Maestra en el arte de la muerte (3 page)

BOOK: Maestra en el arte de la muerte
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Al llegar a la villa, Mordejai había preguntado al mayordomo si debía quitarse los zapatos antes de entrar.

—He olvidado cuál es la religión de vuestro amo.

—También él, excelencia.

Sólo en Salerno, pensaba Mordejai en ese momento, los hombres se olvidaban de sus costumbres y de su Dios para venerar a los enfermos.

Él no estaba seguro de aprobarlo. Sin duda era maravilloso, pero aquello contravenía las leyes eternas: se diseccionaban cadáveres, las mujeres se libraban de fetos indeseados y se les permitía practicar la medicina, la carne era mancillada por la cirugía.

Eran cientos las personas que, atraídas por su fama, llegaban a Salerno, arrastrándose a través de desiertos, estepas y montañas para ser curados. Ya fuera solos o acarreando a sus enfermos.

Mientras contemplaba el conjunto de tejados, torres y cúpulas que estaban más abajo y degustaba el vino, Mordejai se maravillaba de que, entre todas las ciudades, fuera Salerno y no Roma, París, Constantinopla o Jerusalén la que había desarrollado la escuela de medicina más importante del mundo.

En ese preciso momento el tañido de las campanas del monasterio llamando a novenas se cruzó con el grito del muecín, que desde la mezquita convocaba a la oración, pugnando, a su vez, con el coro de los cantores de la sinagoga. Todos esos sonidos remontaron la colina para alcanzar los oídos de los hombres que estaban en el balcón, en un revoltijo de desafinados tonos graves y agudos.

Ésa era la clave, por supuesto. La mezcla. Los rudos y codiciosos aventureros normandos que fundaron su reino en Sicilia y el sur de Italia habían sido pragmáticos y habían mostrado al mismo tiempo visión de futuro. Siempre que un hombre se adecuara a sus propósitos, no importaba a qué dios adoraba. Si ansiaban la paz, y en consecuencia, la prosperidad, debían integrar a los distintos pueblos conquistados. No habría sicilianos de segunda clase. El árabe, el griego, el latín y el francés serían lenguas oficiales.

Cualquier hombre, independientemente de su fe, podía llegar hasta donde su capacidad se lo permitiera.

«No debería quejarme», pensaba Mordejai. Él mismo, un judío, trabajaba para un rey normando junto a cristianos de la Iglesia ortodoxa griega y católicos fieles al Papa. La galera de la que había desembarcado formaba parte de la Armada Real de Sicilia, a cargo de un almirante árabe.

Abajo, en las calles, la chilaba se rozaba con la cota de malla del caballero; el caftán, con el hábito del monje. Sus dueños no sólo no se insultaban, sino que intercambiaban saludos, noticias y, sobre todo, ideas. —Aquí está, mi señor —anunció Gaius.

Gordinus cogió la carta.

—Ah, sí, por supuesto. Ahora recuerdo... «Simón Menahem de Nápoles partirá en un barco para cumplir una misión especial...», mmm... mmm, «los judíos de Inglaterra se encuentran en un aprieto de cierto peligro. Los niños del lugar son torturados y asesinados...», oh, por Dios... «y se culpa de ello a los judíos», ¡oh, por Dios, por Dios! «Se le ha encomendado descubrir qué ocurre y enviar con el mencionado Simón a una persona versada en causas de muerte, que hable tanto inglés como yidis, y no cometa indiscreciones en ninguna de las dos lenguas». — Gordinus sonrió a su secretario—: Y así lo hice, ¿no?

Gaius adoptó una actitud diferente.

—En ese momento surgió un asunto, mi señor...

—Por supuesto, lo hice, lo recuerdo perfectamente. Y no sólo envié a un experto en procesos mórbidos, sino a una persona que habla latín, francés y griego además de las lenguas requeridas. Un buen estudiante. Así se lo dije a Simón, que parecía preocupado. «No encontraréis una persona mejor», le aseguré.

—Excelente —exclamó Mordejai—. Excelente.

—Sí, creo que cumplimos con lo especificado por el rey —afirmó Gordinus, todavía con tono triunfal—. ¿No es así, Gaius?

—Hasta cierto punto, mi señor.

Había algo extraño en la actitud del sirviente. Mordejai estaba acostumbrado a percibir ese tipo de cosas. Comenzaba a preguntarse por qué Simón de Nápoles se habría preocupado por la elección del hombre que iba a acompañarlo.

—A propósito, ¿cómo está el rey? —preguntó Gordinus—. ¿Solucionó ese pequeño problema?

Mordejai, que ignoraba cuál era el pequeño problema del rey, se dirigió a Gaius.

—¿A quién envió?

Gaius echó un vistazo a su amo, que había reanudado la lectura.

—La elección fue inusual y me pregunté... —susurró Gaius con voz apenas audible.

—Escuchad, esta misión es extremadamente delicada. No habrá elegido a un oriental, ¿verdad? ¿A un amarillo, que se distinguiría como un limón en Inglaterra?

—No, no lo hice. —Gordinus había vuelto a integrarse en la conversación.

