor que tenéis un nuevo amor.

—No, os hablo sinceramente. Ningún nuevo amor me conmueve, e incluso siento aquí, en el fondo de mi corazón, algo que habla por vos. Pero dentro de quince días, como sabéis o como quizá no sepáis, esa fatal campaña empieza: voy a estar muy preocupado por mi equipo. Luego voy a hacer un viaje para ver a mi familia, en el fondo de Bretaña, para conseguir la suma necesaria para mi partida.

Porthos notó un último combate entre el amor y la avaricia.

—Y como —continuó— la duquesa que acabáis de ver en la iglesia tiene sus tierras junto a las mías, haremos el viaje juntos. Los viajes, como sabéis, parecen mucho menos largos cuando se hacen acompañado.

—¿No tenéis ningún amigo en París, señor Porthos? —dijo la procuradora.

—Creía tenerlo —dijo Porthos adoptando su aire melancólico—, pero he visto claramente que me equivocaba.

—Lo tenéis, señor Porthos, lo tenéis —prosiguió la procuradora en un transporte que le sorprendió a ella misma—; venid mañana a casa. Vos sois hijo de mi tía, por tanto mi primo; venís de Noyon, en Picardía; tenéis varios procesos en París y estáis sin procurador. ¿Habéis retenido todo esto?

—Perfectamente, señora.

—Venid a la hora de la comida.

—Muy bien.

—Y manteneos firme ante mi marido, que es marrullero pese a sus setenta y seis años.

—¡Setenta y seis años! ¡Diablo! ¡Hermosa edad! —repuso Porthos.

—La edad madura, querréis decir, señor Porthos. Por eso el pobre hombre puede dejarme viuda de un momento a otro —continuó la procuradora lanzando una mirada significativa a Porthos—. Afortunadamente, por contrato de matrimonio, nos hemos pasado todo al último que viva.

—¿Todo? —dijo Porthos.

—Todo.

—Ya veo que sois una mujer precavida, mi querida señora Coquenard —dijo Porthos apretando tiernamente la mano de la procuradora.

—¿Estamos, pues, reconciliados, querido señor Porthos? —dijo ella haciendo melindres.

—Para toda la vida —replicó Porthos con el mismo aire.

—Hasta la vista entonces, traidor mío.

—Hasta la vista, olvidadiza mía.

—¡Hasta mañana, ángel mío!

—¡Hasta mañana, llama de mi vida!

Capítulo XXX
Milady

D’
Artagnan había seguido a Milady sin ser notado por ella; la vio subir a su carroza y la oyó dar a su cochero la orden de ir a Saint-Germain.

Era inútil tratar de seguir a pie un coche llevado al trote por dos vigorosos caballos. D’Artagnan volvió, por tanto, a la calle Férou.

En la calle de Seine encontró a Planchet que se hallaba parado ante la tienda de un pastelero y que parecía extasiado ante un brioche de la forma más apetecible.

Le dio orden de ir a ensillar dos caballos a las cuadras del señor de Tréville, uno para él, D’Artagnan, y otro para Planchet, y venir a reunírsele a casa de Athos, porque el señor de Tréville había puesto sus cuadras de una vez por todas al servicio de D’Artagnan.

Planchet se encaminó hacia la calle del Colombier y D’Artagnan hacia la calle Férou. Athos estaba en su casa vaciando tristemente una de las botellas de aquel famoso vino español que había traído de su viaje a Picardía. Hizo señas a Grimaud de traer un vaso para D’Artagnan y Grimaud obedeció como de costumbre.

D’Artagnan contó entonces a Athos todo cuanto había pasado en la iglesia entre Porthos y la procuradora, y cómo para aquella hora su compañero estaba probablemente en camino de equiparse.

—Pues yo estoy muy tranquilo —respondió Athos a todo este relato—; no serán las mujeres las que hagan los gastos de mi arnés.

—Y, sin embargo, hermoso, cortés, gran señor como sois, mi querido Athos, no habría ni princesa ni reina a salvo de vuestros dardos amorosos.

—¡Qué joven es este D’Artagnan! —dijo Athos, encogiéndose de hombros.

E hizo señas a Grimaud para que trajera una segunda botella.

En aquel momento Planchet pasó humildemente la cabeza por la puerta entreabierta y anunció a su señor que los dos caballos estaban allí.

—¿Qué caballos? —preguntó Athos.

—Dos que el señor de Tréville me presta para el paseo y con los que voy a dar una vuelta por Saint-Germain.

—¿Y qué vais a hacer a Saint-Germain? —preguntó aún Athos.

Entonces D’Artagnan le contó el encuentro que había tenido en la iglesia, y cómo había vuelto a encontrar a aquella mujer que, con el señor de la capa negra y la cicatriz junto a la sien, era su eterna preocupación.

—Es decir, que estáis enamorado de ella, como lo estáis de la señora Bonacieux —dijo Athos encogiéndose desdeñosamente de hombros como si se compadeciese de la debilidad humana.

—¿Yo? ¡Nada de eso! —exclamó D’Artagnan—. Sólo tengo curiosidad por aclarar el misterio con el que está relacionada. No sé por qué, pero me imagino que esa mujer, por más desconocida que me sea y por más desconocido que yo sea para ella, tiene una influencia en mi vida.

—De hecho, tenéis razón —dijo Athos—. No conozco una mujer que merezca la pena que se la busque cuando está perdida. La señora Bonacieux está perdida, ¡tanto peor para ella! ¡Que ella misma se encuentre!

—No, Athos, no, os engañáis —dijo D’Artagnan—; amo a mi pobre Constance más que nunca, y si supiese el lugar en que está, aunque fuera en el fin del mundo, partiría para sacarla de las manos de sus verdugos; pero lo ignoro, todas mis búsquedas han sido inútiles. ¿Qué queréis? Hay que distraerse.

—Distraeos, pues, con Milady, mi querido D’Artagnan; lo deseo de todo corazón, si es que eso puede divertiros.

—Escuchad, Athos —dijo D’Artagnan—; en lugar de estaros encerrado aquí como si estuvierais en la cárcel, montad a caballo y venid conmigo a pasearos por Saint-Germain.

—Querido —replicó Athos—, monto mis caballos cuando los tengo; si no, voy a pie.

—Pues bien, yo —respondió D’Artagnan sonriendo ante la misantropía de Athos, que en otro le hubiera ciertamente herido—, yo soy menos orgulloso que vos, yo monto lo que encuentro. Por eso, hasta luego, mi querido Athos.

—Hasta luego —dijo el mosquetero haciendo a Grimaud seña de descorchar la botella que acababa de traer.

D’Artagnan y Planchet montaron y tomaron el camino de Saint-Germain.

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