Año de publicación:
1857
Sinopsis:
Considerada unánimemente una de las mejores novelas de todos los tiempos, Madame Bovary narra la oscura tragedia de Emma Bovary, mujer infelizmente casada, cuyos sueños chocan cruelmente con la realidad. Al hechizo que ejerce la figura de la protagonista hay que añadir la sabia combinación argumental de rebeldía, violencia, melodrama y sexo, «los cuatro grandes ríos», como afirmó en su día Mario Vargas Llosa, que alimentan esta historia inigualable. La publicación de esta obra en 1857 fue recibida con gran polémica y se procesó a Flaubert por atentar contra la moral. A través del personaje de Madame Bovary, el autor rompe con todas las convenciones morales y literarias de la Burguesía del siglo XIX, tal vez porque nadie antes se había atrevido a presentar un prototipo de heroína de ficción rebelde y tan poco resignada al destino. Hoy existe el término «bovarismo» para aludir aquel cambio del prototipo de la mujer idealizada que difundió el romanticismo, negándole sus derechos a la pasión. Ella actúa de acuerdo a la pasión y necesidad que siente su corazón de avanzar en la búsqueda de su felicidad, pasando por los ideales establecidos para la mujer en esa época. Rompe con el denominado encasillamiento en que la mayoría de las mujeres estaban sometidas.
Gustave Flaubert
Madame Bovary
ePUB v2.0
akilino10.07.12
Título original:
Madame Bovary, mœurs de province
Gustave Flaubert, 1857.
Editor: akilino
Corrección de erratas: Lestercori
ePub base v2.0
Madame Bovary es una novela del realismo escrita por Gustave Flaubert que provocó controversia en Francia cuando fue publicada en 1857. Sin embargo, es considerada según algunas encuestas como la segunda mejor obra lingüística de la historia. Además, en la actualidad se considera como una de las novelas que dieron principio a la narrativa moderna.
El origen del realismo se encuentra intrínsecamente ligado a la novela épica, a la novela naturalista y a la novela mágica; dado que del realismo literario, movimiento de la segunda mitad del siglo XIX. Madame Bovary, es sin duda alguna, la novela más importante de éste movimiento. Además de ser una de las selecciones literarias por excelencia en el género del llamado romanticismo tardío, Madame Bovary, constituye uno de los puntos de referencia para el movimiento del realismo literario, e incluso, para la entrada del realismo dentro del ámbito de la filosofía. No obstante, la historia también se halla estrechamente unida a lo que se conoció como la novela alegórica, dado que más que una novela de romance que terminará en el suicidio de su protagonista femenina y en la muerte por decepción amorosa, o pena moral, de su protagonista masculino es también una crítica a la sociedad burguesa del siglo XIX, posterior a la revolución francesa y al gobierno absolutista de Napoleón en Francia.
En tres partes con una increíble agudeza literaria, Gustave Flaubert nos muestra su punto de vista sobre la vida de la sociedad de alto rango en la Francia del temprano siglo XIX, al casar al personaje principal con alguien que nada le ofrece más que exhibirla como si fuese un trofeo y al encontrar en un estudiante de leyes, con quien tendrá una cruel y triste historia, lo que siempre buscó, pero que al final, no la llevará a nada más que a su muerte. Madame Bovary, es pues, más que una novela, un retrato fiel y un paradigma para la literatura realista y universal y para la filosofía francesa de los siglos XIX a XXI.
Origen pequeño-burgués-rural de Charles Bovary e influencia de la madre de éste en su temperamento y educación. Charles se recibe a fuerza de empeño como médico y su madre le casa con la viuda Heloise, de aparente buena dote. Conoce a Emma Rouault, hija de un paciente, de la que prontamente se enamora.
La mujer de Charles muere súbitamente y Charles a instancias del padre de Emma se casa con ella en medio de una exuberante fiesta campestre. Al poco tiempo son invitados a una fiesta de la alta sociedad en donde Emma puede comparar ese estilo de vida que siempre había querido con el que tiene.
Emma se desencanta y literalmente enferma de la sencilla y llana vida que le ofrece su nada romántico marido. Charles en busca de una solución y sin nunca sospechar la verdadera causa de la enfermedad de Emma, migra con ésta desde Tostes a la ciudad de Yonville. Emma se encuentra encinta.
