Authors: Eduardo Mendicutti
-De acuerdo, perdona, Marita -claudicó Felipe-, dejemos a Mae West en paz, por la cuenta que nos trae.
Marita dijo que se ponía enseguida con el reportaje de Paco Luna y que luego le llamaría otra vez, para comentar la situación, pero no lo ha hecho. La que sí trajo noticias fue Carmeli. No dio ni los buenos días.
-Algo ha pasado ahí enfrente -y señaló Los Zagalejos. Desde la puerta, ella y Felipe vieron cómo Marelisa abría con sus llaves la cancela, recogía la bolsa del pan y el periódico tirado en el césped, avanzaba mirando a izquierda y derecha, inquieta, por el camino de piedra hasta el porche de la casa, pegaba la cara al cristal del ventanal del salón, como temiéndose encontrar en el interior alguna sorpresa desagradable, y por fin se decidía a abrir la puerta, aunque luego no la cerró, la dejó medio abierta, quizás por si tenía que salir corriendo.
-¿Has venido con ella en el autobús? -mi hombre es listo.
-Sí, hijo. Me ha dicho que anoche la llamó su señora, muy nerviosa, y le dijo que viniese esta mañana, que dejara todo limpio y ordenado, que le había dejado el dinero del mes completo en la encimera de la cocina, y que se quedase con las llaves, que ya mandaría un mensajero de esos que hay ahora a recogerlas a su casa, que hay que ver lo desconfiada que es la señora, dice la pobre, dolida, y que no tenía que volver hasta que ella la llamase.
Marelisa salió y cerró la puerta.
-Se ha asegurado de que en la casa no hay nadie -dijo mi hombre, un poco encogido de ánimo, pero tan espabilado como siempre.
«Lo mismo pensaba Joan Fontaine cuando llegaba a Manderley, porque el servicio no cuenta, y había que ver la que organizaba el ama de llaves con el fantasma de la difunta Rebeca, por en medio todo el rato», dije yo.
Luego, Felipe dejó a Carmeli leer por encima el artículo de Paco Luna, pero ella, que tropezaba un poco con las frases que iba leyendo, de una manera que a mí me recordó a Marilyn caminando con aquel vestido rojo y ceñido en
Niágara,
se cansó pronto y le pidió que le hiciera un resumen. Felipe se lo extractó todo la mar de bien, y terminó con lo que Paco Luna aventuraba como gran traca final de su exhaustiva aunque plagada de dificultades investigación, y el cronista alejado de los grandes centros donde se cuecen las grandes exclusivas, pero íntegro y trabajador, poniendo como garantía su rocosa y experimentada profesionalidad, podía asegurar a sus lectores que el desaparecido Javier Meneses se encontraba en realidad, en estos momentos, en algún país caribeño o, quizás, en las islas Seychelles, un paraíso, en ambos casos, de gran lujo y seguridad, incluso aunque Interpol tomase cartas en el asunto, a petición expresa de la policía española, y donde presuntamente irán en breve a reunirse con él, siempre que la policía nacional o Interpol no lo impidan, su actual esposa y el hijo que tuvo con María Dolores Rodenas, de quien se divorció en 2005, fecha que podría ser clave a la hora de derivar otras responsabilidades añadidas, eventualidad que este simple cronista se atreve a sugerir, siempre desde la humildad de un profano en leyes, una humildad de garabato, como dijo Carmeli.
