Luto de miel (21 page)

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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Luto de miel
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Me puse de pie mientras me hacía preguntas en voz alta.

—¿Por qué instaló un sistema de este tipo? ¿Por qué ha cortado la corriente? O más bien dicho…, ¿por qué la hizo funcionar mientras estaba ausente?

Nos observamos un instante, sin encontrar respuestas. ¿Por qué la electricidad?

Di un último vistazo a la cámara. Chapa, polvo, tuercas.

—Sigamos.

—¡Espere! —dijo Del Piero—. ¿Y si hubiese una trampa? ¿Y si… nos esperasen insectos asesinos ahí detrás? ¿O… una bomba o… algo por el estilo?

—No tardaremos en saberlo…

—¡No! ¡Cre… creo que no deberíamos! Tengo… un mal presentimiento.

—Usted y sus presentimientos… Regrese a la barca si lo desea. Yo voy a entrar, con o sin usted.

Se me adelantó.

—Vamos allá…

Tuvimos que empujar con mucha fuerza para que corriese la abertura de hierro.

Entonces surgió, rodeándonos el rostro con su enorme mandíbula afilada. El frío.

—Hace un frío que pela aquí… —susurró Del Piero acurrucándose—. ¿Qué es esto?

Dirigí el haz hacia la izquierda, y luego al fondo, tiritando ligeramente. Ese bloque más amplio presentaba paredes acolchadas, cubiertas con capas y capas de aislante sonoro. Apunté la linterna al techo y la luz me volvió en pleno rostro.

—¡Hay un espejo gigantesco atornillado al techo! ¿Qué sentido tiene todo esto?

Hacia el lado, una gran sábana colgada de cable de acero dividía la sala en dos. Mientras nuestras linternas se tragaban el espacio cerrado, Del Piero se inmovilizó en un grito ahogado.

—Virgen santísima…

Seguí la dirección de sus ojos. En el sol artificial, un rostro. Párpados bajados, boca cerrada, labios cortados, de color azul morado.

Un ser desnudo, escarificado, marcado con una hoja, con los puños prietos entre esposas oxidadas. Los largos cabellos rubios morían sobre los hombros destrozados, petrificados en ese cuerpo inmóvil, sesgado en plena juventud. En los rincones opuestos, al otro lado de la sábana, dos juegos de esposas más, mancillados con sangre en los cierres. Ni colchón, ni mantas. Sólo tazones de agua, cubos donde fermentaba una mezcla de deyecciones. En un último ángulo, dos climatizadores. Al mínimo: Diez grados.

Me acerqué con aprensión, un nudo en la garganta, la frente llena de arrugas, mientras Del Piero recuperaba el aplomo de poli. El olor a muerte crecía, en aquella hediondez acre, impregnada del hielo de las tinieblas. Sobre las paredes, marcas de arañazos, mezcladas con sangre. Trozos de uñas e incluso, clavada en un panel de espuma, la uña entera de un pulgar.

Me agaché, con una mano en la boca, observando desde más cerca la cuadrícula de heridas. Brazo, antebrazo, pecho, flancos, muslos, pantorrillas. No había escatimado nada. Iluminé desde más cerca. Algo fallaba. Las magulladuras no habían sangrado. Habían…

De repente, los músculos se sobresaltaron, los párpados se apartaron para abrirse sobre pupilas de un negro furibundo. Unas manos me agarraron el pelo, tirándolo con rabia en chillidos atroces. Se me crisparon las facciones de dolor, mientras Del Piero me levantaba hacia atrás, gritando a su vez:

—¡Está viva! ¡Dios mío! ¡Está viva!

Maria Tisserand se agachó, la cabeza le cayó entre los muslos desgarrados. El horror estalló en mi cara. Esa cera, en el interior de las heridas…

El propóleos… El propóleos líquido, al endurecerse con el frío, había impedido la hemorragia. Una tortura sin igual, que provocaba la agonía y la alejaba sin cesar, como una marea de sal ardiente. Veía esas cadenas, del otro lado de la sábana. Me imaginaba a los padres, los ojos clavados en el espejo del techo, perdidos en esa visión indirecta, rogando a Dios que cesase ese calvario, esas ignominias que tuvieron que soportar hasta su muerte, sin saber, sin saber cuántos días más iba el monstruo a someter a tal suplicio a su hija.

