Maestra en el arte de la muerte (30 page)

BOOK: Maestra en el arte de la muerte
2.19Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

«¿Cómo habría podido hacerlo? ¿Cómo habría conseguido llevarlo hasta una posición que le permitiera empujarlo al agua?», se preguntaba. No habría requerido mucha fuerza para golpearlo con el mástil en la espalda. Habría descargado todo su peso sobre él de modo que no pudiera moverse. Un minuto o dos, quizás, mientras escarbaba como un escarabajo, y esa vida sensible y bondadosa se había extinguido.

Oh, Dios, ¿cómo había sucedido? Adelia imaginó oleadas de barro dificultando la visión de las algas que le rodeaban y le atrapaban, agónicas burbujas indicando los últimos rastros de respiración. Comenzó a respirar con dificultad, sintió el pánico de quien está tragando agua, pese a que inhalaba el aire limpio de Cambridge. «Basta. Esto no le ayudará», se conminó. ¿Qué podría ayudarle?

Sin duda, encontrar al asesino —que era también el asesino de los niños— y llevarlo ante un tribunal, pero cuánto más difícil sería lograrlo sin él. «Probablemente tengamos que hacerlo antes de que este asunto esté terminado, doctora. Pensar como él piensa».

Ella le había respondido: «Vos lo haréis, sois el clarividente». Supo entonces que debía tratar de adentrarse en una mente que veía la muerte como algo conveniente, y en el caso de los niños, placentero. Pero se sentía empequeñecida. La ira despertada por la tortura de los niños había sido la de un
deus ex machina
, que estaba allí para poner las cosas en orden. Ella y Simón se habían mantenido al margen, sin llegar a involucrarse; no eran su continuidad sino su conclusión. Pero su tácita intangibilidad —no estaba previsto que los dioses se conviertan en mortales— se había quebrado con la muerte de Simón, arrojando a Adelia al mismo saco que los habitantes de Cambridge, tan ignorantes e indefensos como minúsculas briznas, sacudidas por el viento, en manos del destino.

Ahora compartía el dolor de Agnes, sentada ante su choza; de Hugh, el cazador que se lamentaba por su sobrina; de Gyltha y de cualquier otro hombre o mujer que pudieran perder a un ser amado.

Sólo cuando oyó unos pasos conocidos que avanzaban hacia ella supo que los había estado esperando. Saber que el recaudador de impuestos era tan inocente de los crímenes como ella misma le había proporcionado una tabla de salvación a la que aferrarse. Y de no ser porque aquella revelación la desconcertaba, se habría alegrado de disculparse humildemente por sospechar de él.

Era preferible parecer una persona imperturbable, excepto con sus seres más cercanos. Adoptaba la actitud amable pero distante de quien había elegido su profesión respondiendo a la llamada del dios de la medicina. Era su coraza para desviar la impertinencia, el exceso de confianza y, en ocasiones, el descarado atrevimiento con que sus alumnos y sus primeros pacientes habían intentado tratarla. En efecto, Adelia se veía como un ser apartado de la humanidad, un fortín sereno y oculto con el que sus semejantes podían contar si era necesario, aunque nunca se dejara involucrar.

Pero ante el dueño de los pasos que se aproximaban Adelia había mostrado dolor y pánico, había pedido ayuda, rogado, se había apoyado en él, aun en medio de su sufrimiento había agradecido que estuviera junto a ella.

En consecuencia, el rostro con que Adelia miró a sir Rowley Picot estaba pálido.

—¿Cuál ha sido el veredicto?

No había sido convocada para mostrar las pruebas al jurado que precipitadamente se había constituido para investigar la muerte de Simón. Sir Rowley había creído que revelar su condición de experta en la muerte no le beneficiaría ni a ella ni a la verdad.

«Sois mujer, y extranjera. Aun cuando os creyeran, sólo os granjearíais una mala reputación. Yo les mostraré la magulladura en la espalda y explicaré que él estaba investigando las finanzas del asesino de los niños, y que por ese motivo se convirtió en su víctima. Pero dudo que el funcionario a cargo de la investigación o el jurado, todos aldeanos, tengan la inteligencia necesaria para desenredar esa intrincada madeja con algún argumento creíble».

