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Authors: Gustave Flaubert

Tags: #Clásico, #Drama

Madame Bovary (36 page)

BOOK: Madame Bovary
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Inmóviles el uno frente al otro, se repetían:

—¡Hasta el jueves!…, ¡hasta el jueves!

De pronto ella le cogía la cabeza entre las dos manos, le besaba rápido en la frente, exclamando: «¡Adiós!», y se precipitaba por la escalera.

Iba a la calle de la Comedia, a una peluquería, a arreglarse sus bandós. Llegaba la noche; encendían el gas en la tienda.

Oía la campanilla del teatro que llamaba a los cómicos a la representación, y veía, enfrente, pasar hombres con la cara blanca y mujeres con vestidos ajados que entraban por la puerta de los bastidores.

Hacía calor en aquella pequeña peluquería demasiado baja, donde la estufa zumbaba en medio de las pelucas y de las pomadas. El olor de las tenacillas, con aquellas manos grasientas que le tocaban la cabeza, no tardaba en dejarla sin sentido y se quedaba un poco dormida bajo el peinador. A veces el chico, mientras la peinaba, le ofrecía entradas para el baile de disfraces.

Después se marchaba. Subía de nuevo las calles, llegaba a la «Croix Rouge»; recogía sus zuecos que había escondido por la mañana debajo de un banco y se acomodaba en su sitio entre los viajeros impacientes. Algunos se apeaban al pie de la cuesta. Ella se quedaba sola en la diligencia.

A cada vuelta se veían cada vez mejor todas las luces de la ciudad que formaban un amplio vapor luminoso por encima de bas casas amontonadas. Emma se ponía de rodillas sobre los cojines y se le perdía la mirada en aquel deslumbramiento. Sollozaba, llamaba a León, y le enviaba palabras tiernas y besos que se perdían en el viento.

Había en la cuesta un pobre diablo que vagabundeaba con su bastón por en medio de las diligencias. Un montón de harapos cubría sus hombros y un viejo sombrero desfondado que se había redondeado como una palangana le tapaba la cara; pero cuando se lo quitaba descubría, en lugar de párpados, dos órbitas abiertas todas ensangrentadas. La carne se deshilachaba en jirones rojos, y de allí corrían líquidos que se coagulaban en costras verdes hasta la nariz cuyas aletas negras sorbían convulsivamente. Para hablar echaba hacia atrás la cabeza con una risa idiota; entonces sus pupilas azuladas, girando con un movimiento continuo, iban a estrellarse hacia las sienes, al borde de la llaga viva.

Cantaba una pequeña canción siguiendo los coches:

Souvent la chaleur d'un beau jour

Fait rêver fillette á l'amour.

Y en todo lo que seguía se hablaba de pájaros, sol y follaje.

A veces, aparecía de pronto detrás de Emma, con la cabeza descubierta. Ella se apartaba con un grito. Hivert venía a hacerle bromas. Le decía que debía poner una barraca en la feria de San Román, o bien le preguntaba en tono de broma por su amiguita.

Con frecuencia estaban en marcha cuando su sombrero, con un movimiento brusco, entraba en la diligencia por la ventanilla, mientras él se agarraba con el otro brazo sobre el estribo entre las salpicaduras de las ruedas. Su voz, al principio débil como un vagido, se volvía aguda. Se arrastraba en la noche, como el confuso lamento de una indefinida angustia; y, a través del tintineo de los cascabeles, del murmullo de los árboles y del zumbido de la caja hueca, tenía algo de lejano que trastornaba a Emma. Aquello le llegaba al fondo del alma como un torbellino que se precipita en el abismo y la arrastraba por los espacios de una melancolía sin límites. Pero Hivert, que se daba cuenta de un contrapeso, largaba grandes latigazos a ciegas. La tralla le pegaba en las llagas y él caía en el fango dando un gran alarido.

Después, los viajeros de «La Golondrina» acababan por dormirse, unos con la boca abierta, otros con la barbilla sobre el pecho, apoyándose en el hombro de su vecino, o bien con el brazo pasado sobre la correa, meciéndose al compás del bamboleo del coche; y el reflejo de la linterna que se balanceaba fuera, sobre la grupa de los caballos de tiro, penetrando en el interior por las cortinas de percal color chocolate, ponía sombras sanguinolentas sobre todos aquellos individuos inmóviles. Emma, transida de tristeza, tiritaba bajo sus vestidos, y sentía cada vez más frío en los pies, con la muerte en el alma.

Carlos, en casa, la esperaba; «La Golondrina» siempre llegaba tarde los jueves. Por fin, llegaba la señora y apenas besaba a la niña. La cena no estaba preparada, pero no importaba, ella disculpaba a la cocinera. Ahora parecía que todo le estaba permitido a aquella chica.

A menudo, su marido, viéndola tan pálida, le preguntaba si no se encontraba mal.

—No —decía Emma.

—Pero —replicaba él— estás muy rara esta noche.

—¡Bah!, no es nada, no es nada.

