Luto de miel (15 page)

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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Luto de miel
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—¿Qué?

Se tapó la boca. Proseguí.

—¿Dónde se lleva a cabo?

—En la plaza de Tertre, en Montmartre. Es un nectarno, de las nueve a las doce de la noche, pero…

Saqué el móvil.

—¿Qu… qué hace? —cloqueó Amadore.

—Van a venir unos colegas, vamos a formarle y poner un plan de acción en marcha. Esta noche, nos entregará a ese mexicano en bandeja.

—Y… ¿Y si no viene?

—Ya veremos… Mientras esperamos, vamos a bajar a su sótano. Acabo de tener una idea… mortal…

Capítulo 17

Un hombre con el torso al aire, agotado, agobiado por las secreciones de su cuerpo, que regresaba a su apartamento, muy solo en medio de su cansancio. Dentro de un puñado de horas, ese hombre volvería a recorrer las calles, bajo la noche pesada, con esa esperanza vana de cazar, una y otra vez, a esos fantasmas del crimen que teñían de rojo el asfalto con sus hojas relucientes.

Sábado, las siete de la tarde. El momento del ritual, mi pulso de esperanza.

Refrescado por la ducha, vestido, afeitado, se paseaba por las calles ya tranquilas del barrio hasta las paredes altas y rectas del parque de la Roseraie. A esa hora, las verjas estaban cerradas al público pero Marc, el vigilante, conocía mi historia y la importancia que revestía a mis ojos ese territorio de paseos. Pulsé el interfono, Marc apareció ante una de las ventanas de su casa y abrió dirigiéndome, a lo lejos, una amplia seña con la mano. Le contesté con la misma generosidad.

Mis amadas habían sido enterradas en su tierra del norte, en el vientre desgraciado del carbón gastado y de los armazones abandonados. Así que, demasiado lejos de ellas, venía a recogerme allí, cada semana, sobre esos mantos vibrantes de la fuerza de las rosas y de la grieta de sus yemas. En ese entorno de soledad, paseaba por los senderos adelgazados por la abundancia de los pétalos, mis dedos rozaban las cortezas francas de los olmos, las maderas pintadas de los viejos bancos en que se habían relajado tantos enamorados. Y, como cada sábado, a esa misma hora, lloraba. Lloraba muy bajito, con ese llanto cálido de niño que rodaba desde hacía tanto tiempo por mi corazón. Sin odio, sin dolor, ¡pero con tanto amor!

Marc, a menudo, me veía regresar, las mejillas torpemente secadas, los ojos brillantes, y me veía alejarme sin decir palabra, con esa misma seña cálida en la punta de los dedos. «Adiós, comisario, y hasta la semana que viene…». Mi epopeya siempre acababa en el fondo del parque, a la vuelta de un parterre de flores donde un magnífico roble ridiculizaba un fresno poco fuerte. Con Suzanne, habíamos escogido ese último, su tronco abollado, para grabar ahí nuestras iniciales; simbolizaba la fragilidad interior de los seres y la pureza delicada de los sentimientos. Me gustaba acariciar esas letras de antaño, recordar, sacar del fondo de mi memoria los labios hundidos de mi mujer y el rocío de sus palabras… Paul Legendre tenía razón: los árboles desprendían energía.

Pero esa noche mis dedos palparon otra cosa que nuestras inscripciones. Laceraciones, desgarros de corteza, tan profundos que el fresno sangraba. La «F» de Franck, la «S» de Suzanne ya no existían, torturados por la violencia de un cuchillo. La savia aún corría.

Me giré bruscamente. El sol poniente me cegó, resplandeciente entre la hojarasca. Las sombras se alargaban. Troncos, rosales, extensiones de hierba. Nadie. ¿Quién había podido hacer algo así? Mi secreto…

Entonces, de repente, lo supe. Una íntima evidencia. La chiquilla del número siete. ¡Esa pequeña endemoniada! La que me había oído soñar con el roble y el fresno…

Me lancé a través de las alamedas, atajé por los céspedes cuidados, sustituyendo las lágrimas por la furia, y luego llamé a casa del vigilante.

