Luto de miel (29 page)

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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Luto de miel
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La Trompette Blanche, como una foto antigua, cuyos colores amarilleaban con el tiempo pero sin perder su identidad profunda. A ciencia cierta, los aldeanos de hace veinticinco años no se habían movido.

—Uno de sus vecinos, el señor Dumortier, está bastante enfermo. Creemos que varias personas de la aldea, usted incluida, podrían estar afectadas por… una enfermedad.

—Una… ¿una enfermedad? ¿De qué tipo?

—La transmiten determinados mosquitos, aparece con la fiebre y…

—¡Vaya! ¡Por Dios! ¡Es eso! ¡Hay tres o cuatro que han pillado fiebre! ¡Todos pensaron que era un golpe de calor; el sol es tan malo este año! Y… ¿es peligroso?

—Se hace difícil darle más detalles por ahora. Un médico vendrá a auscultarla.

Dio un empujón con sus pies cansados, la mirada bruscamente evasiva.

—Qué rara esta historia… Mosquitos no hay nunca por aquí, pero el otro día vi un montón en la entrada. Otros también tenían en sus casas. Parecía una invasión.

Ese desgraciado no se había andado con chiquitas. Cuanto más siembro, más cosecho.

—¿No la han picado?

Señaló un jarrón rebosante de hojas de menta.

—¡Llevo treinta años frotándome los brazos y las piernas con menta fresca, cada noche! Una receta de mi madre, para la circulación sanguínea. Seguro que los ahuyentó.

Hablaba con simplicidad, como si esos «detalles» no la incumbiesen.

Adopté una expresión más grave.

—Escúcheme con gran atención, señora Fanien. ¿El nombre de Vincent le sugiere algo?

—¿Vincent? No, no… Para nada…

Había contestado muy deprisa, sin reflexionar realmente.

—¿Y Tisserand? ¿Viviane, Olivier Tisserand? Busque lejos, en el pasado. Se remonta a hace veinticinco años.

Volvió a mover la mecedora con un balanceo tranquilo.

—¿Veinticinco años? ¡Oh! Hace demasiado de eso… No, no, lo siento. Todo eso no me suena de nada.

—¡Haga un esfuerzo, por el amor de Dios! ¡Hace veinticinco años! Tuvo que ocurrir algo serio aquí, en la Trompette Blanche!

—¿Grave? Pero…

—¡Recuerde a dos médicos, los Tisserand! ¡Un chaval de quince años, Vincent! ¡Una mujer de cabellera larga rizada, joven y muy guapa, quizá su madre! ¡Con cicatrices, por todo el pecho! ¡Tiene que sonarle de algo, por Dios!

De repente se estremeció. Las mejillas que vibran, las manos sobre las sienes. El torbellino de un malestar.

—¡Vin… Vincent! ¡Qué estúpida soy! ¡Es de ese Vincent del que me habla!

—¡Sí! ¡Sí! ¡Ese Vincent!

—¡Oh! ¡Dios mío!

El recuerdo estaba ahí, en la punta de sus labios. Tan frágil, tan lejos, pero sin embargo muy cerca. Un pétalo a punto de eclosionar. Leí en sus ojos el desamparo de un marinero perdido. La mecedora se inmovilizó en un último crujido.

—¡Oh! Vincent… Vincent… Vincent…

Adopté una postura más emprendedora, la espalda hacia delante, la frente bien recta.

—Hábleme de él.

Sacudía la cabeza con desesperación.

—No me extraña que no se me haya encendido la bombilla… Después del drama, ningún habitante de la Trompette volvió a hablar de ello. Queríamos olvidar… Olvidarlo todo… ¡Oh! ¿Por qué vuelve a removerlo todo, después de tantos años? Es una cicatriz… tan dolorosa…

Su mirada triste se centró en la foto de su marido. La acompañaba en el silencio cuando señaló con un índice febril.

—Vincent vivía en la otra vertiente de esa colina…

—¿Con sus padres?

