Read Mae West y yo Online

Authors: Eduardo Mendicutti

Mae West y yo (9 page)

BOOK: Mae West y yo
7.13Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Como creí intuir el tono de la velada, me vestí con lo que consideré anticuada distinción, no demasiado formal: un pantalón de tela de gabardina y color berenjena y una bonita guayabera de color cal que compré hace años en Cartagena de Indias, en uno de aquellos viajes de hermandad iberoamericana en los que debía adaptar el discurso del ministro de turno a los distintos países y al carácter de sus respectivos gobiernos. Como he adelgazado unos kilos, la guayabera vuelve a sentarme bien.

Cuando llegué al club social, casi todas las sillas que habían colocado en forma de auditorio para conferencias en la sala de juegos ya estaban ocupadas o parecían reservadas con bolsos, abanicos, rebecas e incluso algún sombrero panamá difícil de llevar con empaque a aquellas horas. Había gente algo más compuesta de lo que había imaginado, charlando en corrillos, entre dentaduras impecables y perfumes caros, y las mesas de juego estaban pegadas a la pared y cubiertas con manteles blancos, dispuestas sin duda para la copa prometida en la invitación que Marita Castells me había hecho llegar por la mañana con los periódicos que me traía su hijo. A ella no la vi, y ninguna cara me resultaba conocida. Un hombre mayor en silla de ruedas parecía abandonado en el pasillo central, entre las dos primeras filas, estorbando el paso. Me senté en la tercera fila empezando por detrás, en la silla del extremo que daba a uno de los pasillos laterales. Me pareció un sitio adecuado para no llamar la atención, aunque tuviera que levantarme algunas veces para dejar paso a quienes fueran a sentarse en otras sillas de la fila. Además, empecé a sudar de manera alarmante, a causa del paseo a pie y de la diferencia de temperatura entre el exterior, todavía caluroso, y el aire acondicionado del salón de juegos, y era preferible que intentara tranquilizarme. A veces logro controlar y acortar un poco la sudoración.

«Encanto, te veo apocado», me dijo Mae West; «te estás comportando igual que una solterona de provincias.»

«Es lo que soy desde que tenía treinta años. ¿Por qué te crees que nunca he llegado a nada en la carrera? Me ha faltado un hombre que me quite el pelo de la dehesa y me apoye en mis viejas y perdidas ambiciones profesionales», le dije yo, muy Joan Crawford en
Alma en suplicio,
esa ama de casa de clase media que está dispuesta a hacer lo que haga falta para trepar en sociedad.

«Cielo, me has tenido a mí. Jamás tuve tentaciones sáficas, como la Stanwyck según las malas lenguas, aunque podría haberlo intentado. Pero has preferido malgastarme con brasileños de corazón de piedra y otros buscavidas por el estilo.»

«¡Cállate!»

Marita Castells nos interrumpió en aquel momento:

-¡Fantástico, has venido! Me temo que Pili Ordóñez no aparecerá, he vuelto a llamarla esta tarde y me ha dicho que tiene migraña. No importa, lo pasaremos bárbaro. Este es mi marido, Ramiro Lesmes, vizconde de Castells. Cariño, es el hermano de Marisol, diplomático, ¿verdad?, alguien me lo ha dicho, luego le explicas de dónde viene nuestro título, le encantará. ¿Qué haces sentado aquí, como si fueras la
nurse ?
Vamos a la primera fila.

-Está reservada.

-Claro. Para la familia y los íntimos. Tú acabas de entrar en ese círculo selecto, ya lo verás.