Un poco sorprendido, me tendió la mano, que envolví entre las mías.

—¡Marc! ¿Has visto venir a una niña por aquí, sola? ¡Debe de tener unos diez años, pelo castaño, bastante largo!

Me miró de arriba abajo, con una expresión de curiosidad.

—¿Ha ocurrido algo?

Le apreté con más fuerza las falanges. Se concentró un instante.

—Hay muchísima gente que se pasea aquí durante el día, incluidas numerosas niñas. ¿Cómo quieres que lo sepa?

—¿No has visto a nadie después de cerrar?

Sacudió la cabeza.

—Eres el único a quien dejo entrar en el parque fuera de los horarios… ¿Quieres entrar a tomar un té?

—No, no tengo tiempo, lo siento.

Marc no ocultó su decepción.

—Bueno… Si puedo ayudarte, si necesitas… hablar, no lo dudes…

Incliné la cabeza, dispuesto a marcharme, cuando me preguntó:

—¿Ahora vienes dos veces por semana?

—¿Cómo?

—Pues sí, ayer, y ahora hoy.

—¿Ayer? ¿Cuándo?

Me miró de forma extraña.

—¡Pero bueno! ¡A las diez y media, casi de noche! Llamaste al interfono: «Soy Franck Sharko. ¡Déjame entrar!». ¿Ya no lo recuerdas?

Me rasqué la frente.

—¡Mierda! ¿Pero qué es esta historia? ¡Ayer por la noche no me moví de casa!

Los ojos de Marc se abrieron de par en par.

—Pero…

—¿A quién viste anoche?

—Pues… De hecho, no me fijé mucho. Estaba oscuro, distinguí unos hombros anchos, una estatura alta, como la tuya. No…, no levantaste la cabeza en mi dirección, me pareció extraño porque siempre me saludas. Pensé que debías de estar cabreado o distraído…

Mis dedos se estremecían sobre los labios.

—¿Y la voz? ¿La voz? ¿De qué tipo?

—¡El interfono funciona muy mal, ya he pedido miles de veces que lo cambien! Las voces siempre son las mismas…

Acerqué mi rostro al suyo, a un palmo. La unidad de mis sentidos hervía.

—¿No has observado nada más?

—No, nada. Llamaste…, en fin, llamó otra vez un cuarto de hora más tarde, sin ni siquiera decir buenas noches, y luego se marchó… Ese… Ese individuo, ¿qué vino a hacer a mi parque?

—No tengo ni puñetera idea, Marc, no tengo ni puñetera idea —repliqué, secándome el rostro con un pañuelo.

Y desaparecí por el asfalto tibio, arrastrando los pies…

***

Los trenes… Poner en marcha los trenes. Arabesca de bielas, figuritas de vapor. Reflexionar. Me coloqué en el centro de la red, en posición del indio, los puños bajo la barbilla. Primero Del Piero, con las esfinges. Ahora yo, atacando mis tesoros enterrados. Nos había contaminado, afectado desde el interior, y ahora trabajaba nuestras almas. ¿Cómo había conseguido alcanzar mi intimidad hasta tal punto?

Un balance… ¿Quién lo podría haber adivinado, para la Roseraie? Ese rincón… Nuestro rincón. Nadie lo sabía. Las inscripciones, marcadas a cuchilladas… Nuestro fresno… Todo debía de venir de la pequeña, a la fuerza. Le había contado la historia a alguien. Un tipo con las mismas espaldas que yo. ¿Quién?

«—¿No te encuentras bien, Franck? ¡Explícamelo! Estoy dispuesta a escucharte.

»—¡Déjame en paz! Ahora no es el momento, ¿vale?». Puse en marcha la armada de locomotoras eléctricas, empujé la potencia al máximo, despertando el clamor brusco del acero.