—Bien, entonces, ¿a quién envió? —Gordinus se lo dijo. La incredulidad hizo mella en Mordejai—. ¿Cómo? ¿A quién?

Gordinus se lo repitió.

El de Mordejai fue otro de los gritos que rasgaron el aire en aquel año de chillidos.

—¡Sois un estúpido, un anciano imbécil!

Capítulo 2

Inglaterra, 1171

—Nuestro prior se muere —anunció el joven monje desesperado—. El prior Geoffrey está agonizando sin un lugar donde yacer. En nombre de Dios, os pedimos prestado vuestro carro.

Toda la comitiva había sido testigo de las discusiones del monje con sus hermanos acerca del lugar apropiado para que el prior pasara sus últimos minutos terrenales. Los otros dos preferían el catafalco abierto en el que viajaba la priora, o incluso el suelo, antes que el carro cubierto de aquellos búhoneros paganos.

Un círculo de hábitos negros rodeaba al prior, como cuervos revoloteando sobre la carroña, agobiándolo con sus cuidados mientras éste se retorcía de dolor.

La monja joven agitaba un objeto sobre el enfermo.

—Los auténticos nudillos del santo, excelencia. Aplicáoslo nuevamente... os lo ruego. Esta vez, sus poderes milagrosos...

La suave voz se volvió casi inaudible entre las impacientes solicitudes del clérigo llamado Roger de Acton, el mismo que había estado molestando al pobre prior con sus asuntos desde que habían salido de Canterbury.

—El verdadero nudillo de un verdadero santo crucificado, sólo hay que tener fe Incluso la priora pregonaba a los cuatro vientos su preocupación.

—Posadlo sobre la parte afectada, orando con mayor devoción, prior Geoffrey, y el pequeño Peter obrará.

La cuestión fue dirimida por el mismo enfermo, quien, entre bramidos profanos y dolientes, logró indicar que prefería cualquier lugar, aun cuando fuera pagano, en tanto le permitiera estar lejos de la priora, los fastidiosos monjes y el resto de estúpidos bastardos reunidos a su alrededor para contemplar su agonía. Con inusitado énfasis, afirmó que él no era un entretenimiento morboso. Algunos campesinos que pasaban por el lugar se habían detenido para mezclarse entre la caballería y observaban con interés las contorsiones del prior.

El carro de los vendedores ambulantes fue el lugar elegido. En consecuencia, el joven monje se acercó a dialogar con sus dueños, en normando, con la esperanza de que entendieran el idioma. Hasta ese momento habían oído que tanto ellos como la mujer que los acompañaba hablaban una lengua extranjera.

En un primer momento, parecieron desconcertados.

—¿Qué le ocurre? —preguntó entonces la muchacha pequeña y desgarbada. El monje la alejó agitando su mano.

—Apartaos, esto no es asunto de mujeres.

El más bajo de los dos hombres miró hacia el carro con cierta preocupación. —Por supuesto... ¿Señor...?

—Hermano Ninian —apuntó el monje.

—Soy Simón de Nápoles. Este caballero es Mansur. Naturalmente, hermano Ninian, nuestro carro está a vuestro servicio. ¿Qué mal aqueja a este pobre hombre?

El hermano Ninian se lo explicó.

El sarraceno no modificó su expresión. Probablemente jamás lo hacía. Pero Simón de Nápoles, haciéndose cargo de la aflicción, era todo simpatía.

—Tal vez podamos brindarle más ayuda —ofreció—. Mi acompañante es miembro de la escuela de medicina de Salerno.

—¿Un médico? ¿Es médico?

El monje salió corriendo hacia el círculo donde se hallaba el prior, mientras gritaba: —¡Son de Salerno! ¡El moreno es médico, un médico de Salerno! Un médico de renombre. Todo el mundo lo conocía. El hecho de que los tres procedieran de Salerno explicaba que parecieran tan extraños. ¿Quién sabía qué aspecto tenían los italianos?

La mujer se aproximó a los dos hombres sentados en el pescante.

Mansur observaba a Simón con una de aquellas miradas suyas que parecían desollarlo lentamente.

—El bocazas este les ha dicho que soy un doctor de Salerno.

—¿Eso dije? Yo dije
mi acompañante.
Mansur se dirigió a la mujer.

—El pagano no puede orinar —le explicó.

—Pobre hombre —se compadeció Simón—. Lleva más de once horas así. Se queja de que va a explotar. ¿Es posible tal cosa, doctora? ¿Morir ahogado por los propios fluidos?

Sí, ciertamente, era posible. No había más que ver los saltos de dolor que daba el hombre. De seguir así, terminaría por explotar, o al menos su vejiga lo haría. Era algo propio de la condición masculina. Lo había visto en la mesa de disección.

Gordinus había utilizado un cadáver para mostrar una patología similar, pero había dicho que el paciente podría haberse salvado si... si... Ah, sí. Eso era. Y su padrastro había visto emplear ese procedimiento en Egipto.

—Humm... —se limitó a decir.

Simón la acechaba como un ave de rapiña.