A juzgar por el aspecto de sir Rowley, no lo habían hecho.

—Muerte accidental por ahogamiento —anunció—. Me han tomado por loco.

—El recaudador apoyó las manos en una almena y lanzó un exasperado suspiro hacia la ciudad, que se veía más abajo—. Todo lo que pude lograr es socavar apenas su convicción de que el hombre que mató al pequeño Peter y a los otros niños fue uno de los suyos y no un judío.

Durante un segundo algo se irguió en la turbulenta mente de Adelia, mostrando su horrenda dentadura; luego volvió a hundirse en ella, para ocultarse detrás del dolor, la desilusión y la ansiedad.

—¿Y el entierro?

—Ah, venid conmigo —indicó Picot.

En un instante el servil
Salvaguarda
se irguió sobre sus patas como husos y salió trotando tras él. Adelia lo siguió más lentamente.

En el gran patio, la construcción progresaba. Los golpes insistentes y ensordecedores del martillo en la madera ahogaban el parloteo de los funcionarios. En un rincón se montaba un nuevo patíbulo con tres horcas que utilizarían los tribunales cuando los jueces ambulantes vaciaran las cárceles del condado y juzgaran los casos de las personas acusadas. Junto a las puertas del palacio se había instalado una larga mesa y un banco a los que se llegaba subiendo unos escalones —casi a la altura de la cuerda del cadalso— para que los jueces quedaran por encima de la multitud.

El estruendo se debilitó un poco cuando sir Rowley, seguido por Adelia y su perro, doblaron una esquina. Dieciséis años de paz con el rey de la Casa de Anjou habían permitido que los alguaciles de Cambridgeshire se construyeran una prolongación de sus aposentos, de modo que bajando unos peldaños se llegaba a un jardín rodeado de muros al que se accedía desde el exterior por un arco.

Dentro todo era silencio. Adelia podía oír las primeras abejas del verano volando de una flor a otra.

Un verdadero jardín inglés, un espacio concebido para el esparcimiento y el cultivo de plantas medicinales y no como un monumento. En esa época del año carecía de colores, excepto por las prímulas que crecían entre las piedras de los senderos y la mancha azulada de un parterre de violetas que se apiñaban siguiendo la parte baja de un muro. Se sentía la frescura del follaje y el olor a tierra.

—¿Esto servirá? —preguntó sencillamente sir Rowley. Adelia lo miró, muda—. Es el jardín del alguacil y su esposa. Han accedido a que Simón sea sepultado aquí — explicó Picot con exagerada paciencia. Luego la cogió del brazo y la condujo hacia un sendero donde un cerezo silvestre desparramaba sus delicados capullos blancos sobre la descuidada hierba, salpicada de margaritas—. Éste es el lugar que hemos elegido.

Adelia cerró los ojos e inspiró profundamente.

—Quiero pagarles —dijo al cabo de un rato.

—De ninguna manera —se negó el recaudador, ofendido—. En realidad, no me he expresado bien al decir que es el jardín del alguacil, pues, en última instancia, es el jardín del rey. Él es el propietario de cada acre de tierra inglesa, excepto las que pertenecen a la Iglesia. Y como Enrique Plantagenet aprecia a sus judíos y yo soy su representante, sencillamente me limité a señalar al alguacil Baldwin que al ceder un espacio a los judíos se lo cedía al rey. Lo que también hará, de otra manera y en breve, porque Enrique tiene previsto visitar el castillo, otro factor que señalé a su señoría. —Sir Rowley hizo una pausa y frunció el ceño—. Tendré que presionar al rey para que en cada ciudad haya un cementerio judío. Es un escándalo que carezcan de ellos. No creo que esté al tanto.

Tal vez no fuera cuestión de dinero, pero Adelia sabía a quién debía pagar.

Había tiempo para hacerlo, y adecuadamente.

La doctora flexionó su rodilla ante Rowley Picot en una profunda reverencia.

