Maestra en el arte de la muerte (28 page)

BOOK: Maestra en el arte de la muerte
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Mansur los condujo fuera del túnel con una sonrisa burlona.

El resto del viaje transcurrió en silencio.

Cuando llegaron a la casa del viejo Benjamín, Adelia no permitió que Picot la acompañara.

—¿Le llevo al castillo? —quiso saber Mansur.

—A cualquier lugar, llevadlo a donde sea.

A la mañana siguiente, el administrador de las aguas llegó con la noticia de que Simón había muerto y su cadáver había sido enviado al castillo. Adelia comprendió entonces que mientras ella se deshacía en insultos, el bote había pasado junto al cuerpo, que flotaba, boca abajo, hacia los juncos de Trumpington.

Capítulo 10

—¿Me está escuchando? —preguntó Sir Rowley a Gyltha señalando a Adelia.

—Y todo Peterborough —respondió Gyltha. El recaudador de impuestos había estado gritando—. Pero no está atendiendo.

Adelia sí escuchaba, pero no a sir Rowley Picot. La voz que resonaba en su cabeza era la de Simón de Nápoles, no decía nada importante, simplemente conversaba, como solía hacerlo, con su estilo sencillo y ameno. Como si verdaderamente, en ese momento, estuviera hablando de la lana y sus procesos.

«¿Podéis concebir lo difícil que es lograr el color negro?».

Adelia quería decirle que lo difícil era concebir que estuviera muerto, que demoraba ese momento porque la pérdida era demasiado grande y en consecuencia debía ignorarla; esa vida que faltaba dejaba en evidencia el profundo vacío que él había llenado. Estaban equivocados. Simón no era la clase de persona que pudiera estar muerta.

Sir Rowley miró a los que se habían reunido en la cocina del viejo Benjamín, pidiendo ayuda. ¿Todas las mujeres habían enmudecido? ¿Y el niño? ¿Acaso ella pensaba quedarse sentada mirando el fuego para siempre? El recaudador apeló al eunuco, que, de pie en la puerta, con los brazos cruzados, miraba el río.

—Mansur. —Sir Rowley se acercó para mirarlo a la cara—. Mansur. El cuerpo está en el castillo. De un momento a otro los judíos lo descubrirán y le darán sepultura. Saben que él era uno de los suyos. Escuchadme. —Sir Rowley extendió una mano hasta el hombro del árabe y lo sacudió—. No hay tiempo para lamentos. Ella debe examinar el cadáver cuanto antes. Simón fue asesinado, ¿lo comprendéis?

—¿Habláis árabe?

—¿Qué idioma creéis que estoy hablando, pedazo de camello? Despertadla, haced que se mueva.

Con la cabeza inclinada hacia un lado, Adelia reflexionaba acerca del equilibrio que Simón había logrado, el afecto desprovisto de deseo, el reconocimiento, su respetuoso humor. Una amistad tan rara entre un hombre y una mujer que era improbable que la vida volviera a premiarla con algo semejante. Podía adivinar cómo se sentiría si perdiera a su padre adoptivo.

Luego se enfadó y acusó a la sombra de Simón. ¿Cómo había podido ser tan descuidado? Era un ser valioso para todos ellos. Lo necesitaban y no estaba. Morir en un cenagoso río inglés había sido muy estúpido.

Esa pobre mujer a la que tanto había amado. Sus hijos. Sintió la mano de Mansur en el hombro.

—Este hombre dice que Simón fue asesinado. Un minuto después, Adelia estaba de pie. —No —refutó mirando a Picot—. Fue un accidente. Ese hombre, el administrador de las aguas, le dijo a Gyltha que fue un accidente.

—Había encontrado las cuentas, mujer, sabía quién era. —Exasperado, sir Rowley masculló entre dientes. Luego comenzó a hablar pausadamente—. Escuchadme. ¿Me estáis escuchando?

—Sí.

—Simón llegó tarde a la fiesta de Joscelin. ¿Me oís?