Me arrastró a la primera fila, cogido de su mano. Ramiro Lesmes daba toda la impresión de ser un vivalavirgen simpático, aunque probablemente con arrebatos caprichosos de aires de grandeza; conozco el formato, como diría el panadero. A su lado se sentó una señora de aspecto doliente a la que Ramiro, tras levantarse con admirable agilidad, besó la mano como un verdadero vizconde. Marita, sentada entre su marido y yo, me susurró que era la mujer de Aresu. Siempre me intrigan las mujeres de los escritores que asisten a lecturas o conferencias de sus maridos, dan la impresión de haber escrito los textos a medias con ellos. La mujer de Aresu no sonrió ni una vez mientras su marido leía aquel capítulo juguetón y necrológico en el que la viuda del narrador tenía un comportamiento ruin e hilarante.

Cuando terminó la lectura, en medio de la catarata de aplausos, Marita se lanzó la primera a besar a Gonzalo Aresu y luego lo libró del acoso de la avalancha de admiradoras para presentármelo.

-Felipe Bonasera, de los Bonasera de Villa Horacia de toda la vida -dijo-. Es primo de Jerónimo Hidalgo, veranea en su casa todo este mes. Lo veremos muchísimo, os caeréis de maravilla.

Gonzalo Aresu parecía algo desencajado por el esfuerzo y por una sonrisa ostentosa.

-Magnífico, Felipe -dijo-. ¿Qué es de Jerónimo? ¿Tú también eres un financiero de categoría? ¿O es impertinente recordar eso en estos momentos?

Era una hábil manera de preguntarme por mi ocupación.

-Soy diplomático -dije.

-Qué envidia. Mi vocación frustrada.

-Habrás estado destinado en miles de países exóticos, incluso salvajes -dijo Marita.

-En realidad, acabo de jubilarme. Anticipadamente, por supuesto. Y he hecho casi toda mi vida profesional en el palacio de Santa Cruz, en el gabinete del ministro de turno. Eso sí, si en algo iguala, e incluso supera, el palacio de Santa Cruz a cualquier destino exótico, incluso salvaje, es en número de fieras.

-Con esa experiencia, deberían destinarte a esta urbanización -dijo Marita, e hizo un gesto de leona de peluche hambrienta.

Un nuevo grupo de admiradoras de Gonzalo Aresu ya nos había rodeado y él empezó a repartir besos que parecían recordatorios. Enseguida me arrepentí de pensar eso. Los recordatorios: esas estampas fúnebres que se entregan en los funerales, con el nombre del difunto y la fecha de su muerte, y una oración por su alma. Cierto que, tras aquella lectura en la que la muerte parecía un cóctel, el besuqueo de Gonzalo daba toda la impresión de ser una despedida feliz, un espiritoso bullicio de adioses anticipados para solventar con elegancia un trance que siempre acaba implicando congoja y lágrimas. Nadie, desde luego, iba vestido para un responso. Todo el mundo sabía, según Marita, que Gonzalo se estaba muriendo -o que estaba peleando contra un cáncer, lo que viene a ser lo mismo- y todos agradecían, con sonrisas apenas contraídas por una escurridiza emoción -entre la piedad y la grima- y con piropos llenos de expresiones efervescentes, aquella oportunidad de quedar bien con él cuando aún estaban a tiempo de que lo supiera. Las mismas palabras iban repitiéndose beso a beso: maravilloso, ejemplar, divertido, admirable. No se referían sólo al texto leído; Gonzalo hacía con mucha clase su papel de condenado risueño y vivaracho. La muerte estaba allí como una respiración agazapada entre los canapés de caviar y huevo hilado y las copas de manzanilla y tubos de cerveza, entre las piernas esbeltas de las muchachas de organdí y Opium y las risas de los muchachos de camisa Ralph Lauren de algodón en colores pastel, entre los cuellos enjoyados de las señoras y las muñecas de los caballeros abrazadas por relojes de oro macizo, y todo -también la muerte- crepitaba como un granizado de champán. Era chispeante, era doloroso, era admirable. Noté que el sudor se me había enfriado y la guayabera estaba seca, quizás levemente arrugada. Nadie lo notaría. Gonzalo Aresu podía ser un cretino con ínfulas de Scott Fitzgerald, pero tenía estilo para ir muriéndose.