Había incluso días en que, apenas llegaba a casa, subía a su habitación; y Justino, que se encontraba allí, circulaba silenciosamente, esmerándose en servirla más que una excelente doncella. Colocaba las cerillas, la palmatoria, un libro, disponía su camisón, abría las sábanas.

—Vamos —decía ella—, está bien, ¡vete!

Pero él se quedaba de pie, con las manos colgando y los ojos abiertos como prendido entre los hilos innumerables de un súbito ensueño.

La jornada del día siguiente era espantosa, y las que seguían eran más intolerables todavía por la impaciencia que tenía Emma de recobrar su felicidad, codicia áspera, inflamada de imágenes conocidas, y que, al séptimo día, resplandecía sin trabas en las caricias de León. Los ardores de éste se ocultaban bajo expansiones de asombro y de reconocimiento. Emma saboreaba aquel amor de una manera discreta y absorta, lo cuidaba por medio de todos los artificios de su ternura y temblaba un poco ante el miedo de perderlo más adelante.

A menudo ella le decía, con dulce voz melancólica:

—¡Ah!, tú me dejarás…, te cansarás…, serás como los otros.

Él preguntaba:

—¿Qué otros?

—Pues los hombres, en fin —respondía ella.

Después añadía rechazándole con un gesto lánguido:

—Sois todos unos infames.

Un día que filosofaban sobre desilusiones terrestres, ella llegó a decir, para poner a prueba sus celos o quizás cediendo a una necesidad de expansión demasiado fuerte, que en otro tiempo, antes de él, ella había amado a alguien, «no como a ti», replicó rápidamente, jurando por su hija «que no había pasado nada».

El joven la creyó y, sin embargo, la interrogó para saber lo que hacía aquel hombre.

—Era capitán de barco, querido.

¿No era esto prevenir toda averiguación y, al mismo tiempo, situarse muy alto, por esta pretendida fascinación ejercida sobre un hombre que debía ser de naturaleza belicosa y acostumbrado a hacerse obedecer?

El pasante sintió entonces lo ínfimo de su posición; tuvo envidia de las charreteras, de las cruces, de los títulos. Todo esto debía de gustarle a ella, él lo sospechaba por su modo de gastar.

Sin embargo, Emma callaba una multitud de extravagancias, tales como el deseo de tener, para llevarla a Rouen, un tílburi azul, tirado por un caballo inglés, y conducido por un cochero, calzado de botas con vueltas. Era Justino quien le había inspirado ese capricho, suplicándole que lo tomase en su casa como criado; y si esta privación no atenuaba en cada cita el placer de la llegada, aumentaba ciertamente la amargura del regreso.

A menudo, cuando hablaban juntos de París, ella terminaba murmurando:

—¡Ah!, ¡qué bien viviríamos allí!

—¿No somos felices? —replicaba dulcemente el joven pasándole la mano por sus bandós.

—Sí, es cierto —decía ella—, estoy loca; ¡bésame!

Estaba con su marido más encantadora que nunca, le hacía natillas de pistache y tocaba valses después de cenar. Así que él se sentía entonces el más afortunado de los mortales, y Emma vivía sin preocupación, cuando una noche, de pronto:

—¿Es la señorita Lempereur, verdad, quien te da lecciones?

—Sí.

—Bueno, la he visto hace poco, en casa de la señora Liégeard. Le hable de ti; no te conoce.

Fue como un rayo. Sin embargo, ella replicó con naturalidad:

—¡Ah!, ¿sin duda, había olvidado mi nombre?

—¿Pero quizás hay en Rouen —dijo el médico— varias señoritas Lempereur que son profesoras de piano?

—¡Es posible!

Después, vivamente:

—Sin embargo, tengo sus recibos, ¡toma, mira!

Y se fue al secreter, buscó en todos los cajones, confundió los papeles y acabó perdiendo la cabeza de tal modo que Carlos la animó a que no se preocupase tanto por aquellos miserables recibos.

—¡Oh!, los encontraré —dijo ella.

En efecto, el viernes siguiente, Carlos, al poner una de sus botas en el cuarto oscuro donde guardaba su ropa, notó una hoja de papel entre el cuero y su calcetín, la cogió y leyó:

«Recibido, por tres meses de clase y material diverso, la cantidad de sesenta y cinco francos. FÉLICIE LEMPEREUR, profesora de música».

—¿Cómo diablos está esto en mis botas?

—Sin duda —respondió ella, se habrá caído de la vieja caja de las facturas que está a la orilla de la tabla.

A partir de este momento, su existencia no fue más que una sarta de mentiras en las que envolvía su amor como en velos para ocultarlo.

Era una necesidad, una manía, un placer, hasta tal punto que, si decía que ayer había pasado por el lado derecho de una calle, había que creer que había sido por el lado izquierdo.