—Señor, estoy en deuda con vos. No sólo por esta muestra de amabilidad, sino por las injustas sospechas que albergué con respecto a vuestra persona. Lo siento profundamente.

Rowley la miró.

—¿Qué sospechas? Adelia hizo un gesto vago.

—Pensé que podíais ser el asesino.

—¿Yo?

—Habéis ido a las cruzadas. Según creo, también él. Habéis estado en Cambridge en las fechas pertinentes y en Wandlebury Ring la noche en que fueron trasladados los cuerpos de los niños... —Por Dios, cada vez que exponía su teoría le parecía más razonable. ¿Por qué debía disculparse?—. ¿Qué otra cosa cabía pensar?

—preguntó.

Parecía estar petrificado. Sus ojos azules la miraban y la señalaba con el dedo, incrédulo. Luego se señaló a sí mismo.

—¿Yo?

Adelia se impacientó.

—Veo que era una sospecha vil.

—Condenadamente vil —insistió sir Rowley, tan enérgicamente que espantó a un petirrojo que emprendió el vuelo—. Señora, debo haceros saber que me gustan los niños. Sospecho que soy padre de algunos, aun cuando no puedo reivindicar mi paternidad. He estado buscando a ese bastardo, os lo dije.

—El asesino también podía haberlo dicho. No explicasteis por qué. Picot lo pensó un instante.

—¿No lo hice? En rigor, sólo me importa a mí, aunque dadas las circunstancias... Esto será una confidencia, señora —declaró mirando a Adelia.

—Guardaré el secreto.

A pocos pasos de donde estaban había un bancal de hierba. Tiernas hojas de lúpulo formaban un tapiz contra los ladrillos del muro. Rowley lo señaló y se sentó junto a Adelia, con las manos enlazadas sobre las rodillas.

—Para empezar, debo deciros que soy un hombre afortunado. —Había sido afortunado por tener un padre que hacía monturas y arneses para el señor de Aston en Hertfordshire y se encargó de que tuviera educación; por tener una figura y una fortaleza que llamaban la atención; por tener un cerebro ávido de conocimientos...—. También deberíais saber que mi destreza matemática es sobresaliente, al igual que mi dominio de lenguas...

Nada tímido para hablar con franqueza, pensó Adelia, divertida. Era algo que solía decir Gyltha.

Las habilidades del joven Rowley Picot habían sido advertidas tempranamente por el amo de su padre, que lo envió a la escuela pitagórica de Cambridge, donde estudió las ciencias de los griegos y los árabes y donde, a su vez, fue recomendado por sus tutores a Geoffrey de Luci, canciller de Enrique II, quien le dio trabajo.

—¿Como recaudador de impuestos? —preguntó Adelia con inocencia.

—En principio, como funcionario del alto tribunal encargado de las causas de derecho privado —explicó sir Rowley—. Finalmente, llegué a trabajar para el propio rey, por supuesto.

—Por supuesto.

—¿Puedo continuar con el relato —quiso saber Picot— o preferís que hablemos del clima? —Os ruego que continuéis, señor. Estoy verdaderamente interesada —pidió Adelia, recapacitando.

¿Por qué se burlaba de él precisamente ese día? Él, que lograba con sus hechos y palabras hacer su sufrimiento más llevadero. «Oh, por Dios», pensó, horrorizada. El hombre le resultaba atractivo.

La revelación surgió como un ataque, como si hubiera estado acechando en algún lugar estrecho y secreto dentro de ella y súbitamente hubiera crecido demasiado para seguir pasando inadvertido.

¿Atractivo? Con sólo pensarlo las piernas le flaqueaban, su mente sentía una especie de embriaguez, y también algo parecido a la incredulidad ante lo inverosímil y el reproche ante un descubrimiento tan inoportuno.

«Es un hombre demasiado liviano para mí», se decía Adelia. «No por su peso, ciertamente, sino por su frivolidad. Un trastorno, una locura causada por un jardín en verano y su imprevista amabilidad. O se debe a que en este momento estoy desolada. Pasará. Tiene que pasar».

Sir Rowley hablaba animadamente sobre Enrique II.