Felipe estaba decidido a moverse sólo lo imprescindible de la butaca desde la que podía vigilar en todo momento lo que ocurría en Los Zagalejos, pero no con la pierna escayolada, como Jimmy Stewart en
La ventana indiscreta,
sino conmigo pachucha, aunque animosa, y con los sofocos provocados por el decapeptyl. En realidad, no ha pasado nada en todo el día, sudores aparte. Hubo un momento en que estuvo a punto de caer en la tentación de salir, ir al club social, verse con Marita, llamar a Gertrude Stein y Alice B. Toklas y quedar con ellos a tomar el vermú, el
lunch,
el té, porque Leoncio y André daban la impresión de saber todo lo que ocurría en Villa Horacia, o convocar a sus loros de bridge y champán, seguro que entre todos tenían ocurrencias aprovechables entre montones de ocurrencias disparatadas, como no me mueva un poco, cariño, mis muchachos pensarán que estoy disecada, como Nefertiti, le decía yo, o congelada como Walt Disney, en espera de que inventen la pastilla para la resurrección, pero acabó levantándose, a toda prisa, sólo para ir al baño cuando ya pensaba que no podía aguantar más, y enseguida terminó como la Fontaine, otra vez la Fontaine, en
Sospecha,
teniendo dudas de todo. Se te acabará poniendo cara de remilgada en apuros, le dije, esa carita que tan bien se le daba a la brujita bocasucia de Joan. Él, como siempre que se queda demasiado tiempo sentado, entraba de buenas a primeras en semitránsito, como dice Carmeli, y entonces, como en un mal sueño, empezaba a darle vueltas a lo que le parecía que no encajaba, ¿desde qué teléfono había llamado Pilar a Marelisa, si tan convencida estaba de tenerlos todos intervenidos?, menuda manera de dar el cante, ¿por qué hablaba Paco Luna, en su memorable pieza, del Caribe y las Seychelles, por muy bien que Paco Luna estuviese informado gracias a su rocosa profesionalidad, si del Caribe y las Seychelles sólo le había hablado yo, Mae West, a Felipe, en secreto?, porque los chicos malos van a todas partes, le dije, y es verdad que se lo había dicho en el Jamaica, el chiringuito de la playa de Las Piletas, durante el tapeo con los Castells y Gertrude Stein y Alice B. Toklas, después del funeral por Gonzalo Aresu, pero sin que me oyese nadie más que él, Felipe, y sobre todo, ¿en qué había estado pensando Investigaciones Hernando, trabajase para quien trabajase, para que los dos, Pilar y Borja, se le escapasen vivos?, ¿o es que era una estrategia para seguirles y que acabaran conduciéndole a Javier Meneses? Esto último sí que podía intentar aclararlo, seguramente sin resultado alguno.
Buscó la tarjeta que le había dejado el tipo que se parecía al joven Russell Crowe y llamó.
-Dígame -contestó una voz apagada, cansina, sexy. Era su voz.
-¿Investigaciones Hernando?
-Sí, dígame.
-Soy Felipe Bonasera.
Tras casi un minuto de silencio -y yo me imaginé que se había incorporado en su sillón de ruedas tapizado en cuero ya muy gastado, se había aflojado un poco más la corbata, se había arremangado las mangas de la camisa por encima de los codos, los había apoyado en el escritorio abarrotado de carpetas descoloridas, había encendido un cigarrillo-, Investigaciones Hernando dijo:
-Mucho gusto -se notaba, en la manera de decirlo, que estaba sonriendo con sorna-. ¿Puedo ayudarle en algo?
-Sí. ¿Qué sabe del caso Meneses? -mi hombre es capaz de preguntar con tacto una cosa así, es una facultad que se adquiere en el palacio de Santa Cruz, entre las paredes de los despachos alfombrados y ensombrecidos, en las conversaciones amortiguadas y distendidas de los funcionarios de ida y vuelta de la carrera diplomática.
-Lo que he leído esta mañana en los periódicos.
-¿Y sigue sin poder decirme para quién ha estado trabajando?
-Sabe que es estrictamente confidencial.
-¿Para el banco afectado, para la policía, para algún damnificado particular?
-Lo siento.
-¿Sabe dónde pueden estar Pilar Ordóñez y el chico?
-Creo que no. Y si lo supiera no se lo diría.
-Tiene razón. Yo tampoco se lo diría a usted.
-Ni a la policía, ¿verdad? Sería usted un encubridor en toda regla.