Tras la violación de mis órganos, quemaba los recuerdos de mi mujer, destrozaba mi pasado. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

Nunca me habían temblado tanto las manos. Sudaba por todo el cuerpo, una sequedad de horno me rodaba por la garganta. Necesitaba una más, otra vez. Una píldora mágica. Una droga peligrosa, pero necesaria.

Un silbido, detrás de mí. Giré la cabeza. ¡La niña! Iba y venía al fondo del salón, su mirada de felino clavada en mí. ¿De dónde había vuelto a salir?

—¡Mierda! ¡Tú, ven aquí! ¡Tengo una par de cosas que decirte!

—No digas a nadie que me conoces, Franck. ¡Sobre todo! ¡Es un secreto entre tú y yo! ¡No debes traicionar nunca ese secreto! ¡Nunca! Si no…

Me levanté de un salto, furibundo, con los puños apretados. Quería lanzarme en su dirección, pero golpeé con el pie un convoy a toda mecha y di vueltas por los aires hacia delante, con ese último reflejo de evitar la catástrofe ferroviaria aterrizando sobre las palmas. Sin embargo, un túnel explotó, el hombro izquierdo pulverizó una estación y aniquiló cualquier forma de vida ficticia en los alrededores. Vacas, personajes, arbustos… aplastados.

Me puse de pie, me propulsé por el salón pisándole los talones.

Ya había escapado por el pasillo.

Di un violento portazo, cerré con llave y grité:

—¡No quiero verte más aquí, ¿me has entendido bien?!

¿Por qué, una vez más, había dejado la puerta abierta? Me desmoroné en el suelo, la espalda pegada al suelo, y me tapé el rostro con los brazos.

«—Te estás viniendo abajo, Franck, te estás viniendo abajo. Tienes que reponerte, mi amor. Es difícil soportar la vida sin nosotras, pero no puedes hacer otra cosa. ¡Es así! No hay otra solución, amor mío. Créeme, no hay otra solución…».

Me levanté, hurgué el bolsillo del pantalón pringado de telas de arañas y polvo. El pastillero… ¡Había desaparecido! Debí de perderlo en ese maldito túnel, en casa de Amadore… En el botiquín, nada de nada. El mueble del cuarto de baño, vacío. ¡Joder! ¡Joder! ¡Joder!

Necesitaba una pastilla, de forma imperiosa. Todo, cualquier cosa. Una pastilla, poco importa la sustancia. Willy…

Sonó mi móvil.

—¡Sh… Sharko!

Era Sibersky.

—¡Comisario! ¿Qué demonios está haciendo? ¡Ya estoy en el lugar, con Amadore!

Eché un vistazo al reloj. Las ocho y cuarto.

—¡Mierda, no he… visto pasar el tiempo!

—Pero… ¿Aún está en casa? Con el tráfico, necesitará horas para…

—¡No… te preocupes… por eso y empieza sin mí! ¡Ya voy!

Una última vez, antes de salir de esa tumba devorada por la voracidad de los trenes heridos, me entretuve a mirarme las manos, los dedos azorados, agitados por ese temblor permanente e impulsivo de los drogados…

Golpeé la puerta de al lado, pero Willy no me contestó. Sin pastillas… ¿Cómo iba a reaccionar mi organismo?

Capítulo 18

Los pasos lentos de los noctámbulos subían por las calles, entre la respiración apacible de los arces y la ralentizada de los tilos. Es bajo el fresco rosa del crepúsculo que la colina de Montmartre arde de vida, más allá de las viviendas grises y nubladas del cerco parisino.

Atrapado en las arterias congestionadas de la capital, no había conseguido unirme a Sibersky hasta las diez de la noche, la nuca dura de tensión. Al hilo de un frenazo, había estado a punto de chocar contra vehículos, siempre molestado por esas voces de ultratumba. En algún lugar dentro de mi cabeza, mi hija canturreaba, mientras mi mujer me aconsejaba que prolongara el combate de la vida. Esas palabras llegaban, se marchaban, luego volvían de repente, engrandecidas por sus gloriosas intenciones. En definitiva, esas voces querían el bien. Pero ¿cuándo me dejarían en paz?