—Solamente su madre… Su padre los abandonó cuando su madre empezó a… oír las voces… No estaban casados… Eran tan sólo una pareja de hecho… Se marchó así, de la noche a la mañana. Nunca lo hemos vuelto a ver…

—¿Su madre oía voces?

Odette asintió, con los ojos clavados en los valles verdes.

—No tenía ni veinticinco años… Una mujer… preciosa… Pero era… una belleza envenenada… ¡Una representación oculta del Diablo!

Reaccionaba a sus propias palabras. Las arrugas se plegaban, el rostro se convertía en cólera.

—Juana de Arco, lo recuerdo… Todo el mundo, en la Trompette, la llamaba Juana de Arco… Estaba convencida de que… —La señora mayor se santiguó—. … el Señor la había escogido, junto a seis mensajeros más, para poner a prueba los hombres frente a los pecados. Los siete pecados capitales… —Contó con los dedos, muy despacio—. … Avaricia… Cólera… Envidia… Gula… Lujuria… Orgullo… Y pereza…

Esta vez, su mano señaló una Biblia, apoyada en una estantería. La yugular le latía con fuerza, toda azul sobre el cuello, muy pálido.

—Todo esto no tiene ningún sentido —prosiguió con una voz apagada—. Los pecados capitales no existen en la Biblia, ninguno de los Padres de la Iglesia los menciona. ¡No aparecieron hasta el siglo seis, no tienen nada que ver con Dios! ¡Era una absoluta… locura, surgida de un burdo error! ¿Y esa… loca pretendía hablar en nombre del Señor? ¡Y se atrevía a acudir a la iglesia, el domingo, arrastrando tras de sí a su pobre hijo! ¡La odié por eso! —Se llevó una mano temblorosa a los labios—. Recordar todo eso me pone la carne de gallina…

Cruzó los brazos sobre el pecho, con la mirada perdida.

—¿No la trataba nadie? ¿Un médico, un especialista?

—Duró años así. Cómo decirlo… Sólo estaba loca de forma intermitente. Podía trabajar, criar a su hijo, mantener su casa. Pero cuando las crisis la azotaban… se convertía en una persona totalmente distinta. Era… espeluznante… Mucho más tarde, vino gente con bata, le pusieron un nombre a su enfermedad… Esquizofrenia…

—¿Gente con bata? ¿Quiénes?

Estiró los brazos, el rostro arrugado, y se sirvió un gran vaso de agua. El cuello chocó contra el cristal, incluso derramó un poco de líquido sobre la mesa.

—¿Qu… quiere?

—Sí, por favor… ¿Quién eran esas personas con bata?

Emitió un largo suspiro.

—Quiere… Quiere despertar esa historia infeliz, así que se la voy a contar… Pero, se lo ruego… No quememos etapas…

—De acuerdo, de acuerdo… Tan sólo un pequeño detalle, antes. Su apellido… El apellido de Vincent…

Me lanzó una mirada ensombrecida.

—Sí, por supuesto. ¡Es policía, tan sólo esas cosas le interesan! ¡Nombres! ¡El resto, le importa un comino!

—Se equivoca. No puede saber hasta qué punto tengo ganas de conocerlo, saber quién era, por qué sufrió tanto. ¿Porque sufrió, señora, verdad?

Apartó una cortina de una de las ventanas de la fachada.

—Muchísimo… Se llamaba… Vincent Crooke. Sí, Vincent Crooke…

Por fin lo tenía.

—Vaya —anunció con el ojo pegado al cristal—, hay hombres con uniforme militar entrando en las casas. ¿Sería pedir demasiado que me dijese qué está ocurriendo?

—¡No… no preste atención! ¡Continúe, se lo ruego! ¡La historia!

—¡No antes de que me dé explicaciones! ¡Parece que también pretenden venir a mi casa!

—¡Maldita sea!

Me lancé al exterior, furioso. Dos tipos de paso duro se precipitaron hacia mí.

—Comisario principal Lallain, delegación de Grenoble —comenzó el más alto, con traje azul y corbata de rayas—. Y éste es el médico suboficial mayor Bracks.