Felipe pensó que en esa frase de Investigaciones Hernando había información que debería procesar.
-¿Tampoco puede decirme si ella estaba al tanto de todo eso?
Ahora era Investigaciones Hernando el que daba la impresión de pensárselo un instante.
-Creo que ella no sabía nada, o no lo sabía todo, pero si estuviera seguro de eso, o de lo contrario, tampoco podría decírselo.
-¿Y el chico?
Investigaciones Hernando se rió como se ríen los tipos duros cuando se permiten, pese a todos los esfuerzos de las chicas como yo, ablandarse un poco.
-Me cae usted bien, Felipe -dijo, sin dejar de sonreír-, así que le daré una pista. Me consta que usted mismo adivinó algo. Los periódicos que alguien dejaba, enrollados, en la verja de El Samaritano, ese chalé que hay cerca del mirador de la calle Lubricán. Piénselo.
Felipe trató de procesar esa información a toda prisa.
-¿Un sistema para comunicarse con Borja? No le creo. Demasiado artesanal, en estos tiempos de tecnologías tan sofisticadas. Algo así sólo podría ocurrírsele a alguien como yo.
-Piénselo.
-Lo haré.
-Usted tiene el teléfono del muchacho, vi cómo se lo daba. No le llame. Está todo el tiempo desconectado o fuera de cobertura. A mí, llámeme cuando quiera.
Carmeli se había permitido seguir la conversación, adivinando las respuestas del chico que se parecía a Russell Crowe, e hizo un gesto de fastidio que no se sabía a quién iba dirigido, si a Investigaciones Hernando o a Felipe. «Como interrogador era un desastre», le dije a Felipe, cuando colgó, después de una despedida más tristona que fría por su parte, «cualquiera diría que también a ti te pasa como a Pilar y a Pirko, cuando te quedas solo.»
-Debería hacer un cursillo en la policía judicial -le dijo a Carmeli, y por el tono en que lo dijo se diría que se había equivocado de carrera y había fracasado en la vida.
-¿Y eso qué es?
-Los policías que investigan a los sospechosos e interrogan a los detenidos.
-Eres demasiado buenagente para dedicarte a eso -dijo ella, y, para sobresalto de Felipe, se inclinó sobre él y le besó en la frente-. No me gusta verte tristón.
«Te faltan recursos, Gloria Mundi», le dije yo a Felipe. «Una vez vino a interrogarme un sicario del desgraciado de Edgar Hoover, el que inventó el FBI y perseguía a los comunistas. Era un jovenzuelo de Colorado, una auténtica montaña rocosa lo cogieras por donde lo cogieses, y yo lo cogí por lo más rocoso que encontré, y el angelito acabó confesando, como un corderito, que era el mejor interrogatorio que le habían hecho en su vida.»
Conseguí que se riera un poco para sus adentros. Conseguí que se levantase, que se preparase una cena temprana y fría bastante refinada, en gran parte enlatado de calidad -melva de almadraba, espárragos navarros, un huevo cocido, un poco de piriñaca que había sobrado del almuerzo y que Carmeli había guardado en un
tupperware,
dos cogollitos de lechuga bien picaditos, y aceite de oliva virgen y vinagre de módena al gusto del comensal-, y en cuanto terminó y se sirvió un poleo menta, se mordió el labio inferior, que es un gesto que yo conozco bien y que él hace cuando ha decidido algo que está seguro de que le conviene, y dijo:
-Mañana mismo nos vamos a Madrid, bonita. Quiero nuevas experiencias.
Yo le dije:
-Te faltan unos cuantos litros de decapeptyl, en inyecciones trimestrales, para que de verdad te salgan tetas, caderas, voz de mujer fatal, la sonrisa vertical, y acabes hecha una Myra Breckinridge.
-No me importaría nada. En esa película estabas ya hecha un cuadro,
miss
West, pero Raquel Welch era una transexual que quitaba el hipo.
-Por mucho cuadro que esté hecha y por pachucha que llegue a estar, siempre seré Mae West.