—¿Puede curarse? Oh, Dios, si eso fuera posible, el beneficio que obtendríamos para nuestra misión sería incalculable. Es un hombre muy influyente.

A Adelia aquello no le importaba. Sólo veía en él a una criatura que sufría. Y sabía que, sin su intervención, la agonía continuaría hasta que su propia orina lo envenenara. Sin embargo, debía contemplar la posibilidad de que su diagnóstico fuera equivocado. Existían muchas causas que podían provocar la retención de orina. No podía errar.

—Humm... —volvió a decir, pero con otro tono.

—¿Es arriesgado? —El tono de Simón también había cambiado—. ¿Puede morir? Doctora, debemos considerar que nuestra posición... La doctora lo ignoró. A punto estuvo de darse la vuelta y pedirle a Margaret su opinión antes de que la invadiera una abrumadora sensación de soledad. El espacio que ella había ocupado durante buena parte de su niñez estaba vacío, y así seguiría. Margaret había muerto en Ouistreham.

Junto con la desolación llegó la culpa. Margaret jamás debió haber emprendido aquel viaje, pero había insistido tanto... Adelia tenía debilidad por ella. Necesitaba de una compañía femenina y como le aterraba que no fuera la de su estimada servidora, había accedido. Fue demasiado. Casi mil millas de viaje por mar y el golfo de Vizcaya azotado por la peor tempestad fueron condiciones demasiado duras para una anciana. Una apoplejía. La mujer que con su amor había sostenido a Adelia durante veinticinco años había sido sepultada en la tumba de un minúsculo cementerio a orillas del Orne. Tendría que enfrentarse sola a la travesía a Inglaterra. Una Ruth en tierras foráneas.

—¿Qué habría dicho esa noble alma ante una situación así?

«No sé para qué me preguntáis. De todos modos, nunca tenéis en cuenta mis opiniones. Sé que os arriesgaréis por el pobre caballero. Os conozco, florecilla, no me importunéis pidiéndome consejo, ya que nunca obráis en consecuencia».

«Y, efectivamente, nunca la obedecí», se dijo suavemente Adelia recordando su bella entonación de Devon. Margaret sólo había sido su caja de resonancia. Y su consuelo.

—Tal vez deberíamos partir, doctora —aconsejó Simón.

—El hombre está moribundo.

Ninguno ignoraba el peligro que correrían en el caso de que la operación fallara. Desde que habían desembarcado en aquel desconocido país, Adelia no había sentido más que desolación. Su exotismo otorgaba un halo de hostilidad incluso a la más cordial de las compañías. Pero en este asunto, ni el peligro latente ni el posible beneficio —si el prior resultaba curado— tenían mayor importancia: ella era médico y un hombre estaba muriendo; no había alternativa.

Adelia miró a su alrededor. La calzada, probablemente romana, era recta como un dedo apuntando en una dirección. Hacia el oeste, a su izquierda, donde empezaban las tierras pantanosas de Cambridgeshire, el terreno era llano. La pradera oscura y las tierras húmedas se perdían en el horizonte dorado y bermellón del atardecer. A su derecha había una colina boscosa de poca altura y rodadas que llevaban hasta allí. No se divisaba ningún lugar habitado, una casa, una granja, ni siquiera la cabaña de un cazador. Sus ojos se detuvieron en la zanja, casi una acequia, que discurría entre el camino y las colinas. Se quedó contemplando su contenido como si admirara las bendiciones de la Naturaleza.

Necesitarían privacidad. También luz. Y algo que había en la zanja. La doctora dio instrucciones.

Los tres monjes se acercaron cargando a su doliente prior. Un indignado Roger de Acton corría junto a ellos, todavía pregonando la eficacia de la reliquia de la priora. El mayor de los monjes se dirigió a Mansur y a Simón.

—El hermano Ninian dice que vosotros sois doctores de Salerno. —Su rostro y su nariz podrían haber afilado un pedernal. Simón miró a Mansur por encima de la cabeza de Adelia, que permanecía en medio de ambos.

—Ateniéndome rigurosamente a la verdad, puedo deciros que contamos entre nosotros con considerables conocimientos médicos.

—¿Podéis ayudarme? —gritó nerviosamente el prior a Simón.

—Sí —repuso con firmeza, disimulando la opresión que sentía en las costillas. De todos modos, el hermano Gilbert se colgó del brazo del inválido, reticente a entregar a su superior.

—Prior Geoffrey, ignoramos si estas personas son cristianas. Necesitaréis del consuelo de la oración. Me quedaré junto a vos.

Simón meneó la cabeza.

—Para realizar la curación es necesario obrar en soledad. Entre el doctor y su paciente debe haber privacidad.

—¡Por Jesucristo, dadme algún alivio! Nuevamente fue el mismo prior Geoffrey quien resolvió la cuestión. Arrojó al suelo al hermano Gilbert y su cristiano solaz. Apartó a los otros dos monjes y les pidió que esperaran allí. El caballero montaría guardia.

Agitando las piernas y tambaleándose, el prior llegó a la abertura trasera del carromato. Simón y Mansur lo levantaron con esfuerzo y lo acomodaron dentro.

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