En Yonville los Bovary conocen a Homais, el farmacéutico, y a su hospedado y practicante de leyes León, amante de la música y literatura, un romántico que inmediatamente hace sinapsis con Emma forjándose una amistad que se torna en amor mutuo no confeso. Nace la hija de Emma siendo encargada tempranamente a una nodriza. Emma toma distancia de León y éste confuso y desilusionado emigra a París.
Emma vuelve a caer enferma del alma, tal como lo hiciera por primera vez en Tostes. Imbuida de frustración y languidez conoce al señor Rodolphe Boulanger de la Huchette en el cual Emma ve reflejados sus ensueños románticos. Se hacen amantes y Emma comienza a gastar dinero desmesuradamente en lujos. Emma planea la huida de ambos, Rodolphe la abandona. Emma cae nuevamente enferma, en su lenta recuperación se reencuentra con León en una obra de teatro.
Comienza el romance de Emma con León, paralelo a ello Emma sigue endeudándose hasta que la situación financiera de los Bovary (sin nunca sospecharlo Charles) se torna insostenible. Al encontrarse abandonada por sus amantes y rodeada de gente que realmente no ama, Emma toma la decisión de suicidarse con arsénico. Charles finalmente se da cuenta de todo, la perdona y luego muere de amor.
Estábamos en la sala de estudio cuando entró el director, seguido de un «novato» con atuendo pueblerino y de un celador cargado con un gran pupitre. Los que dormitaban se despertaron, y todos se fueron poniendo de pie como si los hubieran sorprendido en su trabajo.
El director nos hizo seña de que volviéramos a sentarnos; luego, dirigiéndose al prefecto de estudios, le dijo a media voz:
—Señor Roger, aquí tiene un alumno que le recomiendo, entra en quinto. Si por su aplicación y su conducta lo merece, pasará a la clase de los mayores, como corresponde a su edad.
El «novato», que se había quedado en la esquina, detrás de la puerta, de modo que apenas se le veía, era un mozo del campo, de unos quince años, y de una estatura mayor que cualquiera de nosotros. Llevaba el pelo cortado en flequillo como un sacristán de pueblo, y parecía formal y muy azorado. Aunque no era ancho de hombros, su chaqueta de paño verde con botones negros debía de molestarle en las sisas, y por la abertura de las bocamangas se le veían unas muñecas rojas de ir siempre remangado. Las piernas, embutidas en medias azules, salían de un pantalón amarillento muy estirado por los tirantes. Calzaba zapatones, no muy limpios, guarnecidos de clavos.
Comenzaron a recitar las lecciones. El muchacho las escuchó con toda atención, como si estuviera en el sermón, sin ni siquiera atreverse a cruzar las piernas ni apoyarse en el codo, y a las dos, cuando sonó la campana, el prefecto de estudios tuvo que avisarle para que se pusiera con nosotros en la fila. Teníamos costumbre al entrar en clase de tirar las gorras al suelo para tener después las manos libres; había que echarlas desde el umbral para que cayeran debajo del banco, de manera que pegasen contra la pared levantando mucho polvo; era nuestro estilo.
Pero, bien porque no se hubiera fijado en aquella maniobra o porque no quisiera someterse a ella, ya se había terminado el rezo y el «novato» aún seguía con la gorra sobre las rodillas. Era uno de esos tocados de orden compuesto, en el que se encuentran reunidos los elementos de la gorra de granadero, del
chapska
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, del sombrero redondo, de la gorra de nutria y del gorro de dormir; en fin, una de esas pobres cosas cuya muda fealdad tiene profundidades de expresión como el rostro de un imbécil. Ovoide y armada de ballenas, comenzaba por tres molduras circulares; después se alternaban, separados por una banda roja, unos rombos de terciopelo con otros de pelo de conejo; venía después una especie de saco que terminaba en un polígono acartonado, guarnecido de un bordado en trencilla complicada, y de la que pendía, al cabo de un largo cordón muy fino, un pequeño colgante de hilos de oro, como una bellota. Era una gorra nueva y la visera relucía.
—Levántese —le dijo el profesor.
El «novato» se levantó; la gorra cayó al suelo. Toda la clase se echó a reír. Se inclinó para recogerla. El compañero que tenía al lado se la volvió a tirar de un codazo, él volvió a recogerla.
—Deje ya en paz su gorra —dijo el profesor, que era hombre de chispa.