—Sí, lo vi.

—Se acercó a la mesa principal para disculparse por su demora. El maestro de ceremonias lo condujo hasta su lugar, pero cuando pasó junto a mí, se detuvo y dio un golpecito en una cartera que llevaba en el cinto. Y dijo... ¿estáis atendiendo? Dijo: «Lo tenemos, sir Rowley. He encontrado las cuentas». Habló en voz baja, pero eso fue lo que dijo.

—Lo tenemos, sir Rowley —repitió Adelia.

—Eso fue lo que dijo. Acabo de ver su cuerpo. La cartera no está en el cinto. Le asesinaron para quitársela.

Adelia oyó que Matilda B. dejó escapar una angustiosa exclamación y Gyltha hizo oír su protesta. ¿Ella y Picot hablaban en inglés? Seguramente.

—¿Por qué os lo contaría? —preguntó Adelia.

—Santo Cielo, mujer, los dos habíamos estado ocupándonos del asunto durante todo el día. Era inconcebible que los únicos registros de las deudas fueran aquellos que se incendiaron. Los malditos judíos podían haberlos conseguido si se hubieran dado cuenta. Los tenía el banquero de Chaim.

—No digáis eso de ellos. —Adelia le puso una mano en el pecho a sir Rowley y lo empujó—. No digáis eso. Simón era judío.

—Exactamente —asintió él, sujetándole las manos—. Precisamente porque era judío debéis venir conmigo ahora y examinar su cuerpo antes de que los judíos se hagan cargo de él. —Sir Rowley vio la expresión de Adelia y sin ningún miramiento prosiguió—: Qué le sucedió. Cuándo. A partir de esos datos, si somos afortunados, seremos capaces de deducir quién. Vos me lo enseñasteis.

—Era mi amigo —repuso Adelia—. No puedo.

Su alma se rebelaba ante esa posibilidad. Lo mismo le habría ocurrido a Simón si hubiera podido imaginarse observado, palpado y cortado por ella. De todos modos, los preceptos del judaismo prohibían la autopsia. Adelia solía desobedecer a la Iglesia cristiana, pero por respeto al querido Simón, no ofendería a los judíos.

Gyltha se interpuso entre los dos para observar atentamente el rostro del recaudador.

—¿Estáis diciendo que maese Simón fue asesinado por los mismos que mataron a los niños? ¿Es eso?

—Sí, sí.

—¿Y ella puede descubrirlo si observa ese pobre cadáver? Sir Rowley reconoció en Gyltha a una aliada y asintió.

—Es posible.

—Trae su capa —pidió Gyltha a Matilda B. Luego se dirigió á Adelia—. Iremos juntas. —Y por fin, a Ulf—: Quédate aquí y ayuda a las Matildas.

Sir Rowley y Gyltha condujeron apresuradamente a Adelia por las calles, en dirección al puente. Mansur y
Salvaguarda
los seguían. Ella continuaba protestando.

—No puede haber sido el asesino. Sólo ataca a los indefensos. Esto es diferente, es... —Hizo una pausa mientras trataba de definir qué era—. Es parte de los horrores de todos los días.

Para el funcionario que les había dado la noticia, los cuerpos que flotaban en su río eran algo común. Ella tampoco había dudado de que se hubiera ahogado; había examinado demasiados cuerpos llenos de agua en la mesa de mármol de la morgue de Salerno.

Las personas se ahogaban mientras se daban un baño; los marineros caían por la borda, muchos de ellos no sabían nadar y las olas descomunales les arrastraban mar adentro. Niños, hombres y mujeres se ahogaban en ríos, lagos, fuentes y charcas. La gente hacía apreciaciones erróneas, daba pasos imprudentes. Era una manera habitual de morir.

Percibió los resoplidos impacientes del recaudador de impuestos mientras avanzaban a toda velocidad.