-Felipe -dijo Marita, y fue como si me sacara de una hipnosis con un chasquido de los dedos-, voy a presentarte a dos chicos encantadores.

Los chicos tenían, como mínimo, setenta años cada uno.

-Leoncio, André.

Leoncio era grandote, calvo y de piel y ojos muy claros, y llevaba al cuello un foulard escandaloso que eclipsaba el resto de su vestuario. André, enjuto y muy moreno, renegrido por el sol, con bigote a lo Errol Flynn y con el pelo, abundante y bien cortado, sorprendentemente bien teñido de gris pizarra, llevaba algo parecido a un blusón hindú de color celeste, con discretos bordados en el cuello y los puños, y unos pantalones blancos y anchos de un lino muy ligero.

-Y él es Felipe Bonasera -me presentó Marita-. Sospecho que es medio dueño de todo esto, pero se empeña en presentarse como diplomático.

-En cuanto te he visto me he acordado de Roger Peyrefitte, tan refinado -dijo Leoncio-, ¿Verdad, André?

André dijo:

-Mais oui
-y los dos sonrieron con mundana picardía. Tuve la impresión de que era un chiste privado entre ellos.

«Chicas listas», me dijo Mae West; «Gertrude Stein y Alice B. Toklas te han calado.»

Tampoco tenían que ser demasiado listas, bastaba con que tuvieran el legendario ojo clínico de los
caballeros sensibles
para identificar a otros como ellos.

-Llevamos un siglo juntos, como los Windsor -Leoncio era, a todas luces, Gertrude, y no sólo por su aspecto-. Desde una tarde de primavera en París, en Les Deux Magots. Yo estaba sin un franco, pero había robado un foulard fantástico en Galeries Lafayette y esperaba que bastase para que alguien me invitase a un té en ese café mítico; era incapaz de robar una
baguette,
pero robaba los foulards por docenas, los conservo todos. Éste no, éste es una adquisición reciente, en Harrods, pagado
in pounds.
En fin, como decía, enseguida le vi, a él, sentado a un montón de mesas de la mía -André confirmó la historia con la cabeza y un sardónico gesto de desdicha-. Nos estuvimos mirando con coquetería una eternidad. Menos mal que por fin se levantó y se acercó a mi mesa, yo ya estaba temiendo que tendría que dejar el foulard a cambio del té. Le dije:
«Pas d'heure, pas de feu. Mais oui».
Se sentó, y hasta ahora.

Me hizo gracia. Acababa de entender el chiste privado.

-Los domingos por la tarde jugamos bridge en casa -añadió-. Sólo chicas, incluidos nosotros. Serás bienvenido.
Mais oui.

-No juego al bridge -me excusé.

-En realidad, no importa. Las partidas empiezan a las seis, pero a las nueve pasamos, sin contemplaciones, a la cena fría. Incorpórate entonces.

-Mais oui
-dije, y ellos lo celebraron como señoritas victorianas.

Un tipo estremecedoramente vestido de invierno -pantalones de franela, chaqueta marrón de cuadros, corbata de punto azul marino- se acercó con una ridicula cámara de fotos.

-Una pose, por favor -nos rogó-.
Cheeeese...

-Para
La Voz del Sur
-dijo Leoncio-. Ecos de sociedad.

«Parecéis», me dijo Mae West, «las hermanas Gabor. Por la actitud, quiero decir.»

-Me pido Zsa Zsa -dije, en voz alta. Todos reímos.

El tipo disparó tres o cuatro veces, y luego Marita se unió a nosotros.

-Quedará menos monográfico -sentenció, alegremente. Y cuando el tipo de la cámara se fue a fotografiar otros grupos, Marita me explicó que Paco Luna, el corresponsal para todo de
La Voz del Sur
en Sanlúcar, lograba publicar un par de veces por semana entretenidos reportajes fotográficos de sociedad, con pies de foto en los que confundía a todo el mundo-. Y si una semana no tiene nada que llevarse a la cámara -añadió-, publica un resumen del caso Meneses, con un montón de suposiciones que él atribuye siempre a «fuentes bien informadas». Es divertido.

