Luto de miel (28 page)

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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Luto de miel
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Se encogió contra la ventana del acompañante.

—Déjeme marcharme… Se lo ruego… Qué… ¿Qué me va a hacer?

—¡Pero si no voy a hacerle nada! ¡¡Esto es de locos!! ¿Por quién me ha tomado?

—Se… se ha creado un universo demente… Esa gente no tiene… el paludismo… Usted no es… comisario de policía…

—¡Ah, vale! Quizá debería haberle informado antes, es verdad que la situación…

—Tampoco hay nadie en la parte trasera de este coche… Ninguna niña… Todo esto… sale de su imaginación.

Frené bruscamente y lo cogí del cuello. Varios coches frenaron y pitaron.

—Está empezando a calentarme las orejas, ¿vale?

En la parte trasera, la niña hacía muecas, tirándose de la nariz y levantándose los párpados.

El médico se estaba poniendo histérico. Abarcó la parte trasera del habitáculo con grandes gestos circulares.

—¡Nada! ¡No hay absolutamente nada! —vociferaba—. ¡Está en su cabeza!

La niña deslizó su cara entre nosotros.

—Es porque no puede verme —susurró—. No tiene esa sensibilidad que tienen algunos, predispuestos… Tú eres… diferente… Nunca lo podrá entender. No pierdas el tiempo con él, ¿vale? Nunca deberías haberlo traído aquí… Es un científico, los científicos son peligrosos…

Me llevé las manos a la cabeza.

—¿Pero qué estás diciendo? No puede ser… ¡Doctor! ¡Dígame que la ve! ¡Está justo aquí! ¡Detrás de usted! ¡Bata azul! ¡Zapatos rojos! ¡Willy, mi vecino, también la conoce!

Flament sacudió la cabeza.

—¡No hay nada, señor…! ¡Absolutamente nada…!

Los brazos me huían, las piernas me fallaban. Una increíble impresión de evaporarme.

—Ya… Ya no puedo conducir… Hágalo usted, doctor, por favor… Vamos a ese lugar…

—De acuerdo, pero… prométame que me dejará marchar en cuanto… haya… examinado a esas personas…

Salí del coche, titubeando, mientras él ocupaba mi sitio al volante.

La niña me seguía con la mirada, esa mirada de un negro profundo, brillante como una piedra de vida. Mientras me sentaba, se deslizó entre los asientos y me puso el dedo sobre los labios. Ese dedo, cuyo calor no percibí.

—¡Sshh! Franck… ¡Sshh! Te lo explicaré todo, cuando llegue el problema… Pero a partir de ahora no le hables a nadie de mí. Para nuestra seguridad, la de los dos…

Un fantasma… Por muy increíble que pudiese parecer, el fantasma de una niña flotaba en mi vehículo.

Menos mal que Willy la había visto, él también. El único vínculo que demostraba que no me había vuelto loco.

Capítulo 28

Muy rápidamente, el paisaje se había desgarrado, la roca rozaba ahora el asfalto con sus escudos azulados. La carretera era sinuosa y salvaje, el vacío se abría a un lado, en contradicción con los empinamientos desvergonzados del otro. Ya sólo se respiraba, por las ventanas abiertas, el aliento blanco de los Alpes.

Los dedos crispados del doctor ya no se despegaban del volante. Miraba fijamente la serpiente de asfalto, sin decir palabra, secándose de vez en cuando el sudor que le resbalaba por las sienes.

Yo me concentraba en el retrovisor. Estaba ahí, en la parte trasera, con la frente pegada al cristal. ¡Podía describirla con tanta precisión! Su cabello de jade, la finura de sus facciones, los motivos de sus cordones, con su doble nudo. ¿Por qué Flament no la veía?

En el pasado, había llegado a creer en los espíritus, en las presencias espectrales que volvían para cumplir una última misión. Pero en este caso… ¿Un fantasma al que había llevado en brazos? ¿Cuyo corazón había sentido latir? ¿Ese corazón a la derecha?