El lo sabe. Él me dijo: «Te llamarás Mae West». Sabe perfectamente quién soy yo. Soy su próstata y tengo cáncer, pero todo lo que dicen de mí es verdad: deslenguada, sarcástica, ordinariota, muy sexy, y tengo unas ganas de vivir con las que no habrían podido ni John Wayne, Henry Ford, Robert Mitchum, Robert Ryan, Jeffrey Hunter, Tom Tryon y Sean Connery, todos juntos, en el desembarco de Normandía.
20 de julio, martes
Carmeli me ha ayudado a hacer las maletas y a dejar la casa impecable. Ha llegado un poco tarde, apuradísima, le ha echado la culpa, sin explicarse muy bien, al Rocío Chico, una romería al santuario de la Blanca Paloma, como ella dice con toda devoción, que se celebra un día de mediados de agosto, dentro de casi un mes, así que no había manera de entender qué tenía que ver eso con que se presentase pasadas las diez.
-Debajo de mi casa -dijo por fin-, en el bar Canela, se junta una cofradía del Rocío que empezó ayer a ensayar, a las ocho de la tarde, canciones de misa y cosas así para el Rocío Chico, y yo contra esas canciones no tengo nada, pero con lo que no puedo es con la Salve Rociera. Y el caso es que me parece preciosa, se me pone la carne de gallina cuando la escucho, pero acaba dándome una ardentía que me pone el estómago como un microondas a potencia de gratinar, y he pasado una noche de perros.
-Tienes que ir a otro médico, Carmeli. Eso parece más psicológico que otra cosa.
-Más de locatis, quieres decir, ¿verdad? -parecía dispuesta a aceptarlo con toda resignación.
-Mujer, no de locatis. Cosas curiosas que nos pasan, misterios de la salud.
Estaba inclinada, arreglando los cojines del sofá mientras yo recogía algunas cosas -el cargador del móvil, las cajas de medicamentos que había puesto en una bandeja de plata que había sacado del aparador- para guardarlas, y se irguió con las manos en la boca del estómago. Me buscó los ojos con una mirada llena de cariño.
-Me dicen que no tengo que agacharme ni doblar la cintura, que es peor. ¿Pero de qué me quejo yo, cuando tú tienes lo que tienes?
-A cada uno le toca lo suyo, Carmeli, y a mí no me duele nada. A veces la cabeza, o el cuello y la espalda, si duermo en mala postura.
-Tienes que mirarte eso.
-Me lo miraré. Te lo prometo. En cuanto llegue a Madrid.
-Y lo de la vista.
-También. Te lo prometo.
-Y no vas a dejar esa caminata diaria de una hora.
-No la pienso dejar.
-Y te vas a mirar lo de la próstata, claro.
-Se llama Mae West, Carmeli.
-¿Cómo?
-Una broma, mujer. A mi próstata la he llamado Mae West, una artista del año catapún, muy descarada, que decía muchas verdulerías. Una broma que me estoy gastando a mí mismo. Hay que apañárselas.
-Pero a la tal Mei Güés, o como se llame, te la vas a mirar de arriba abajo en cuanto llegues, ¿verdad?
-Claro que sí. Pero no en cuanto llegue. Ya te he dicho que tengo que ir a revisión a finales de septiembre.
-¿Y no estás asustado?
-Un poco. Y cuando llegue el 23 de septiembre, jueves, estaré acojonado. Pero me las arreglo como puedo: hablo solo, hablo con Mae West, que es lo mismo, leo, voy al cine, en Madrid voy muchísimo al cine, veo en televisión todos los partidos de fútbol que puedo, me encanta el fútbol, me imagino que me toca la lotería y que doy la vuelta al mundo en primera clase, en hoteles de superlujo, con un asistente y guardaespaldas de escándalo, un chico brasileño que conozco, o me invento historias y películas de misterio, de detectives, de amores tardíos e imposibles.