En ese momento, comprendí mi error. Había desestimado el periódico de la provincia y en él, precisamente, podría ponerme al día de las circunstancias de la desaparición de Javier Meneses y de las novedades, más o menos fiables, que fueran surgiendo. En las páginas locales, y no hablemos en las de información general, de los periódicos de tirada nacional no había encontrado nada sobre el caso Meneses en los días que llevaba en Villa Horacia. Le pedí a Marita que incluyera
La Voz del Sur
entre los periódicos que su hijo me llevaba todas las mañanas.

-Por supuesto -dijo ella-. Ver gente conocida en los periódicos es amenísimo. Los demás sólo traen páginas y páginas de fútbol.

Me pregunté si a Leoncio y André les gustaría el fútbol, o al menos el Mundial. No tendría nada de extraño, seguramente no seguirían la Liga y les daría igual un equipo que otro, pero la selección española era por fin, según todos los cronistas, un motivo de orgullo nacional y la gente elegante y de derechas adora las emociones patrióticas. Sería una buena idea sustituir la próxima tarde de bridge, el domingo, por la final entre españoles y holandeses, aunque sólo fuera una reunión de las hermanas Gabor, sin el resto de las chicas. Era una locura volver a casa de Carmeli.

La semifinal entre España y Alemania la había visto allí. Cuando descubrí que Pilar Ordóñez salía a correr justo en el momento en que yo regresaba a casa después de mi caminata terapéutica, decidí llamar a un taxi y presentarme en aquel piso de protección oficial de las afueras de Sanlúcar, con las minúsculas terrazas medio tapadas por ropa tendida y banderas españolas, y una algarabía de gritos desesperados escapándose por todas las ventanas hasta el delirio final. Carmeli se pasó el encuentro tomando bicarbonato para calmar la acidez de estómago que le había producido el himno -fue incapaz de ahorrárselo, como le recomendamos todos: «Tampoco puedo dejar de oírlo después del mensaje del rey en Nochebuena», insistió, con un dramatismo que no tenía nada que envidiarle al de las grandes heroínas clásicas marcadas por la fatalidad-, y Diego, el hermano desastroso de Carmeli, con un aliento que tiraba de espaldas, no paró, entre cerveza y cerveza, de darme unos abrazos casi tan brutales como las continuas patadas de los suizos a nuestros chicos en el desdichado encuentro con el que España se estrenó en el Mundial. Ahora, cada vez que uno de nuestros chicos se quejaba de alguna falta de los sorprendentemente Cándidos alemanes, el marido de Carmeli, un hombre tan delgado y nervioso como ella -aquella casa tenía que ser un polvorín-, decía: «Ese es maricón». Luego, Diego me convenció para llevarme a casa en su coche pretencioso pero de quinta mano, y sin mi consentimiento, antes de coger la vieja carretera de La Jara, dimos un montón de vueltas por las calles de la ciudad para celebrar la victoria a bocinazo limpio y a gritos de «¡Yo soy español, español, español...!». Frente a Los Zarzales, y tras otro abrazo merecedor de roja directa, me amenazó con venir a verme todos los días y llevarme de bulla, para levantarme el ánimo. No lo ha hecho, pero sería una temeridad volver a ese piso y recordarle a Diego su amenaza.

-Nos retiramos,
caro
-dijo Leoncio-. A nuestra edad, tenemos que adelantar dos horas la hora de regreso a casa, o acabarán descubriendo todos nuestros trucos de belleza.

BOOK: Mae West y yo
7.13Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

A Nameless Witch by A. Lee Martinez
Cloaked in Danger by Jeannie Ruesch
One Summer by Karen Robards
Willow Smoke by Adriana Kraft
Man of Honour by Iain Gale