—Nuestro hombre es un perro salvaje. Los perros salvajes saltan a la garganta cuando se sienten amenazados. Simón se había convertido en una amenaza.

—No era muy grande —señaló Gyltha—. Un hombrecillo agradable, pero para un perro salvaje no era más grande que un conejo.

No lo era. Excepto para ser asesinado. La mente de Adelia se resistía a aceptarlo. Ella y Simón habían llegado a Inglaterra para resolver un problema en el que estaba implicada la población de una pequeña ciudad de un país extranjero, no para estar en el mismo aprieto. Se había creído exenta de peligro en virtud de alguna dispensa especial concedida a los investigadores. Y sabía que Simón había pensado lo mismo.

Hizo un alto.

—¿Hemos estado en peligro?

El recaudador de impuestos también se detuvo.

—Me complace comprobar que lo habéis entendido. ¿Pensabais que estaríais eximidos de él?

Nuevamente marchaban a toda velocidad. Sir Rowley y Gyltha hablaban por encima de la cabeza de Adelia.

—¿Lo visteis partir, Gyltha?

—No, se asomó a la cocina para elogiar la comida y me dijo adiós. —La voz de Gyltha se quebró un instante—. El mismo caballero cortés de siempre.

—¿Fue antes de que comenzara el baile?

Gyltha suspiró. Había pasado la noche atareada en la cocina de sir Joscelin.

—No me acuerdo. Es posible. Dijo que se dedicaría a estudiar un par de cuestiones antes de irse a dormir, eso recuerdo. Por eso se iba temprano.

—Dedicarse a estudiar.

—Sus propias palabras.

—Iba a examinar las cuentas. Como de costumbre, el puente estaba lleno de gente. No era sencillo caminar alineados. Sir Rowley cogió a Adelia firmemente del brazo y avanzaron chocando con los transeúntes, en su mayoría funcionarios reales, luciendo los collares que indicaban su rango. Eran muchos, y todos igualmente apresurados. Adelia se preguntó vagamente para qué habían ido a Cambridge.

La pregunta y la respuesta siguieron rondando en su cabeza.

—¿Dijo que volvería a casa caminando o en bote?

—Estaba ya muy oscuro y seguramente no eligió caminar. —Como la mayor parte de los habitantes de Cambridge, para Gyltha el bote era el único medio de transporte—. Tal vez alguien que salía en ese mismo momento se ofreció a dejarlo en casa.

—Me temo que es lo que sucedió.

—Oh, Dios, ayúdanos.

No, no. Simón no era incauto. No era un niño al que se tienta con
jujubes.
Tontamente, como el hombre de ciudad que era, habría intentado caminar por la orilla del río. Habría resbalado en la oscuridad, un accidente, pensaba Adelia.

—¿Quién más se marchó en ese momento? —preguntó Picot.

Pero Gyltha no lo sabía. De todos modos, ya habían llegado al castillo. Ese día no había judíos en el patio interior. En su lugar había más funcionarios, se veían por docenas, como una plaga de escarabajos.

El recaudador de impuestos informó a Gyltha.

—Funcionarios del rey. Han llegado para administrar justicia. Lleva días preparar a los jueces ambulantes. Es por aquí; lo llevaron a la capilla.

Así lo habían hecho, pero cuando llegaron, la capilla estaba vacía, salvo por el sacerdote del castillo, que recorría la nave agitando un incensario tratando de purificarla.

—¿Sabíais que el cadáver era de un judío, sir Rowley? Qué cosa. Pensábamos que era cristiano, pero cuando nos dispusimos a amortajarlo.... —El padre Alcuin cogió del brazo al recaudador de impuestos y se alejó con él para que las mujeres no oyeran—. Cuando lo desvestimos, fue evidente. Estaba circuncidado.

—¿Qué habéis hecho con él?

—No podía estar aquí, por todos los cielos. Pedí que lo retiraran. Éste no es lugar para sepultarlo, por más que los judíos armen un escándalo. He pedido al prior que intervenga. Es un asunto que en realidad compete al obispo, pero el prior Geoffrey sabe cómo calmar a los israelitas.