Del Piero se levantó lentamente, mostrando ese gran desamparo de las madres.

—Hay que… llamar… La ambulancia… Hágalo…, comisario… Por favor…

No había cobertura, con todo ese metal. Subí corriendo, avisé al servicio de urgencias. El sol crecía, la bruma se disipaba, el calor aumentaba, reptando sobre las malditas chapas…

Me precipité otra vez hacia abajo, vociferando:

—¡La puerta! ¡Hay que cerrar la puerta!

¡El termómetro! ¡Tres grados más, ya! Nos encerré en el interior, mirando fijamente a Del Piero con una mirada perdida.

—¡La temperatura! ¡Si la temperatura sube, el propóleos se derretirá! ¡Joder! ¡Necesitamos… corriente!

Otra apertura de puerta. Nuevo telefonazo. Repunte del mercurio.

Del Piero acariciaba el rostro perdido, con toda su ternura. La chica vibraba en un terror demente, le sangraban las muñecas, tanto había luchado contra las esposas, una y otra vez.

No había palabra para consolarla, ya no gemía y sin embargo su boca permanecía abierta, saturada por esa violencia palpable.

Y, en esos territorios de carne destrozada, de yemas ensangrentadas, las heridas se alargaban con cada gesto, la onda roja corría bajo el propóleos que, ahora, viraba más al amarillo claro, dispuesto a liberar un magma de muerte a la mínima subida del termómetro.

—¡No se mueva más! ¡No se mueva más! ¡Se lo ruego!

Catorce grados. El astro brillaba sobre la chapa con un furor sordo; pronto la sauna escupiría su peligroso calor. En el negro del confinamiento, entre los muslos de Maria, vertía ese hilillo de vida de un púrpura demasiado oscuro. ¿Cuántas veces había sido violada, humillada, maltratada bajo la mirada de una madre enfermiza, de un padre, torturada en las entrañas? Apreté los puños hasta clavarme las uñas en las palmas. Pensaba en mi fresno escarificado, en los pósteres acuchillados, en la habitación de esa mártir, en toda esa abyección que brotaba como un géiser de sangre. ¿Qué clase de monstruo era? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

Los ojos rodaban locos en mis órbitas, la cólera atravesaba los poros de mi piel bajo ese sudor grasiento, repugnante, ese lastre de secreciones que arrastraba a todas partes. Me levanté bruscamente y, a pesar de estar abatido por la impotencia, puse la mano sobre un segundo panel.

—Debemos averiguar qué hay ahí detrás… Ocúpese de ella…

Del Piero asintió, dándole un beso a la chica en la frente.

Abrí y volví a cerrar de inmediato. Mi haz reveló los abismos de lo desconocido. Un colchón en el suelo. Un pequeño banco, cubierto de repelentes contra mosquitos para la piel, pastillas de quinina y vitamina B6. Al fondo, una silla debilitada, una mesa coja que soportaba decenas de libros, estriados de moho.

Dibujos por todas partes, al carboncillo, pegados con celo a las paredes, sobre el techo de acero. A decenas y a centenares. Frescos de terror, patchworks de furia. Dos hombres con las caras deformadas, que blandían las manos sobre un cuerpo de un niño acurrucado. Grandes mandíbulas grises, colgadas encima de una cama forrada de arañas. Trompas gigantes de mosquitos, que cavaban el mármol de una tumba. Y, siempre, cielos de tormentas hinchados de relámpagos, saturados de nubes repugnantes. La cabeza me daba vueltas. Ya no quedaba ni un centímetro cuadrado de chapa visible. El Mal. El Mal desplegaba sus largos tentáculos negros.

