Luto de miel (11 page)

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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Luto de miel
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—¿Vas a morir?

Me protegí las pupilas de la luz cegadora. Mi reloj. Las tres de la madrugada… Ese sueño espantoso, con sabor a realidad. Suzanne en peligro. Presencias, a su alrededor y de Éloïse… Sacudí la cabeza.

—¿Co… cómo?

—La enfermedad, en tu estómago. ¿Te matará?

La corrosión de la sal sobre las retinas. Las perlas que gotean de la frente.

—¿Cómo has…?

… Entrado…

Había dejado la puerta sin cerrar, con la voluntad secreta de verla aparecer para que, cosa imposible, me acompañase hasta dormirme. Y de repente, surgía de las tinieblas, en el corazón de los raíles, tan erguida como la figurita de un pesebre. Corté la corriente de la red y me senté sobre la cama, atontado por un despertar demasiado brutal. El pecho me vibraba bajo la cabalgada del corazón.

—No… ¡No puedes venir de noche a mi casa, así!

—Mamá está en el trabajo. No me gusta quedarme sola.

—Yo… Tu madre… Mañana, tengo que pillar a tu madre. Esto no puede seguir así… ¿Qué…? ¿Qué pensará la gente? ¡Piénsalo! ¡Piensa un poco si alguien te ve venir aquí! ¡Podría tener serios problemas!

Apuntó con un dedo acusador.

—¡Es culpa tuya! ¡Eres tú el que ha dejado abierto! ¿Me invitas y ahora me pides que me vaya?

Uní las manos a lo largo de mis calzoncillos, cabizbajo.

—No es eso, pero… Tienes una mamá. Es ella quien debe ocuparse de ti… ¡Y los niños no deben pasearse de noche! ¡Es peligroso!

Cerró la boca, inmóvil, frente a mí. Llevaba unos bonitos botines encerados. Botines rojos con una bata, una idea curiosa.

Quise ponerle la mano sobre el hombro, pero se apartó, el rostro impenetrable.

—Escucha —susurré—. Voy a acompañarte hasta tu apartamento, ¿vale?

No hubo respuesta. ¿Pero qué quería esa maldita niña? Su madre me oiría, ¡vaya si me oiría! Tras un bostezo diabólico, me dirigí hacia la cocina arrastrando los pies. Notaba sus pasos de ratoncito, detrás de mí. Mientras servía leche para ambos, una palabra me volvió de repente a la mente.

Me agaché y le tendí un vaso:

—Me has dicho que estoy enfermo, antes. ¿Por qué?

Giró la cabeza, rechazando la leche.

—No has parado de tener pesadillas —me confió—. Has contado muchas cosas… ¿Qué es esa historia de roble y fresno?

—Me… ¿has mirado dormir? ¿He hablado del roble y el fresno?

—¡Sí! ¿Qué es?

—Un secreto, entre mi mujer y yo, que no quiero compartir…

—Sé más de lo que crees.

El niño que vela por el adulto, el mundo al revés. ¿Qué tenía que ver en esto? ¿Todo el simbolismo sobre el desorden de mi vida? ¿O, en definitiva, se reflejaban, en esos ojos húmedos, las debilidades de un padre venido a menos?

—Nadie tiene que saber que estoy enfermo, ¿de acuerdo? ¿Podrás guardar silencio? Sólo me ha picado un mosquito malo y me voy a curar, porque estoy tomando un medicamento.

Se escupió en las manos.

—¡Prometido!

—Estupendo. Ahora… Vamos a bajar a tu casa…

Sacudió con fuerza la cabeza.

—¡No y no! ¡Ahora no! Yo… —lo observaba todo a su alrededor—. ¡Tengo que curarte! ¡Si no, te morirás! ¡Lo sé!

Me encogí de hombros, aunque leí en su rostro un pánico increíble.

—Que no, no voy a morir. Ya te lo he dicho. Tengo medicamentos, todo irá bien.

Se giró con esa impaciencia dura de los felinos enjaulados.