Los colegiales estallaron en una carcajada que desconcertó al pobre muchacho, de tal modo que no sabía si había que tener la gorra en la mano, dejarla en el suelo o ponérsela en la cabeza. Volvió a sentarse y la puso sobre las rodillas.
—Levántese —le ordenó el profesor—, y dígame su nombre.
El «novato», tartajeando, articuló un nombre ininteligible:
—¡Repita!
Se oyó el mismo tartamudeo de sílabas, ahogado por los abucheos de la clase.
—¡Más alto! —gritó el profesor—, ¡más alto!
El «novato», tomando entonces una resolución extrema, abrió una boca desmesurada, y a pleno pulmón, como para llamar a alguien, soltó esta palabra: Charbovari.
Súbitamente se armó un jaleo, que fue in crescendo, con gritos agudos (aullaban, ladraban, pataleaban, repetían a coro: ¡Charbovari, Charbovari!) que luego fue rodando en notas aisladas, y calmándose a duras penas, resurgiendo a veces de pronto en algún banco donde estallaba aisladamente, como un petardo mal apagado, alguna risa ahogada.
Sin embargo, bajo la lluvia de amenazas, poco a poco se fue restableciendo el orden en la clase, y el profesor, que por fin logró captar el nombre de Charles Bovary, después de que éste se lo dictó, deletreó y releyó, ordenó inmediatamente al pobre diablo que fuera a sentarse en el banco de los desaplicados al pie de la tarima del profesor.
El muchacho se puso en movimiento, pero antes de echar a andar, vaciló.
—¿Qué busca? —le preguntó el profesor.
—Mi go… —repuso tímidamente el «novato», dirigiendo miradas inquietas a su alrededor.
—¡Quinientos versos a toda la clase! —pronunciado con voz furiosa, abortó, como el Quos ego
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una nueva borrasca—. ¡A ver si se callan de una vez! —continuó indignado el profesor, mientras se enjugaba la frente con un pañuelo que se había sacado de su gorro—; y usted, «el nuevo», me va a copiar veinte veces el verbo ridiculus sum.
Luego, en tono más suave:
—Ya encontrará su gorra: no se la han robado.
Todo volvió a la calma. Las cabezas se inclinaron sobre las carpetas, y el «novato» permaneció durante dos horas en una compostura ejemplar, aunque, de vez en cuando, alguna bolita de papel lanzada desde la punta de una pluma iba a estrellarse en su cara. Pero se limpiaba con la mano y permanecía inmóvil con la vista baja.
Por la tarde, en el estudio, sacó sus manguitos del pupitre, puso en orden sus cosas, rayó cuidadosamente el papel. Le vimos trabajar a conciencia, buscando todas las palabras en el diccionario y haciendo un gran esfuerzo. Gracias, sin duda, a la aplicación que demostró, no bajó a la clase inferior, pues, si sabía bastante bien las reglas, carecía de elegancia en los giros. Había empezado el latín con el cura de su pueblo, pues sus padres, por razones de economía, habían retrasado todo lo posible su entrada en el colegio. Su padre, el señor Charles-Denis-Bartholomé Bovary, antiguo ayudante de capitán médico, comprometido hacia 1812 en asuntos de reclutamiento y obligado por aquella época a dejar el servicio, aprovechó sus prendas personales para cazar al vuelo una dote de setenta mil francos que se le presentaba en la hija de un comerciante de géneros de punto, enamorada de su tipo. Hombre guapo, fanfarrón, que hacía sonar fuerte sus espuelas, con unas patillas unidas al bigote, los dedos llenos de sortijas, tenía el sire de un valentón y la vivacidad desenvuelta de un viajante de comercio. Ya casado, vivió dos o tres años de la fortuna de su mujer, comiendo bien, levantándose tarde, fumando en grandes pipas de porcelana, y por la noche no regresaba a casa hasta después de haber asistido a los espectáculos y frecuentado los cafés. Murió su suegro y dejó poca cosa; el yerno se indignó y se metió a fabricante, perdió algún dinero, y luego se retiró al campo donde quiso explotar sus tierras. Pero, como entendía de agricultura tanto como de fabricante de telas de algodón, montaba sus caballos en lugar de enviarlos a labrar, bebía la sidra de su cosecha en botellas en vez de venderla por barricas, se comía las más hermosas aves de su corral y engrasaba sus botas de caza con tocino de sus cerdos, no tardó nada en darse cuenta de que era mejor abandonar toda especulación.