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Authors: Eduardo Mendicutti

Mae West y yo (6 page)

BOOK: Mae West y yo
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-No, yo no llevo tres kilos de maquillaje encima, te lo prometo -dijo Felipe, un poco a lo Cary Grant.

-Yo sí, de la mañana a la noche -no era necesario que lo jurase, pero sí resultaba divertida tanta deportividad-. Es que no puedo salir de mi casa con la cara lavada porque me entran todas las alergias, te lo prometo, el alergólogo me dice que no ha visto un caso igual en toda su vida, qué hombre más amable y educado. Pero no te preguntaba por el maquillaje, por Dios, quería preguntarte si te has comprado casa aquí, o si sólo te has pasado a verme para darte una alegría.

«Zorra», dije yo, y Felipe sonrió, lo que Marita Castells debió de considerar una graciosa e irónica galantería más.

-He venido a comprar los periódicos -dijo Felipe, pero en un tono que insinuaba que no había que desechar el efecto efervescente que ella le producía-. Voy a pasar casi todo este mes en el chalé de un primo mío, Jerónimo Hidalgo.

-¡Jerónimo! ¿Ya ha llegado? Él y Fernanda son una pareja encantadora, una de esas parejas que hacen que rabies de envidia, me muero de ganas de verles.

-Acaban de divorciarse -dijo Felipe-. Lo siento.

-Por eso me hacen rabiar de envidia, cariño -dijo Marita, e hizo un frivolón gesto de agobio matrimonial.

-Por lo visto aún tienen que arreglarlo todo, de momento creo que apenas se han repartido, por sorteo, los meses de veraneo aquí. Fernanda vendrá a mediados de agosto, y Jerónimo a principios de la última semana de julio, así que me ha prestado la casa. Con permiso de su ex, me imagino.

Marita Castells tuvo que atender un momento a un cincuentón enjuto y disfrazado de lobo de mar que había encargado algunos deuvedés con esas películas de mucho ajetreo y mucho ruido que en Hollywood hacen ahora. El lobo de mar, después de pagar el encargo, miró a Felipe, dudó un momento, sin duda desconcertado por encontrar por allí a alguien no conocido, y después se despidió con un gesto de cabeza un poco demasiado John Barrymore.

-Sabes quién es, ¿verdad? -dijo Marita, en cuanto el lobo de mar salió de la tienda.

-Claro -Felipe ya había cogido un ejemplar de casi todos los periódicos a la vista, excluidos los deportivos y un diario local llamado
La Voz del Sur-.
¿Quién no conoce a Gonzalo Aresu?

-El pobre lleva dos años luchando contra un cáncer de colon -Marita lo dijo como si comentase de pasada el elegante bronceado del marinero de guardarropía, mientras tecleaba en la caja para calcular el precio de los periódicos que se llevaba Felipe-. Bueno, lo sabe todo el mundo, él mismo se ha encargado de proclamarlo a los cuatro vientos, entre los artistas y la gente bien eso de decirlo sin rodeos se lleva muchísimo. Por lo visto, ahora se encuentra fenomenal, y con un ánimo estupendo; Gonzalo, no el cáncer, claro. Anda escribiendo una nueva novela, con la concentración que tiene que exigir eso; yo desde luego no estaría para nada. El jueves por la tarde, aprovechando que no dan por televisión ningún partido de esos del Mundial, va a leer aquí mismo, en el salón de juegos del club social, algún capítulo. Vente, si no tienes un plan mejor, a menos que tú seas de los que consideran prioritario estar con su mujer. Si no hay más remedio, también puedes venir con ella, claro.

Felipe siempre ha apreciado mucho el estilo ligero y juguetón: «una de las muestras más refinadas del pudor y del respeto a los demás y a uno mismo», dice, un poco ampuloso. Incluso ahora, tan asustado como está, basta con que alguien le proponga alguna broma sobre lo más truculento o lo que más le duela, para que él entre al trapo sin remilgos. En eso es como Ava Gardner era con los hombres: cualquier chiquilicuatre gracioso le valía.