—¡Joder! ¿Qué pinta el ejército aquí? —espeté sin tender la mano.

—¡Preferimos conservar el máximo control de la información! —contestó Bracks en un tono sin ambigüedades—. ¡Órdenes del Ministerio! ¡Vamos a llevar a esta población al servicio de parasitología del Hospital Militar de Grenoble, bajo nuestra escolta!

Lejos, muy lejos en el cielo, hubo un crujido de tormenta.

El aire se saturaba de una humedad eléctrica.

—¡Veo de qué va el tema! —repliqué en un tono seco—. ¡Discúlpenme, pero regreso al interior para acabar mi interrogatorio!

—¡Un momento! —intervino el poli—. Va a tener que detallarme todo el caso, Sharko, ¡y muy deprisa!

Mis nervios empezaban a tensarse. Llevé al dúo un poco aparte.

—No es momento de incordiarme con lo administrativo, ¿entendido? ¡Hagan su trabajo de recogida, yo acabaré el mío! ¡Esta gente la está diñando, tenemos cosas más urgentes que hacer que hablar!

Odette Fanien nos observaba a través de la ventana con los puños sobre el pecho.

Rodeados de batas y uniformes militares, los aldeanos se adentraban en las ambulancias alineadas en una larga procesión blanca. Hombres, mujeres, incluso niños. Sollozos ahogados rodaban por la llanura, mezclados a las lamentaciones siniestras de los más enfermos. El lugar no era más que una losa de gemidos, un campo mórbido desde donde estallaban sin medida plegarias violentas y gritos de incomprensión.

—¡Un jodido follón! —espetó Lallain soltándose la corbata y quitándose la chaqueta.

Un médico quiso cruzar el umbral de Odette Fanien. Me precipité sobre él.

—¡No entre ahí, maldita sea! ¡Me ocupo yo!

Emitió un gruñido antes de pasar a la casa colindante.

—Escuche, Lallain. Déjeme acabar ese interrogatorio en paz antes de llevarse a Fanien, ¿de acuerdo? ¡Después le contaré todo lo que quiera!

—Está bien, Sharko. ¡Pero espabile! No tenemos todo el día.

Me aislé, llamé a Leclerc y le comuniqué un apellido, Crooke, antes de regresar a esa casa minúscula, acurrucada en las profundidades de los Alpes. Ahí donde me esperaba el final de la historia…

Y el nacimiento de un monstruo…

Capítulo 30

La señora mayor ya no despegaba la frente de la ventana. Las personas con quienes había convivido toda su vida, sus vecinos, amigos, compañeros, desaparecían bruscamente, atrapados por la venganza de un solo ser.

—¿Qué está ocurriendo fuera? ¿Por qué hay ahí todas esas ambulancias? ¿Esos militares, esos doctores? ¡Ha hablado de una enfermedad! ¡Los mosquitos!

—Trasportan un parásito que podría provocar fiebres, pero los médicos les darán un tratamiento muy eficaz. Fuera, es impresionante, pero preferimos tomar precauciones y hacerles pasar exámenes en el hospital.

—¿El…, el hospital? Pero… ¿y usted? ¿Por qué la policía?

No soltaba el asunto. Esos cretinos de caqui habían aparecido realmente en el peor momento.

—Es… estoy buscando a Vincent. Pensamos que regresó a la Trompette Blanche a propagar esos insectos, para vengarse. Mire, señora Fanien, sé que es difícil para usted, pero tiene que contarme esa historia porque, si no, Vincent podría volver a hacerlo. ¿Lo entiende?

Odette se dejó invadir por las emociones, los surcos profundos de su rostro se comprimieron, se entrecruzaron, llamando a la pena, la cólera y el pesar. A punto de llorar, toda acurrucada en una silla, se presionó las mejillas de roca con un pañuelo.

—No nos lo merecíamos… No nos lo merecíamos…

Me coloqué a su lado y le cogí las manos.