La carretera cayó precipitadamente hacia una meseta verde esmeralda, donde la naturaleza se estremecía con generosidad. Esparcidas sobre las llanuras suaves, un puñado de casas alzaban los orgullosos tejados rojos por encima del gris claro de las piedras. El lugar, aislado, olía bien, entre las cabras y las vacas, en la paz del silencio alpino. Y decir que la muerte se desplegaba ahí, feroz y cruel.

En el corazón de la aldea, la calma recordaba la de esos pueblos perdidos del Este americano. Sillas vacías delante de fachadas de persianas cerradas. Aquí como en otras partes, la gente intentaba preservarse del calor sofocante que bajaba por las llanuras y estallaba en la calle en grandes llamas devastadoras. Sin embargo, por encima de las cimas, un frente nuboso parecía crecer. Una alucinación, probablemente.

—Ya hemos llegado —anunció mi chófer aparcando frente a un viejo caserón—. Roland Dumortier…

—No parece que haya mucha gente…

Me giré.

—Lo sé, Franck, voy a esperar —soltó la niña agitando el libro—. Casi he llegado al final de la historia… Tú también, ¿verdad?

Lanzó una risa ligera de pajarillo antes de volver a sumirse con pasión en la lectura.

Los golpes en la puerta de entrada de Dumortier sólo obtuvieron por respuesta una tos cargada, lejana. Nadie acudió a abrir.

—Tenemos que entrar —me limité a decir.

El rostro de Flament se había tornado más serio. Desde el interior, la tos sonaba fuerte, igual a una bronquitis severa.

—Vamos allá…

Pero la puerta estaba cerrada con llave, las persianas cerradas. La cerradura no resistió mucho tiempo a las limas de uñas del kit especial. Flament titubeó antes de entrar. En varias ocasiones podría haber huido, pero optó por acompañarme, con la mandíbula apretada. El instinto de médico, probablemente.

Unas lanzas de luz rasgaban la oscuridad de la habitación, llenando de estrellas un rostro de ojos muy brillantes. Acurrucado en la cama, tembloroso por encima de las sábanas empapadas, Dumortier nos observó con una expresión extraña antes de ahogarse en un ataque de tos severo.

—¿Cómo… habéis entrado…? —gimió, con una toalla en las sienes.

El listado del hospital indicaba cuarenta y dos años, pero el oso aparentaba diez más. Le salían de las mejillas pelos hirsutos, el rostro se le contraía en un montón de arrugas profundas.

—Soy médico —explicó Flament mientras se acercaba a él—. Acudió a urgencias hace dos días. ¿Desde cuándo tose?

—Empecé… esta noche… Esta jodida fiebre rebrota cada dos por tres… Nunca…, nunca he tenido tanto frío en mi vida…

Flament abrió su maletín.

—Y… ¿por qué no llamó a un médico?

Dumortier se incorporó febrilmente sobre los codos.

—El gilipollas del doctor… del pueblo de al lado… aún está de vacaciones… Lo más cerca… es… Grenoble… Me dijeron… que esta jodida fiebre pasaría… Y una mierda…

El hombre encamado recobró una muy relativa lucidez cuando entrevió una aguja.

—Pero… ¿Qué coño hacen aquí? ¿Qué es lo que tengo?

—Control rutinario —replicó el médico mientras se ponía unos guantes de látex—. Queremos asegurarnos de que es sólo un simple golpe de calor y no una infección o algún virus. Voy a pincharle el dedo para extraerle una gota de sangre. No sentirá nada.

—¿Y ése? ¿Quién es?

—Un auxiliar —mintió el doctor.

Dumortier extendió un brazo tembloroso. Con la aguja estéril, Flament hizo florecer un pétalo de sangre, que extendió luego sobre una tira, amarilla en un extremo. Mientras procedía, me dirigió una mirada severa.

—¡Espero que después de esto me deje en paz!