El teniente vigilaba en la terraza de La Crémaillère, con un discreto auricular cuidadosamente metido en el conducto auditivo.

En dos ocasiones, lo había contactado por el móvil, al acecho de las novedades. Pero el lobo mexicano seguía haciéndose esperar.

Delante, en la plaza iluminada, filas ordenadas de vendedores desplegaban sus puestos de insectos. Espirales de moscas, fractales de hormigas, torbellinos de mariquitas que saltaban contra paredes translúcidas. Se despertaba un mundo de vibraciones, chirridos, un hormigueo controlado expuesto a la mirada curiosa de los transeúntes o de expertos apasionados que venían a encontrar alguna perla. Mantis religiosas, morios azules, escarabajos eremitas… El extremo izquierdo del mercado ensombrecía el cuadro con sus alineaciones repugnantes de arañas. Patas velludas, abdómenes tensos. En esa abundancia de mandíbulas, los rostros de los turistas hacían muecas, algunas mujeres, avivadas por una curiosidad peligrosa, incluso estaban a punto de sufrir una crisis nerviosa.

—¿Dónde está Amadore? —le pregunté a Sibersky mientras pedía una cerveza.

Echó un vistazo a mi vestimenta todo terreno, pantalón beige fino, camisa lisa y náuticos, y replicó:

—Ultimo pasillo. Sánchez lo tiene controlado. Madison se pasea por el mercado, en busca de ese mexicano. —Señaló mi móvil—. Del Piero ha intentado localizarlo antes de llamar aquí, hace diez minutos. ¿No ha contestado?

Mi Leffe llegó. Liquidé la mitad de un trago, para sustituir la pastilla. Un deseo irreprimible de mierda en las venas.

—No lo he oído, todo el mundo pitaba. ¿Qué quería?

—Tan sólo saber cómo iba todo. Tenemos que mantenerla al corriente después de la operación.

Me enjugué la frente sudorosa, escuchando apenas al teniente. Una vez vaciado el vaso, los dedos me temblaban un poco menos.

—No es muy de su estilo llegar tarde —me picó Sibersky—. Parece… nervioso. ¿No se encuentra bien?

Intentaba capturar mi mirada. Me levanté.

—Es esa porquería… de cloroquinina… Me retuerzo todo el día en el trono… Si me permites, voy a inaugurar el de esta cafetería…

Me largué al lavabo para echarme agua helada sobre la cara. Mis ojos se alzaron hacia el espejo que tenía frente a mí, esos ojos de apariencia, cansados de haber visto demasiado. Me encerré en un váter, hice grandes respiraciones, intenté calmar mis manos, masajeando una con la otra. «La niña, las laceraciones en el fresno, el asesino que usurpa mi identidad…». El estómago me torturaba, un mono atroz me crecía en la garganta. Las pastillas… Golpeé con los dos puños la pared y me levanté con violencia. Si tenía que vigilar a alguien hoy, se trataba de mí.

El sitio vacío de Sibersky fue una buena bofetada. ¡Esfumado! Me precipité al final de la terraza, escudriñé los alrededores. Los pintores, a la izquierda. La multitud sudorosa de los transeúntes, en la calle. Los pasillos animados, más hacia atrás. Pero no había policía.

Mi móvil vibró; descolgué de inmediato.

—¡Madison ha visto a un tío que podría cuadrar! —explicó Sibersky—. Tipo mexicano, bigote, con muchos anillos en los dedos. ¡Se larga en dirección a la iglesia, a lo opuesto de la plaza! ¡Está en mi campo de visión!

—¡Mierda! ¿Nos ha visto?

—No creo, está andando. ¿Lo trinco?

—¡No! ¡Ya voy!

Me lancé a la calle, a toda prisa, y di la vuelta a la plaza por una vía lateral. El corazón me subió rápidamente al rojo, la glotis se incendió bajo las exhalaciones ardientes. Esas malditas pastillas me destrozaban el cerebro y todo el interior.

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