-Mis mejores planes, de momento, son con la jeringuilla -dijo, muy risueño-, pero no te lleves las manos a la cabeza.

-Por Dios, cariño -le tranquilizó Marita-, ¿quién se escandaliza ahora por un buen chute de botox?

-Y no tengo mujer -añadió él, sin darse la oportunidad de protestar como un hombre de los de toda la vida-. No tengo mujer, en ninguno de los estados posibles: sólido, líquido o gaseoso.

«Ingrato», protesté yo, «¿qué sería de ti sin esta mujer que llevas a la altura de las ingles?»

-Uy, qué bien -dijo Marita, sin darle tiempo a Felipe a mandarme callar-. Un hombre elegante, maduro, con mundo, con posibles y atractivo es lo que necesita este sitio más que el pilates.

-No pondré en duda, por la cuenta que me trae, mi elegancia y mi atractivo y mi condición de hombre de mundo -dijo él-. Y la madurez, por desgracia, salta a la vista. Pero -aparentó estar alarmado- te lo pregunto de manera estrictamente confidencial, ¿de verdad se me nota que tengo posibles? Llevo toda la vida preocupado por que no se me note lo que no me conviene.

-Intuición femenina -dijo ella-. Son cuatro con ochenta. Los periódicos, digo. Y no te pregunto a qué te dedicas porque, tal como están las cosas, aquí eso ya no se le pregunta a nadie. Vente el jueves, anímate, es a las ocho y media, con una copa y tertulia, en plan muy informal. Te presentaré a todo el mundo, incluido al vizconde de Castells, y no te asustes, no te estoy preparando un marrón, como dice mi hijo, el vizconde de Castells es muy entretenido, todo un personaje, pregúntale de dónde ha sacado el título, yo no me presento jamás como vizcondesa de Castells, con eso te lo digo todo. Y siempre se pondrá a tiro alguna señora suelta, aunque sea estacionalmente.

-Hace demasiado calor, Marita -se quejó Felipe-, no sé si podré estar a la altura de los requerimientos de una señora estacionalmente suelta. No me perdonaría jamás que, por mi culpa, echase de menos a su marido.

-Cielo -dijo ella-, por aquí la mayoría de las señoras no les pedimos a nuestros maridos que estén a la altura de nuestros requerimientos más que cuando salimos de compras. -De pronto, Marita recordó algo. Se dio una palmada muy teatral en la frente-. ¡Pilar! -dijo-. Pili Ordóñez. O Meneses. El marido ha desaparecido de la noche a la mañana, como si se lo hubiera tragado la tierra. Un misterio horroroso. Y ella, pobre, puedes imaginarte cómo está, destrozada, pero yo me encargo de animarla para que venga. Os caeréis de miedo, ya lo verás.

-Mi vecina, ¿no? -dijo Felipe, sorprendido.

-¿Tu vecina? Ah, claro, qué tonta, su casa está enfrente de la de Jerónimo Hidalgo. Ya la has visto, ¿verdad? Sí, la casa supongo que ya la has visto, digo que también habrás visto a Pilar. Una chica fantástica. Sencilla, agradable, mona. Y ahora le pasa esto con el marido y se la ve afectadísima, fíjate, por aquí la mayoría estaríamos dando saltos de felicidad si nos viéramos en ésas. ¿Tú te imaginas que desapareciera como por ensalmo el vizconde de Castells? Iba yo a organizar un fiestón... Pero se ve que ella quiere a su marido, una extravagancia deliciosa. Prométeme que vienes el jueves a la lectura, y yo te prometo que te traigo a Pilar Ordóñez, o Meneses. El desaparecido se llama, o se llamaba, cualquiera sabe, Javier Meneses.

Felipe dio a entender que aquello le parecía una encantadora travesura.