Volví a girar sobre mí mismo. La Maglite desvelaba cada vez atrocidades crecientes. Ahí, un póster, sobre una mesa, que representaba la copia en color de un cuadro del Louvre. Mi corazón dejó de latir momentáneamente. El Diluvio.

Cuerpos enredados, desnudos, de gestos dramáticos, golpeados por el tumulto de las aguas. Niños rotos por las olas, mujeres destrozadas, implorando al Señor, hombres que intentaban escapar de la furia celestial. Las frágiles embarcaciones se rompían, en ese caos de horizonte torturado, de mar furiosa, mientras al fondo, el Arca se alejaba sobre crestas de espuma.

Cuatro pesos impedían que el póster se enrollase. Enfocadas hacia la obra, dos lámparas. El asesino estudiaba ese cuadro. Con la mayor atención. Adivinaba sus dedos, recorriendo esos seres camino de la perdición; veía su lengua girar sobre sus labios, mientras las falanges acariciaban cada silueta abatida. ¿Qué buscaba en esa hecatombe? «Entonces, al son de la trompeta, la plaga se extenderá y, bajo el diluvio, volverás aquí, porque todo está en la luz».

El Diluvio. El último eslabón del enigma estaba cayendo…

Me levanté, los ojos clavados en otra pared. Originalmente, esos compartimentos debían de servir para separar las diferentes mercancías, pero él les había asignado una función más personal. ¿Cuántas cámaras macabras recelaba aquella bodega gigantesca?

Hice bascular la abertura de chatarra con todas mis fuerzas, con un estruendo dramático. Efluvios de marismas, hongos me arrugaron repentinamente el rostro… Así como un calor de horno.

Temblores de alas, zumbidos dementes. En el suelo, en inmensas cubas cubiertas con mallas, centenares de mosquitos vibraban, aglutinados sobre las paredes translúcidas. El agua verdeaba de microbios, larvas, huevos, bichejos reventados. Bien encerrados, en un sitio seco, unos ratones chillaban, aplastados por el peso de los insectos, que les chupaban la sangre. Detrás, entre dos cristales, tierra, excavada con túneles. Vestigios de un hormiguero… vacío… Esas trincheras de tinieblas desvelaban lo inimaginable, las fronteras de una fortaleza negra, oculta en los limbos de un espíritu enfermo.

Desde lo más profundo de mi terror, me di cuenta de que tres de las cinco cubas habían sido vaciadas de sus hordas sanguinarias. Faltaban miles de mosquitos. La plaga… Quizá llegábamos demasiado tarde…

Me llevé los dedos a las sienes, cerré los ojos en busca de una calma interior, apelando a recursos que me ayudarían a entender, a entenderlo a
ÉL.
El Diluvio, el Apocalipsis, los carboncillos, los Tisserand…

«—¡Franck! ¡Hijo de puta! ¿Qué estás haciendo? ¿Aún no te has reunido con nosotras?

»—¡No! ¡Dejadme! Yo…

»—¡Ven! ¡Ven! ¡Métete ese jodido cañón en la boca y dispara! Vam…».

Gritos. Gritos, largos y dolorosos, de una mujer. ¡Muy reales! Estaba en el suelo, la cabeza contra la chapa, febril de sudor. El cañón en la boca…

¿Qué me estaba ocurriendo?

Me levanté, perdido, desubicado, me precipité hacia atrás, atravesé las salas de horror, salté por encima del colchón, me golpeé con la silla y caí con fuerza sobre montones de dibujos. Con toda mi agresividad, abrí el compartimento. Del Piero estaba arrodillada, las manos cubiertas de sangre.

—¡El propóleos! ¡El propóleos se está fundiendo!

Rezumaban gotitas de las heridas, mientras la cera se reblandecía lentamente. Brazos, muslos, pecho, hombros. Maria estaba inmóvil, la mirada fija sobre la bóveda, una plegaria en la punta de los labios. Me quité la camisa, la rasgué en jirones, mientras me chorreaba el cuerpo.