—¡Lo sé! ¡Sé como curarte! La sangre… Es tu sangre la que está enferma. Todo saldrá de aquí. ¡Hay que pararlo todo! ¡Rápido, muy rápido! Si no hacemos nada, se propagará por todo tu interior. ¡Te matará, te matará y me dejarás sola!

Hablaba sola, iba, venía, volvía a ir, en el movimiento perpetuo de esos sabios locos que buscan sin encontrar.

—¡Para de moverte así, vas a volverme loco!

—Te morirás… ¡Es Éloïse quien me lo ha contado! Te llama, Franck, te llama a su lado, ¡pero me niego a que me abandones! No tienes que marcharte, ¿lo entiendes? Una solución… Una solución… ¡Rápido! ¡Rápido! La sangre… Todo vendrá de la sangre…

El tornado moreno empezó a abrir los armarios, la puerta de la nevera, los cajones.

—¡Pero para ya! ¡Y para de pronunciar el nombre de mi hija! ¡Para, te lo ruego!

—¡La sangre! ¡La sangre enferma!

Se tiró sobre la luz y la apagó. La oscuridad total. Ruidos de chatarra. Un silbido. Un soplo. La mordedura del acero sobre mi brazo. El dolor que me dobla.

Ruido, sobre el suelo. Flop, flop. Un líquido pegajoso que me corre por el codo. Me levanté, lancé los dedos hacia la pared. El interruptor.

Rojo. Rojo por todas partes. Un corte, sobre la muñeca. Vertical, entre dos venas. El ojo de poli concluyó que era una herida superficial. No necesitaría sutura. Menuda suerte.

La niña había desaparecido, el cuchillo de hoja grande yacía en el suelo, sangriento de vida. Me enrollé un pañuelo alrededor de la muñeca y apreté con toda mi fuerza con la otra mano.

Y lloré, lloré sin contenerme, abatido por esas preguntas sin respuesta.

Me había agredido. ¿Por qué? Violencia instantánea. Comportamiento imprevisible. Miedo a la soledad. Abandonada a su suerte, noche y día. Sin padre, madre ausente. ¿Cómo no iba a perder el control? Tras haberme puesto un apósito, bajé a la planta baja, enfurecido contra esa progenitora irresponsable. Puerta siete. Cerrada.

—¡Abre, pequeña! ¡Abre la puerta!

No me abrieron. Subí refunfuñando, con los puños apretados. La niña estaba enferma y nadie se ocupaba de ella. Mañana, la madre se enfrentaría a mi furia.

Capítulo 13

La lenta respiración de las lamparillas en la central, destellos de vivos posados sobre informes criminales. En los pasillos, rostros descompuestos, ojos hinchados, bosques de bostezos.

Las cinco de la madrugada. Tras el episodio del cuchillo, no había conseguido conciliar de nuevo el sueño. Las voces habían vuelto a surgir de lo más profundo de mi ser, querían ser tranquilizadoras, reconfortantes. Suzanne me hablaba cada vez con mayor frecuencia, pero en cuanto dibujaba su rostro en mi cabeza, sólo surgía esa expresión de terror, impresa en las facciones de ambas antes de que el vehículo las arrollara… La presencia de esas voces se convertía en acoso.

Frente a mí, informes de autopsias, de entomología, de toxicología; horribles disecciones de existencias. A un lado, un tocho sobre la malaria, otro sobre los vectores de transmisión. Menos hojas sobre la vida de los Tisserand que sobre su muerte, un pequeño montículo de fotos. Instantáneas de la iglesia, del mensaje, primer plano de las heridas torturadas, larvas atareadas. Tan sólo el desayuno de un poli…

Y las horas que pasan volando…

—¿Es que ahora habla solo?

Me sobresalté, con las pupilas destrozadas, y lancé miradas perdidas a mi alrededor. Sibersky. Mi reloj. Las ocho y media. El teniente acababa de llegar, bien afeitado, aunque tenía profundas ojeras que delataban una noche bien corta.