-Prometido -dijo.

Se besaron para sellar el acuerdo. Luego, Felipe le preguntó a Marita dónde podía comprar pan y ella le dijo que allí, en Villa Horacia Village & Resort, en ninguna parte, pero que ella podía decirle al repartidor de una panadería de Sanlúcar, que llevaba el pan todas las mañanas por las casas, que lo sirviese también en Los Zarzales.

-Mejor no -se corrigió enseguida-. Lo mejor es que tú mismo le pidas a Pili Ordóñez, o Meneses, o como se llame ahora, que te haga el favor. No tienes más que cruzar la calle. Seguro que también a ella le llevan el pan cada mañana y no le costará nada pedirle al repartidor que te deje a ti lo que necesites. Díselo hoy mismo. Así os vais conociendo.

Marita se quedó en la puerta de su quiosco y no regresó al interior hasta que Felipe se volvió para despedirse de ella de nuevo, mandándole un beso con la punta de los dedos, antes de salir de la casa grande. La neblina que lo desdibujaba todo cuando salimos de casa, hacía poco más de una hora, se había apelmazado, y se anunciaba un día de bochorno. Una veleta encaramada al tejado de un chalé de construcción clásica señalaba un tímido viento del norte, denso y caliente. En cualquier momento, tal vez en cuanto empezara a bajar la marea, saltaría el levante.

-Encanto, te has comportado como un cursi en el armario -dije.

-No hay ninguna necesidad, Mae West, de ir por la vida soltando plumas a troche y moche.

-Siempre que la pluma no te salga a la hora de cortar el bacalao...

-Nadie va a cortar ningún bacalao. Y basta ya, que voy a terminar hablando como tú.

-Más te vale -le dije-. Ni por todo el imperio de Howard Hughes estaría yo dispuesta a hablar como tú hablas. Antes me comería la lengua.

-No sería lo más indecente que te has comido en tu vida -me dijo Felipe, divertido, y movió la cabeza como reconociendo que una conversación así le hacía bien.

Porque le hace bien. Por eso no me muerdo la lengua. Y en cuanto a comerme algo que me deje buen cuerpo, me conformo con ir comiéndole poco a poco ese miedo que de pronto le salta al pecho como un arañazo venenoso.

Yo: «Espiar es como alimentarse»

6 de julio, martes

He dormido mal. Me he levantado cada hora y media, casi puntualmente, y he ido al baño acuciado por una urgencia que luego no parecía tan perentoria. A veces logro dormir tres o cuatro horas seguidas inmediatamente después de acostarme, por lo general antes de medianoche, pero desde que me levanto por primera vez ya no consigo conciliar el sueño por completo hasta que amanece. Entonces me vence un sopor pegajoso y espeso que me provoca pesadillas y del que me cuesta trabajo librarme. Salto de la cama en cuanto tomo conciencia de que, así, puedo bloquear toda esa angustia. Por eso sigo madrugando, aunque ya no tenga obligaciones de ningún tipo, ni siquiera las que uno en ocasiones se inventa para no dejarse llevar por la apatía o el desaliento.

A las ocho ya había desayunado y me había sentado junto al cierro del cuartito de estar que da a la calle Poniente. Estoy procurando mantener la costumbre de leer un poco antes de afeitarme, ducharme e inventar alguna tarea para la mañana. En Madrid bajo a comprar los periódicos en un quiosco que está cerca de casa y luego los hojeo sentado en la butaca del dormitorio, con los pies sobre la cama y de espaldas a la ventana, aprovechando la primera luz del día. Durante años, cuando tenía que cumplir un horario laboral de lunes a viernes, ése fue mi ritual mañanero los fines de semana, incluso en invierno, los días oscuros y lluviosos que apenas permiten leer los titulares si uno se empeña en hacerlo sólo con luz natural. Es una manía extraña y, en algunos momentos, absurda, porque obliga a forzar la vista hasta extremos ridículos y seguramente insanos, pero encender lámparas en casa antes de la hora de comer siempre se me ha antojado fúnebre. Un dormitorio con las luces encendidas a las diez de la mañana es lo más parecido a un tanatorio.

