Mal de altura (3 page)

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Authors: Jon Krakauer

Tags: #Aventuras, Biografía, Drama

BOOK: Mal de altura
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El acrecentamiento del mito ha oscurecido los pormenores del evento. Pero corría el año 1852 y el escenario fueron las oficinas del Servicio de Topografía Trigonométrica de la India colonial en la estación de Dehra Dun. Según la versión más verosímil, un empleado entró corriendo en las dependencias de sir Andrew Waugh, topógrafo general de India, exclamando que un agrimensor bengalí llamado Radhanath Sijdar, que trabajaba en el gabinete topográfico de Calcuta, había «descubierto la montaña más alta del mundo». Designada tres años atrás con el nombre de Pico XV por los primeros topógrafos que habían medido sobre el terreno su ángulo de elevación con un teodolito de 24 pulgadas, la montaña en cuestión se destacaba del espinazo himalayo en pleno reino prohibido de Nepal.

Hasta que Sijdar compiló las mediciones e hizo los cálculos trigonométricos, nadie había sospechado que el Pico XV tuviera nada de especial. Los seis emplazamientos desde los que se había triangulado la cumbre se hallaban en el norte de India, a más de ciento cincuenta kilómetros de la montaña. Para los topógrafos que realizaron los primeros cálculos, el Pico XV a excepción de su cúspide propiamente dicha, quedaba velado en primer plano por varias montañas que daban la impresión de ser mucho más altas. Pero conforme a los meticulosos cálculos trigonométricos de Sijdar (que tuvo en cuenta factores como la curvatura de la Tierra, la refracción atmosférica y la desviación de la plomada), el Pico XV medía 8.840 metros sobre el nivel del mar
[3]
, el punto más elevado de todo el globo.

En 1865, nueve años después de que los cálculos de Sijdar fueran confirmados, Waugh puso el nombre de monte Everest al Pico XV en honor de sir George Everest, su predecesor como topógrafo general. De hecho, los tibetanos que vivían al norte de la gran montaña ya le habían dado un nombre bastante más melifluo, Yomolungma, que significa «diosa-madre del mundo», y los nepaleses que vivían al sur lo llamaban Sagarmatha, o «diosa del cielo». Pero Waugh decidió hacer caso omiso de esos apelativos indígenas (así como de la política oficial tendente a fomentar la conservación de nombres locales o antiguos) y en Everest se quedó.

Refrendado el Everest como cima más alta de la Tierra, sólo era cuestión de tiempo el que alguien decidiese que era preciso escalar ese pico. Después de que el explorador estadounidense Robert Peary afirmara haber alcanzado el Polo Norte en 1909 y que Roald Amundsen guiase una expedición noruega al Polo Sur en 1911, el Everest —el llamado Tercer Polo— se convirtió en el más codiciado objeto de la exploración terrestre. Coronar su cima, proclamaba Gunther O. Dyrenfurth, un influyente alpinista y pionero del montañismo himalayo, era «un empeño de carácter universal, una causa que no contempla volverse atrás por más pérdidas que pueda exigir».

Pérdidas, dicho sea de paso, que no serían insignificantes. A partir del descubrimiento de Sijdar en 1852, harían falta las vidas de veinticuatro hombres, los esfuerzos de quince expediciones y el paso de 101 años para que el ser humano pusiera el pie en la cumbre del Everest.

Entre montañeros y otros conocedores de las formas geológicas, el Everest no está considerado un pico particularmente bonito. Demasiado rechoncho, demasiado ancho de manga. Pero lo que le falta en gracia arquitectónica, lo compensa con su grandiosidad.

Frontera natural entre Nepal y Tíbet, erguido a más de tres mil seiscientos metros sobre los valles, el Everest es una pirámide triangular de hielo resplandeciente y roca estriada y oscura.

Las primeras ocho expediciones al Everest fueron británicas, y todas ellas atacaron la cima desde la cara norte, la tibetana, no tanto porque fuera el camino menos abrupto cuanto porque, en 1921, el gobierno tibetano decidió abrir sus fronteras a los extranjeros, mientras que Nepal seguía siendo territorio prohibido.

Los primeros expedicionarios se veían obligados a caminar seiscientos cincuenta duros kilómetros de meseta tibetana desde Darjeeling para llegar a las estribaciones de la montaña. Su conocimiento de los efectos letales del exceso de altura era escaso, y su equipo, penosamente inadecuado comparado con el actual. Pero en 1924 un miembro de la tercera expedición británica, Edward Felix Norton, llegó a una altura de 8.560 metros —sólo 288 por debajo de la cima— antes de que la fatiga y el deslumbramiento debido a la nieve lo vencieran. Fue una hazaña asombrosa que probablemente nadie superó en veintinueve años.