Agitó la tira de prueba, mientras ponía la mano sobre la frente del paciente, y se petrificó bruscamente cuando el amarillo claro se tornó azul cobalto.

—¡Virgen santísima! ¿Cómo puede ser que…?

—¡Qué! —gritó Dumortier chupándose el índice—. ¡Qué!

A Flament le costó recobrar la voz.

—Ese color… demuestra la presencia de antígenos del
Plasmodium
en su sangre. Lo siento, pero… padece… el paludismo…

Dumortier se sobresaltó, se perdió en una expresión de vacuidad antes de que la realidad lo golpease con violencia.

—Pero… ¡Pero no puede ser! ¡Es imposible! ¡Doctor! ¡Nunca he salido de este lugar! ¡Es un error! ¡Un jodido error!

—Lo siento —susurró el médico sacudiendo la cabeza—. Pero el test es muy fiable… No puede decir… qué porcentaje de parásito, pero… el período de incubación ha pasado. Vamos a ingresarlo. Ahora…

Dumortier se despegó de su lecho y lo asió por la manga.

—¡Está de guasa, doctor! ¡No puede ser!

Se desmoronó sobre la cama, de rodillas, con las palmas al cielo, mientras Flament se acercaba a mí quitándose los guantes.

—¿Cuántas… personas tiene en… su lista?

Desplegué con dificultad la hoja, con las falanges paralizadas.

—Cincuenta y dos…

—¡Madre de Dios!

Ya estaba… La plaga estaba ahí, en los hogares. Se podía sentir en el trasudor, en el dolor de los rostros. Ese aire cargado, húmedo, mancillado. Llegábamos tarde, demasiado tarde…

Me repuse y coloqué las identidades bajo los ojos azorados de Dumortier.

—Lo siento sinceramente, señor… Pero… tiene que decirme si conoce a estas personas.

Apretó una sábana entre los puños, con las facciones descompuestas, antes de asentir lentamente.

—Odette Fanien… Gérard Greux… Frédéric Tavernier… Sí… a todos… Viven… aquí… al pie de las colinas…

Un nuevo ataque de tos lo hizo doblarse. Me senté sobre la cama, con las piernas febriles. Hoy más que nunca, odiaba mi oficio.

—Comisario… ¿Qué es lo que ocurre aquí? —se asombró el médico, con la tira azul entre sus manos agitadas.

Saqué el móvil.

—Este pueblo se está muriendo… No…, no haga ninguna llamada hasta que me haya puesto en contacto con mis superiores…

Capítulo 29

Leclerc había recibido un buen golpe al otro extremo de la línea. Le había explicado que la malaria había afectado a una aldea en los altos de Grenoble y que, por ahora, ignorábamos la extensión de los daños.

Sin embargo, algo era seguro. El plazo de incubación había expirado. Si las personas afectadas no morían, arrastrarían fiebres y malestares hasta el fin de su existencia.

El comisario de división me había pedido que mantuviese la mayor discreción, a la espera de directrices precisas de las altas instancias. No se trataba de dejar que se propagase el pánico. Para introducir un plan de emergencia, se había puesto en contacto con la delegación de Grenoble del Servicio Regional de la Policía Judicial de Lyon. Los equipos no tardarían en personarse, con ambulancias y personal médico.

En el piso de arriba, Dumortier temblaba acurrucado, ardiente de fiebre. Casi deliraba; sus ojos daban vueltas en las órbitas amarillo ceroso.

El médico, a su lado, parecía desamparado.

—¡Tenemos que llevarlo al hospital! ¡Ahora mismo! ¡A él y… a los demás de la lista!

—La asistencia médica llegará muy pronto, acompañada de policías.

Flament me lanzó una mirada colérica.

—¿Supongo que no me va a decir qué está pasando? ¡Tengo derecho a saberlo, maldita sea! ¿A qué… experimento diabólico han sido expuestas estas personas? ¿Es usted… de los servicios secretos? ¿Acaso son víctimas de un atentado terrorista?