—Soy el hombre del rey en todo. Hoy soy su recaudador de impuestos. El día de mañana estaré a su disposición para lo que él decida. ¿Quién era Simón de Nápoles? ¿Qué hacía?

—Era... —Adelia trataba de ordenar sus ideas—. ¿Simón? Bueno... entre otras cosas, trabajaba secretamente para el rey de Sicilia. —La doctora trató de dominar sus manos; él no debía notar que le temblaban. Se concentró—. Alguna vez me confesó que era semejante a un doctor de lo incorpóreo, como una persona que enmendaba situaciones desafortunadas.

—Un hombre encargado de darles solución. «No os preocupéis, Simón de Nápoles se ocupará de esto».

—Sí, supongo que eso era.

El hombre que estaba a su lado asintió, y como ella sentía un feroz interés en saber quién era, y todo lo concerniente a él, comprendió que también era un hombre encargado de dar soluciones y que el rey de Inglaterra habría dicho en angevino:
«Ne vous en faites pas, Picot va tout arranger».
—Es extraño, ¿verdad? —sugirió sir Rowley—, que la historia comience con un niño muerto.

Un niño de sangre real, heredero del trono de Inglaterra y del imperio que su padre había construido para él. Guillermo Plantagenet, hijo del rey Enrique II y de la reina Leonor de Aquitania, nacido en 1153. Muerto en 1156.

—Enrique no cree en las cruzadas: «Daos la vuelta y mientras estéis lejos algún bastardo os robará el trono». —Rowley sonrió—. Sin embargo, Leonor sí cree en ellas y participó en una cruzada con su primer esposo.

Su viaje había generado una leyenda que aún se cantaba en toda la cristiandad —si bien no en las iglesias— y que trajo a la mente de Adelia imágenes de una amazona con los pechos desnudos, avanzando por las arenas del desierto, refulgente y maliciosa, mientras arrastraba a Luis, el pobre y piadoso rey de Francia tras ella.

—A pesar de ser muy pequeño, Guillermo era muy decidido y había jurado que iría a las cruzadas cuando creciera. Incluso Leonor y Enrique habían fabricado una pequeña espada para él, y después de la muerte de su hijo ella quiso que fuera llevada a Tierra Santa.

Sí, pensó Adelia, conmovida. Había visto muchos casos así de paso por Salerno: un padre que llevaba la espada de su hijo, o viceversa, camino a Jerusalén —una cruzada en nombre de otro— como resultado de una penitencia o para cumplir un juramento propio o una promesa que sus muertos no pudieron satisfacer.

Tal vez uno o dos días antes no se habría conmovido tanto, pero la muerte de Simón y esa nueva e imprevista atracción parecían haberla sensibilizado frente al doloroso amor de toda la humanidad. Qué lamentable.

—Durante mucho tiempo el rey se negó a enviar a alguien. Sostenía que Dios no le negaría el Paraíso a un niño de tres años por no haber cumplido un juramento. Pero la reina no le daba tregua y en consecuencia, hace unos siete años, eligió a Guiscard de Saumur, uno de sus tíos de la Casa de Anjou, para llevar la espada a Jerusalén. —Rowley volvió a sonreír para sus adentros—. Enrique siempre actúa con conocimiento de causa. Lord Guiscard era el candidato idóneo: fuerte, emprendedor y conocedor de Oriente, pero de mal carácter como todos los Anjou. Una disputa con uno de sus vasallos amenazaba la paz en Anjou, por lo que el rey pensó que si Guiscard estaba ausente durante un tiempo las cosas se calmarían. Un guardia montado lo acompañaría. Enrique pensaba también que debía enviar a uno de sus hombres con Guiscard, un hombre astuto, con habilidades diplomáticas, o, como él mismo declaró: «Alguien lo suficientemente fuerte para mantener al cabrón lejos de los problemas».

BOOK: Maestra en el arte de la muerte
2.19Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Beauty & The Biker by Glenna Maynard
Underground, Overground by Andrew Martin
Cobweb by Margaret Duffy
Happily Ever After by Kiera Cass