—Esto…, estaba reflexionando en voz alta.

Señaló mi antebrazo izquierdo.

—Si hubiese sabido que el oficio era tan peligroso, habría dudado antes de firmar.

—Una lata —repliqué acariciando la costra.

—Del Piero me llamó, ayer por la noche… Me…

—Lo sé, estaba con ella. Los anófeles no son resistentes, menos mal. Pero no tenemos nada ganado. Recuerda lo que decía Diamond… Bueno, ¿y las colmenas?

Perdió el buen humor.

—Unos veinte apicultores en los alrededores. Hice las llamadas ayer por la tarde. Nada muy concreto. El gran problema es que muchas personas compran miel de colmena, impura y sin decantar. Conserva todo el contenido de vitaminas y sales minerales, así como las virtudes antisépticas. Según los profesionales, no hay nada mejor que un vaso de orina y tres cucharadas de miel bruta cada mañana. Me contentaré con creerlos. —Desplegó un mapa de la región parisina, moteado de puntos rojos—. Desgraciadamente, es la semana de las grandes mieladas —añadió—. La mayoría de los apicultores tienen jornadas sobrecargadas y no he podido contactar con ellos. Volveré a intentarlo durante la mañana.

Localicé Issy-les-Moulineaux y observé dos puntos en un radio de quince kilómetros.

—Verrières-le-Buisson… Sceaux… ¿Has podido contactar con estos dos?

—No, me salta un contestador.

Me despegué de la silla.

—Déjalo ya, voy a ocuparme yo mismo del asunto y acudir al lugar. Tú échale un vistazo a Internet, descúbreme si uno puede hacerse con bichitos un poco especiales, del tipo arañas peligrosas, mantis religiosas, insectos venenosos, investiga los mercadillos de intercambio y escudriña todo París para saber dónde y cómo se dan cita los apasionados de esos horrores con patas. Coge a Sánchez y Madison para que te echen un cable.

—También podemos hacernos cargo de las colmenas, si quiere. Seguramente tiene otras cosas que hacer.

Señalé con el índice el mapa.

—Existe una iglesia por ciudad. Nuestro asesino escogió la de Issy porque sabía que la estaban restaurando y que podía pasar por una puerta anexa para poner en escena su representación. Issy forma parte de su proximidad. Casualmente, encontramos dos tiendas de miel a… menos de veinte kilómetros del lugar del crimen.

Apilé los diferentes informes.

—La última vez que estuve en Verrières, fue con Suzanne, mucho antes del nacimiento de Éloïse… Me encanta ese pueblo y me hace mucha falta tomar el aire…

Cerré el programa de correo electrónico, apagué el ordenador y cogí las llaves del coche, mientras añadía:

—Ya has leído informes o estudios de casos de criminología. Ya sabes que los asesinos organizados, y más concretamente los de carácter perverso, evitan los paseos inútiles. Mucho, pero que mucho antes de actuar, acumulan la comida, añaden cerrojos a sus puertas, aíslan las habitaciones. Una salida supone un riesgo, ponerse al descubierto. Un vecino que viene a llamar a la puerta, las víctimas que sospechan de la ausencia y se ponen a gritar o a golpear las paredes, el miedo, también, de haber olvidado algo. ¿Me equivoco?

—No. Así es.

—De acuerdo… Calypso Bras, una de las ingenieras responsables del P3, me dijo que la miel perdía muy rápidamente las propiedades para atraer a los mosquitos, que había que recogerla diariamente. Eso implica que nuestro hombre insecto se ha visto obligado a salir de su guarida por lo menos una vez al día. Por tanto…

—Ha ido a lo más cercano… Y si vive cerca de Issy, se habrá desplazado a una de esas dos tiendas de miel…

***

Asentada al pie de las colinas, envuelta en los brazos de un valle, Verrières-le-Buisson desplegaba sus viejas murallas y sus alamedas verdes hasta las aguas límpidas del río Bièvre. Era la pequeña Provenza parisina, con aspecto de pueblo medieval donde, bajo la sombrilla de una mañana, uno podía olvidarse del negro de la goma y el barullo de los pitos. Tras más de veinte años, las calles seguían desprendiendo los mismos perfumes.