—Ningún ser humano se merece algo así, sea lo que sea que haya podido hacer… Odette, se lo ruego… Ayúdenos a atraparlo.

Le cayó una lágrima y luego levantó la barbilla en señal de colaboración.

—Así pues —retomé muy bajito—, su madre oye voces, que le ordenan poner a prueba los hombres confrontándolos a uno de los siete pecados capitales. ¿Es así?

—Sí…

—¿Qué pecado se le confió?

Sus dedos nudosos se doblaron sobre los míos.

—La envidia… A través de la envidia, pondría a prueba la fidelidad. De la envidia nacería el adulterio, que la Biblia condena con severidad. La envidia iba a diseminarse por nuestras colinas apacibles como una gran serpiente hipócrita y destructora.

Sus palabras sangraban, su rostro volvía a oscurecerse, como las nubes que descendían furiosas sobre el valle. Un crujido más grave resonó en los valles. Se estaba acercando…

—Usará todos los subterfugios, los artificios para atrapar a nuestros maridos. Y lo conseguirá. ¡Vaya si lo conseguirá!

—¿Cómo?

—Con encanto. Con sobrentendidos. Con ropa provocativa. Con los baños que se daba al alba, desnuda, en la cascada, lejos en el bosque… ¡Oh! ¡Créame, los hombres conocían ese lugar! Luego… Más tarde descubrirán en su casa un montón de compuestos afrodisíacos o alucinógenos potentes… Especialmente hongos psilocibios, setas de la zona…

—¿Como filtros de amor?

—Algo así, sí…

—Le confieso que me cuesta entenderlo… ¿No deberían haber reaccionado? No sé yo, podrían…

Apoyó la palma sobre la mesa.

—¡Usted no ha vivido aquí, no sabe cuál era la mentalidad de la época! No lo puede entender…

Levanté la frente hacia las ondulaciones verdes. Imaginaba ahí al ser de carne de larga cabellera ondulada, ojos de jade, senos turgentes, surgida de uno de los dibujos de carboncillo para perfumar a los machos con sus pociones diabólicas.

—¿Y Vincent?

Inspiró profundamente, con los pulmones cansados.

—La policía nos contó más tarde que lo forzaba a espiar sus perversidades… En la habitación, había un espejo deformante en el techo que… hacía ondular los cuerpos… Un poco como los que hay en las ferias, ¿sabe?

Asentí.

—… También había un armario, en el que había practicado un agujero, donde encerraba al niño antes de llevarse a tipos a la cama… Un agujero demasiado alto para que el chaval tuviese los ojos enfrente… Así que supusimos que sólo veía a su madre…, de bies, por intermediación de ese curioso espejo… Nunca supimos… la razón de esa estratagema… Des… Des…

Su verbo se doblegaba, tanto la herían sus pensamientos. Volvía a apretarle con fuerza las manos entre las mías.

—Tómese su tiempo, Odette. Todo el tiempo que necesite…

—Después… del acto, se… mutilaba el pecho con… un cuchillo… Trazaba… una cruz… Como un trofeo más…

Ade… Además, parece ser que… que se había… hecho ligar las trompas… para… para no ser fecundada nunca más…

La ligadura de trompas. El tatuaje que representaba el nudo… Odette iba a venirse abajo, no llegaría hasta el final. Cogí las riendas de la conversación, inclinando un poco la cabeza.

—Creo que conozco el porqué de esa estratagema, el espejo deformante. ¿Quiere saber el motivo?

Levantó un rostro entristecido, asintiendo lentamente.

—La madre sólo quería mostrar a su hijo un reflejo de ella, una simple imagen. Quizá para hacerle sentir que no era ella quien actuaba, no su alma, sino solamente su envoltorio carnal. El cuerpo es únicamente un instrumento; el espejo lo desmaterializa aún más, lo aplana, lo deforma, lo desvincula de su propietario, separa la carne del alma… Creo que Vincent lo percibió así y nunca estuvo resentido con su madre… Incluso estoy convencido de ello…

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