Una mañana que acababa de salir, según su costumbre, bastante ligera de ropa, empezó a nevar de pronto; Carlos, que observaba el tiempo desde la ventana, vio al abate Bournisien que iba para Rouen en el cochecito del señor Tuvache. Entonces bajó para confiar al eclesiástico un grueso chal para que se lo entregara a Madame nada más llegar a la «Croix Rouge». Apenas llegó a la hospedería, Bournisien preguntó por la señora del médico de Yonville. La hostelera contestó que frecuentaba muy poco su establecimiento. Por eso, aquella misma noche, al encontrar a Madame Bovary en «La Golondrina», el cura le contó lo ocurrido, sin al parecer darle importancia, pues se puso a hacer el elogio de un predicador que por entonces hacía maravillas en la catedral y al que iban a oír todas las señoras.

Pero si el cura no había pedido explicaciones, otros podrían después mostrarse menos discretos. Por lo cual Emma creyó conveniente alojarse siempre en la «Croix Rouge», de modo que las buenas gentes de su pueblo que la veían en la escalera no pudieran sospechar nada.

Un día, sin embargo, el señor Lheureux la vio salir del «Hôtel de Boulogne» del brazo de León; y Emma tuvo miedo, pensando que el comerciante se iría de la lengua. No era tan tonto como para eso.

Pero tres días después entró en el cuarto de Emma, cerró la puerta y dijo:

—Necesito dinero.

Ella declaró que no podía dárselo. Lheureux se deshizo en lamentaciones y le recordó todas las atenciones que había tenido con ella.

En efecto, de los dos pagarés firmados por Carlos, Emma, hasta entonces, sólo había pagado uno. En cuanto al segundo, el comerciante, a instancias de ella, había accedido a sustituirlo por otros dos, que a su vez fueron renovados aplazando mucho la fecha de su vencimiento. Después, sacó del bolsillo una lista de artículos no pagados aún, a saber: las cortinas, la alfombra, la tela para las butacas, varios vestidos y varios artículos de tocador, cuyo valor ascendía a unos dos mil francos.

Emma bajó la cabeza; Lheureux añadió:

—Pero si usted no dispone de dinero, tiene «bienes».

Y le indicó una pobre casucha sita en Barneville, cerca de Aumale, que no rentaba gran cosa. Antaño pertenecía a una pequeña granja vendida por el señor Bovary, pues Lheureux lo sabía todo, hasta las hectáreas que medía y el nombre de los colindantes.

—Yo, en su lugar, me desprendería de ella, y aún me sobraría dinero.

Emma señaló la dificultad de encontrar comprador; Lheureux le dio esperanzas de encontrarlo; pero ella le preguntó cómo se las arreglaría para poder vender.

—¿No tiene usted el poder? —le replicó él.

Aquella palabra le llegó como una bocanada de aire fresco.

—Déjeme la cuenta —dijo Emma.

—¡Oh!, no vale la pena —replicó Lheureux.

Volvió a la semana siguiente, y presumió de haber conseguido encontrar, después de muchas gestiones, a un tal Langlois, que desde hacía mucho tiempo codiciaba la finca sin ofrecer precio por ella.

—¡El precio es lo de menos! —exclamó Emma.

Había que esperar, por el contrario, a tantear a aquel mozo. La cosa valía la pena de un viaje, y como ella no podía hacerlo, él se ofreció para desplazarse hasta allí y ponerse al habla con Langlois. Una vez de vuelta, dijo que el comprador ofrecía cuatro mil francos.

Emma se regocijó al conocer esta noticia.

—Francamente —añadió él—, está bien pagada.

Emma cobró la mitad del dinero inmediatamente, y cuando fue a liquidar su cuenta, el comerciante le dijo:

—Me apena, palabra de honor, verla deshacerse de golpe y porrazo de una cantidad tan importante como ésta.

Entonces ella miró los billetes de banco, y pensando en el número ilimitado de citas que representaban aquellos dos mil francos:

—¡Cómo!, ¡cómo! —balbució.

—¡Oh! —replicó Lheureux, en tono bonachón—, en las facturas se puede meter lo que se quiera. ¿Acaso no sé yo lo que es gobernar una casa?

Y la miraba fijamente mientras sostenía en la mano dos largos papeles que hacía resbalar entre sus uñas. Por fin, abriendo su cartera, extendió sobre la mesa cuatro letras de cambio de mil francos cada una.

—Firme esto —le dijo—, y quédese con todo.

Ella protestó escandalizada.

—Pero si yo le doy el sobrante —dijo descaradamente el señor Lheureux—, ¿no le hago un favor?

Y tomando una pluma, escribió al pie de la cuenta: «Recibido de Madame Bovary cuatro mil francos».

—¿Qué le preocupa si va a cobrar dentro de seis meses el resto de la venta de su barraca, y yo le aplazo el vencimiento de la última letra para después del pago?

Emma se embrollaba un poco en sus cálculos, le tintineaban los oídos como si alrededor de ella sonaran sobre el suelo monedas de oro que caían de sacos rotos. Finalmente, Lheureux le explicó que un amigo suyo, Vinçart, banquero en Rouen, iba a descontar aquellas cuatro letras y luego él mismo entregaría a Madame el sobrante de la deuda real.

Pero en lugar de dos mil francos, no le trajo más que mil ochocientos, pues el amigo Vinçart, como es lógico, se había quedado con doscientos por gastos de comisión y de descuento.

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