¿Y ahí? Oh… Suzanne… La tiendecita de cerámica donde habías comprado ese jarrón, con una protuberancia justo debajo del asa. ¿Su marca de originalidad, decías, su defecto encantador? Ese jarrón… ¿Qué habrá sido de él? Destellos anodinos de vida que, de repente, crecen y se convierten en fuegos artificiales desgarradores. Cuanto más nos aleja el tiempo, más me quema vuestra ausencia, queridas mías…

La granja apícola Roy Von Bart dominaba el campanario tras las colinas y las planicies. Un bonito remanso de paz, donde las abejas tenían como único límite el azul sombrío del cielo recostado sobre el azul verdoso de las cimas forestales. Una campanita despertó dos grandes ojos cuando entré en el antro de miel.

Una mujer delgada de larga cabellera gris levantó la cabeza de los cartones en los que amontonaba tarros de cristal vacíos.

—¿Señora Von Bart?

Sacó las manos de un cubo, se mojó el rostro alisado de finas arrugas antes de enjugarse.

—Sí. Perdóneme. ¿Puedo ayudarle?

Le expuse la situación. Buscaba a un hombre que hubiese comprado miel de colmena, cada día y sin tratar. Se echó el pelo ligeramente mojado hacia atrás, estimulando perfumes de flores cortadas.

—Tenemos muchísimos clientes que…

—… les encargan miel natural, lo sé. Pero intentará hacer un esfuerzo por recordarlo, porque seguramente ese individuo está casi implicado en un caso de homicidio.

Se llevó las manos esqueléticas a los labios.

—¡No puede ser!

—El hombre del que le hablo debe de tener entre veinticinco y cuarenta años, vino regularmente durante dos semanas pero desde ayer o anteayer ya no lo ve. Debe de ser fuerte, presenta quizás una peculiaridad física, un defecto en la cara… ¿No le dice esto nada?

A través de la cristalera, escudriñó la extensión de la finca, los ojos sumidos en la lejanía.

—¿Una peculiaridad física, dice? Mm… Me viene alguien a la memoria, un tipo muy original… Bueno, original no es el término adecuado, más bien diría… aparte. Mi marido y yo lo llamábamos el hombre sol.

Lo consideré con una mirada que pedía más explicaciones.

—¿El hombre sol? Empujó un embalaje bien lleno hacia un rincón antes de seguir hablando.

—Perdóneme… Sí, el hombre sol. Hace aproximadamente tres semanas, un hombre se plantó aquí con traje de apicultor. Guantes, buzo, pantalones, botas e incluso la máscara. Dijo que quería miel sin decantar y propóleos, que pagaría a buen precio si los extraía él mismo.

—¿Cómo? ¿Con traje de apicultor? ¿¡Pero!? ¿No le extrañó?

—¡Pues claro que sí! ¡Ya se lo puede imaginar! Pero me contó que era alérgico al sol, que no podía salir de día sin ir tapado de los pies a la cabeza. Una enfermedad rara, de la que me dio el nombre, el… «xeroderma pigmento» o no sé qué. ¿Tenía motivos para no creerle?

Sentí la impotencia de una planta verde en el fondo de un sótano. Había venido aquí, expuesto a la luz del día y sin embargo de incógnito.

—¿Así que nunca le ha visto las facciones?

—No, ni el menor centímetro cuadrado de piel. Ni siquiera podría decirle si era blanco o negro.

Bajo su larga frente redondeada, me calibró con una mirada viva.

—Físicamente, tenía exactamente su corpulencia. Alrededor de un metro ochenta y cinco calzado, bien ancho de espalda. Un tipo fuerte, con una voz grave, muy grave, como la de Ray Charles.

Apunté lo esencial en mi libreta. La punta del boli casi atravesaba el papel. ¡Con traje de apicultor! Maldito desgraciado…

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