El padre Alcuin vio a Mansur y palideció. —¿Por qué habéis traído a otro pagano a este lugar sagrado? Sacadlo fuera.

Sir Rowley advirtió la desesperación en el rostro de Adelia. Cogió al pequeño sacerdote de la pechera de su sotana y lo levantó varías pulgadas del suelo.

—¿Adonde han llevado el cuerpo?

—No lo sé, soltadme, demonio. —Picot volvió a depositarlo en el suelo—. Ni me importa —añadió, desafiante. Luego el sacerdote volvió a balancear el incensario y desapareció en una nube de incienso y mal humor.

—No le tratan con respeto —protestó Adelia—. Oh, Picot, haced lo necesario para que sea sepultado como corresponde a un judío. A pesar de su apariencia de humanista cosmopolita, en el fondo Simón de Nápoles había sido un judío devoto. Su propia falta de observancia a los preceptos de la religión siempre le había preocupado. Para Adelia era terrible que su cuerpo fuera enterrado sin más, ignorando los ritos de su religión. Gyltha estaba de acuerdo.

—Eso no está bien —opinó Gyltha—. Lo dice la Biblia: «Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han colocado»
[13]
. —Blasfemias, tal vez, pero las palabras fueron pronunciadas con indignación y dolor.

—Señoras —intervino sir Rowley Picot—, aunque tenga que recurrir al Espíritu Santo, maese Simón será sepultado con la veneración que merece. —Salió y regresó al cabo de un momento—. Al parecer, los judíos ya se lo han llevado.

El recaudador partió hacia la torre de los judíos. Las mujeres lo siguieron; Adelia se aferró a la mano del ama de llaves.

El prior Geoffrey estaba en la puerta de la torre hablando con un hombre al que ella no conocía, aunque podía verse que era un rabino. Lo supo, no por los bucles o la barba sin recortar, ni por su ropa —tan raída como la del resto de los judíos—, sino por sus ojos. Eran los de un erudito, más severos que los del prior Geoffrey, si bien revelaban el mismo grado de conocimientos. Hombres con ojos como ésos habían conversado largamente sobre las leyes del judaismo con su padre adoptivo. Un estudioso del Talmud, pensó Adelia, y se sintió aliviada. Cuidaría del cuerpo de Simón como él habría deseado. Y dado que era algo prohibido, no permitiría que el cadáver fuera sometido a una autopsia, por más que sir Rowley insistiera. Un consuelo para Adelia.

El prior Geoffrey tomó las manos de la joven entre las suyas.

—Mi querida niña, qué golpe, qué golpe para todos nosotros. Para vos, la pérdida debe de ser incalculable. Dios lo tenga en su gloria. Cómo me agradaba ese hombre; la nuestra fue una relación breve, pero pude percibir la dulzura del alma de maese Simón y su muerte me causa un profundo dolor.

—Prior, debe ser sepultado de acuerdo con las leyes de su religión, lo que significa que debe hacerse hoy. Mantener el cuerpo insepulto durante más de veinticuatro horas sería una humillación.

—En cuanto a eso... —El prior Geoffrey estaba incómodo. Se dirigió al recaudador de impuestos, al igual que el rabino. Era un asunto de hombres—. Nos encontramos ante una situación nueva, sir Rowley, en verdad estoy sorprendido de que no haya sucedido antes, pero tal parece que, felizmente por supuesto, ninguno de los miembros de la comunidad del rabino Gotsce refugiada en el castillo ha muerto durante el año que han pasado encarcelados...

—No será por la comida —comentó el rabino Gotsce. Su voz era grave y su cara no mostraba indicios de que estuviera bromeando.

—En consecuencia —continuó el prior— y admito mi responsabilidad en esto, aún no se ha decidido...

—No hay cementerio para los judíos en el castillo —concluyó el rabino Gotsce.

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