Digo «probablemente» por lo que se supo cuatro días después del intento de Norton. Al amanecer del día 8 de junio, otros dos miembros del equipo británico de 1924, Gordon Leigh Mallory y Andrew lrvine, partieron del campamento alto camino de la cumbre.

Mallory, cuyo nombre está estrechamente ligado al Everest, fue el motor de las tres primeras expediciones al pico. Durante unas conferencias que dio en Estados Unidos, acuñó la célebre frase «Porque está ahí» cuando un periodista fastidioso quiso saber la razón que lo impulsaba a subir al Everest. En 1924 Mallory contaba con treinta y ocho años, era maestro de escuela, estaba casado y tenía tres hijos pequeños. Típico producto de la alta sociedad inglesa, era también un esteta idealista con una sensibilidad positivamente romántica. Su aspecto atlético, su trato mundano y su extraordinaria apostura lo habían convertido en favorito de Lytton Strachey y el grupo de Bloomsbury. Acampados en el Everest, Mallory y sus compañeros leían en voz alta fragmentos de
Hamlet
y
El rey Lear.

El 8 de junio de 1924, cuando Mallory e Irvine ascendían afanosamente hacia la cima del Everest, la niebla empezó a arremolinarse en torno a la cúspide piramidal, impidiendo a los compañeros que estaban más abajo verificar el avance de los dos alpinistas. A las 12:50, las nubes se abrieron momentáneamente, lo cual permitió a Noel Odell, un miembro del equipo, divisar breve pero claramente a Mallory e Irvine en lo alto del pico, con cinco horas de retraso con respecto al tiempo previsto pero «avanzando con rapidez» hacia la cumbre.

Aquella noche, sin embargo, los dos alpinistas no regresaron a su tienda, y ya nadie volvió a verlos. Desde entonces se ha discutido mucho sobre si uno de los dos, o ambos, hicieron cima antes de que la montaña los tragase y se convirtieran en leyenda. La evidencia sugiere que no. En cualquier caso, la falta de pruebas tangibles ha hecho que no hayan pasado a la historia como los primeros en conquistar la montaña.

En 1949, tras siglos de inaccesibilidad, Nepal abrió sus fronteras al mundo exterior, y un año después el nuevo régimen comunista chino cerró Tíbet a los extranjeros. Ello obligó a intentar las aproximaciones al pico por su vertiente sur. En la primavera de 1953 un numeroso equipo británico, organizado con el celo y los recursos propios de una campaña militar, se convirtió en la tercera expedición que atacaba el Everest desde Nepal. El 28 de mayo, tras dos meses y medio de prodigiosos esfuerzos, lograron establecer un precario campamento en la arista Sureste, a 8.500 metros de altitud. A primera hora del día siguiente Edmund Hillary, un neozelandés larguirucho, y Tenzing Norgay, un montañero sherpa muy experimentado, partieron rumbo a la cima respirando oxígeno embotellado.

Hacia las nueve habían ganado ya la Antecima y tenían ante sí la cresta increíblemente angosta que conducía a la cima propiamente dicha. Una hora más de camino los llevó a lo que Hillary describiría como «el obstáculo más formidable de la ascensión, un escalón de roca de unos doce metros de alto […] La roca en sí, lisa y sin apenas agarres, habría sido un interesante pasatiempo dominical para unos alpinistas expertos en pleno Lake District, pero aquí arriba era una barrera imposible de vencer con nuestras menguadas fuerzas».

Mientras Tenzing iba dando cuerda desde abajo, Hillary se afianzó en una oquedad entre la pared de roca y un saliente de nieve vertical. Luego empezó a trepar por lo que más tarde sería bautizado con el nombre de escalón Hillary. La ascensión fue extenuante e imperfecta, pero el neozelandés persistió. Como escribiría después:

Finalmente conseguí llegar arriba y arrastrarme fuera de la grieta hasta salir a un amplio resalte. Me tumbé unos instantes para recobrar el resuello y, por primera vez, experimenté la clara sensación de que ya nada podía impedirnos conquistar la cima. Me afiancé en el saliente e indiqué a Tenzing que subiera. Mientras yo tiraba con fuerza de la cuerda, Tenzing fue trepando por la grieta hasta dejarse caer exhausto arriba, como el pez gigante que acaba de ser izado del mar tras una noche terrible.