Aquí, ahora, en el mes de julio, a las ocho el sol ya está crecido y empieza a caldear las fachadas de las casas de esta acera de la calle. A partir de las diez resultan mucho más agradables las habitaciones que dan al porche trasero, pero desde ellas no hay nada interesante que ver, sólo el seto alto de transparente que separa Los Zarzales del garaje del chalé construido a su espalda. No es que la calle Poniente de Villa Horacia Village & Resort, a las ocho de la mañana -de hecho, a cualquier hora del día-, sea el espectáculo más animado del mundo, pero he decidido convencerme de que Los Zagalejos puede depararme en cualquier momento interesantes novedades. Es un entretenimiento mezquino, lo sé, pero espiar se parece a tener apetito, y el apetito es una señal inequívoca de buena salud. Espiar es como alimentarse. Además, suponía que Marita Castells no abriría su quiosco de prensa hasta una hora acorde con las costumbres relajadas y tardías de acomodados veraneantes en vacaciones, de modo que espiar un poco, entre carta y carta del libro con la correspondencia de Truman Capote que metí en el equipaje -junto al último novelón de Irving y la ineludible, siempre estimulante trilogía de Corfú de Gerald Durrell, que releo todos los veranos-, era una buena manera de empezar el día.

Entonces llamaron al timbre de la puerta.

Me quedé durante unos segundos desconcertado, mirando la calle desierta, como sorprendido de que no estuviera tomada por los bomberos, por un enjambre de ambulancias o por una manifestación de anarquistas madrugadores que iban casa por casa reclamando las plusvalías. El timbre volvió a sonar y me decidí a mirar por la mirilla de la puerta de entrada. Al otro lado, un muchacho de unos veinte años y cuyas facciones me resultaban vagamente familiares empezaba a hacer muecas de impaciencia.

-Perdona -dijo, en cuanto comencé a abrir la puerta-, a lo mejor aún estabas dormido.

-Madrugo -le dije-, no te preocupes. ¿Necesitas algo?

No era demasiado alto ni demasiado guapo, pero había en él algo decidido y bullicioso que resultaba tonificante a aquellas horas de la mañana. Sostenía a su costado una bicicleta de cuyo manillar colgaba una mochila abierta y llena de periódicos.

-Soy hijo de Marita, la dueña del quiosco de prensa -su manera de sonreír desprendía vitalidad-. Mi madre me ha dicho que a lo mejor te interesa recibir en casa, todas las mañanas, la prensa. Bueno, todas las mañanas menos sábados y domingos, esos días no me comprometo a levantarme a tiempo.

-Claro. Quiero decir que me parece estupendo que me traigas los periódicos todas las mañanas, y que entiendo perfectamente que los fines de semana no puedas comprometerte a madrugar. No sé si te ha dicho tu madre que me interesan todos los periódicos que recibe. Todos menos los locales. Tampoco los deportivos.

-Me lo ha dicho, sí.

Llevaba los ejemplares enrollados y sujetos por una goma, y ordenados por cabeceras dentro de la mochila. Fue eligiéndolos y entregándomelos con una soltura muy profesional.

-El servicio a domicilio es a cambio de la voluntad -dijo.

-¿Y esa voluntad cómo se llama?

Volvió a sonreír y entonces sospeché que aquella sonrisa tan abierta y animosa podría ser una táctica muy bien entrenada y ejecutada, pero no dejaba de ser extraordinariamente agradable.

-Hay gente enrollada que da cincuenta euros a la semana -dijo, y se encogió de hombros, como disculpándose por aceptar semejante dispendio-. Es gente mayor y forrada, ¿sabes? Otros piensan que diez euros está bien.

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