Lo tiré del brazo hacia el otro extremo de la habitación.

—¡Nada de terrorismo! Son las locuras de un enfermo que se pasea por nuestras calles. Se venga de… esas cincuenta y dos personas… Por cierto, usted conoce la zona. ¿Existe riesgo de que los mosquitos se hayan propagado a otros pueblos?

—El más cercano está a más de tres kilómetros de aquí. No ha habido ni una brizna de aire los últimos quince días y los anófeles son más bien endófagos. Así que el riesgo es casi nulo… Pero… ¿Por qué quiere vengarse de esos individuos?

—Lo ignoro, es muy probable que tenga que ver con su pasado, hace veinticinco años. La respuesta deben tenerla estos aldeanos. Así que va a permanecer con él, a la espera de que lleguen refuerzos. Voy a interrogar a alguien más válido.

—¡Comisario! ¡Me debe aún explicaciones!

—¡No le debo nada de nada! ¡Haga su trabajo, yo hago el mío! ¿De acuerdo?

Antes de salir de la habitación, me di la vuelta:

—¿Aún cree que estoy loco?

El médico, con una expresión todavía muy seria, permaneció en silencio. Tendí un dedo amenazador en su dirección.

—¡No le hable a nadie de lo que ha ocurrido en el coche! Sobre todo a los policías que lleguen, ¿me ha oído? Todo esto… se le escapa…

—Intentaré actuar en consecuencia…

Asentí y desaparecí a grandes zancadas.

Mi vehículo brillaba bajo el sol, el asfalto se resquebrajaba bajo el calor. Me incliné por la ventana trasera, con una mano a modo de visera. Se me hizo un nudo en la garganta. Ni libro de
Fantomette
, ni chiquilla.

Dirigí una mirada de pánico a los alrededores. Las llanuras, la calle desierta. ¿Qué nombre gritar? ¡Ni siquiera conocía su nombre! Me lancé a través de la vía de asfalto corriendo. No había un alma.

—¡Chiquilla! ¡Chiquilla! ¡Maldita sea!

Flament no la había visto… Un fantasma… No bebía, no comía, no sudaba. ¿Iba y venía a su antojo? Como en mi apartamento, a pesar de… ¿las puertas cerradas?

No era momento de divagar, había asuntos más urgentes. Odette Fanien. Dos manzanas más lejos. Una casa minúscula.

Gracias a Dios, contestó. Era una mujer mayor de tez fresca, erguida sobre dos buenas piernas, con manos parecidas a piedras erosionadas. Su nombre figuraba en la lista, y sin embargo no había consultado urgencias y parecía que no se tambaleaba tanto como Dumortier. Placa ante sus ojos.

—¿La policía?

—¿Podríamos hablar dentro?

Un aroma de lavanda y menta fresca subía, potente, de unas macetas de barro cocido.

En la parte trasera, un gran ventanal tenía vistas a las grandes mandíbulas blancas de los Alpes.

—Le va a parecer extraño que le haga esta pregunta —empecé mientras la ayudaba a sentarse en su mecedora—, pero ¿qué tal se encuentra? ¿No tiene fiebre, dolores de cabeza, tos?

—Extraña pregunta, sí, pero me encuentro bien, gracias. ¿Qué ocurre?

Vistosos ramos de flores explosionaban en mariposas multicolores, subrayando con una crueldad pasiva lo agradable que debía de ser vivir en esas tierras elevadas. Por invitación de la señora, me instalé en una banqueta de mimbre.

—Estoy llevando a cabo una investigación —articulé lentamente— y las circunstancias me han traído hasta aquí, a la Trompette Blanche. Dígame, ¿se producen mudanzas con frecuencia?

—¿Está de broma? La Trompette Blanche envejece al ritmo de sus habitantes. Hoy en día los jóvenes se marchan, pero los viejos se quedan. Hemos crecido todos juntos y moriremos todos juntos…

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