—¡Tenga!

Enjugamos los derrames nacientes, muy rápidamente el azul de mi prenda se tornó rojo vivo. Otro foco se desplegó en el tobillo. Y luego ahí, bajo el pecho derecho. El cuerpo mutilado crujía como un viejo navío. La desgraciada nos suplicaba con sus grandes ojos almendrados, la boca abierta, esa boca que seguía preguntando «¿por qué?».

Del Piero, a toda velocidad, se arrancó la sudadera con movimientos locos, casi vanos. Y susurraba, con ensañamiento, sin cesar ni un solo segundo, «todo irá bien, todo irá bien, todo irá bien…».

Las lágrimas crecían sobre las mejillas de Maria, nuestras miradas oblicuas se cruzaban, vacías de esperanza, paralizadas de impotencia.

Del Piero sólo encontró caricias que dirigirle, expresiones tiernas, plegarias mudas. Ninguno hubiese tenido la indecencia de interrogarla, tan cerca de la tumba.

Maria esbozó como una sonrisa, mientras se le cerraban los ojos; la muerte llegaba, extrañamente dulce. La mujer, a mi derecha, se enroscó a su lado, la estrechó entre su brazos, le pasó una mano por el cabello, a punto de estallar en llanto.

Me precipité hacia el exterior, vociferando hasta hartarme, golpeando las barandillas hasta hacerme sangrar los puños. ¡No! ¡No! ¡No!

Ahí, en la canícula, ya únicamente se despertaba el chirrido de los cascos fantasmas, innombrables, mientras alrededor el bosque se cernía esa gran mano posesiva. Luego subió Del Piero, los brazos cruzados sobre el pecho lechoso, temblorosa, diciéndome sin palabras que todo había terminado…

Capítulo 22

La chalana se había convertido en un tumulto de voces e idas y venidas constantes. Policías, forense, inspectores, altos cargos de la sanidad pública… Los técnicos de la policía científica habían entrado con prioridad para crear un pasillo de cintas por el que podíamos circular sin correr el riesgo de contaminar los elementos sensibles. Pelos, huellas dactilares, escamas de piel, polvo. Van de Veld iba a continuación, con el maletín de aluminio en la mano.

Apoyado en la barandilla, observaba las ondulaciones que se deslizaban de popas a proas. El astro brillaba con su más bonito amarillo, imponente en ese profundo cielo azul. En circunstancias normales, podría haber sido una bonita jornada.

Pero la muerte merodeaba. En nosotros y a nuestro alrededor.

Poco a poco me invadía el cansancio. Las manos me temblaban un poco menos. Más de quince horas sin antidepresivos ni estimulantes, Deroxat, Guronsan, Olmifon, Tranxene. Ni siquiera vitamina C. La penuria de píldoras, en el apartamento, quizás era una cosa buena, al fin y al cabo. Habría que aguantar sin ellas, enfrentarse a las llamadas de socorro del cuerpo y resistir. No volver a hundirse…

Leclerc, corbata gris y rostro sombrío, me tendió un café.

—Deberías volver a tu casa un par de horas —dijo apoyándose a su vez en la barandilla—. El tiempo de llegar los primeros análisis. ¡Ya no tienes ni camisa y, francamente, tienes un careto que asustaría a un pulpo!

Me palpé el rostro. Pelos crujientes, ojeras profundas, arrugas pronunciadas. En efecto, nada muy bonito.

—¿Y Del Piero?

—Abajo, con los técnicos… Se ha puesto la camisa de uno de nuestros hombres. Un pedazo de mujer, no se detiene fácilmente; ella tampoco…

Se aclaró la voz.

—Ese cabrón asesino sabe que estamos aquí…

—¿El detector en la sala de máquinas?

—Sí. Estaba acoplado a una vieja estación de emisión que ha podido enviar ondas de radio en, estima el experto, un radio de unos veinte kilómetros. Es decir, hasta las puertas de la capital.

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