A pesar de la fatiga, los alpinistas escalaron la ondulante cresta. Hillary se preguntaba:

si nos quedarían fuerzas para llegar arriba. Al rodear otro escollo, vi que la ladera caía a pico, lo que nos permitía divisar Tíbet. Alcé los ojos y justo encima de nosotros había un cono de nieve redondeado. Unos cuantos golpes de piolet, unos cuantos pasos dados con cautela, y Tensing [sic] y yo estuvimos en la cima.

Así, poco antes del mediodía del 29 de mayo de 1953, Hillary y Tenzing se convirtieron en los primeros hombres en pisar la cumbre del Everest.

Tres días más tarde, la noticia de la ascensión llegaba a oídos de la reina Isabel en vísperas de su coronación, y el londinense
The Times
se hacía eco de la gesta en la primera edición del 2 de junio. El despacho había sido enviado desde el Everest como mensaje radiofónico en clave (para que los posibles competidores no le pisaran la exclusiva a
The Times
) por un joven corresponsal llamado James Morris, que, veinte años después y en posesión de una cierta fama como escritor, cambiaría de sexo y de nombre de pila, haciéndose llamar Jan. Tal como Morris escribía cuatro décadas después de la escalada en
Coronation Everest: The First Ascent and the Scoop that Crowned the Queen.

Resulta difícil imaginar ahora el casi místico gozo con que fue recibida en Gran Bretaña la coincidencia de los dos hechos [la coronación y la ascensión al Everest]. Saliendo por fin de la austeridad que los había asediado a partir de la Segunda Guerra Mundial, y debiendo afrontar a la vez la pérdida de su vasto imperio y el inevitable declinar de su poder en el mundo, los británicos casi se habían convencido de que la subida al trono de la joven reina presagiaba un renacer, o una “nueva era isabelina”, como la prensa gustaba de llamarlo. El día de la coronación, 2 de junio de 1953, debía ser una jornada de simbólica esperanza en la que el patriotismo británico había de hallar un momento de expresión suprema, y, oh maravilla, ese mismo día llegaban noticias procedentes de distintos lugares (de las fronteras del viejo imperio, nada menos) acerca de que un equipo de alpinistas británicos que había conquistado el último objetivo de la exploración y la aventura, la cima del mundo. […]

El hecho dio pie a un verdadero aluvión de magnas emociones: orgullo, patriotismo, nostalgia por los años perdidos de la guerra y las acciones osadas, esperanza en un futuro rejuvenecido […] Todavía hay personas que recuerdan como si fuera hoy el momento en que, mientras esperaban bajo la llovizna londinense el cortejo de la coronación, oyeron la mágica noticia de que la cima del mundo era, por así decir, suya, de los británicos.

Tenzing se convirtió en héroe nacional de India, Nepal y Tíbet, dado que los tres países lo reclamaban como ciudadano. Edmund Hillary, nombrado caballero por la reina, vio su imagen reproducida en sellos de correos, tiras cómicas, libros, películas, portadas de revista… De la noche a la mañana, aquel enjuto apicultor natural de Auckland se había vuelto uno de los hombres más famosos del mundo.

Hillary y Tenzing escalaron el Everest un mes antes de que yo fuera concebido, así que no pude compartir la sensación colectiva de orgullo y asombro que embargó al mundo. Un amigo mío, mayor que yo, dice que el acontecimiento tuvo un impacto comparable a la llegada del hombre a la luna. Pero fue otra ascensión al Everest, una década más tarde, lo que en cierto modo marcó la trayectoria de mi vida.

El 22 de mayo de 1963, Tom Hornbein, un médico de treinta y dos años natural de Misuri, y Willi Unsoeld, de treinta y seis, profesor de teología nacido en Oregón, coronaron la cima del Everest por la pavorosa arista Oeste, que nadie había utilizado hasta entonces. Once hombres, en cuatro ocasiones distintas, habían repetido ya la gesta de Hillary, pero la arista Oeste era bastante más difícil que las dos rutas establecidas previamente: el collado Sur y la arista Sureste o el collado Norte y la arista Noreste. La ascensión de Hornbein y Unsoeld fue —y sigue siendo— considerada con merecimiento una de las grandes proezas del montañismo.

El día en que atacaron la cumbre, los dos estadounidenses tuvieron que escalar una veta de roca escarpada que se desmenuzaba con facilidad, las tristemente célebres Bandas Amarillas. Superar ese escollo exigía una fuerza y una destreza tremendas; nadie había escalado un tramo técnicamente tan difícil a esa altitud. Una vez salvadas las Bandas Amarillas, Hornbein y Unsoeld llegaron a la conclusión de que no podrían bajar por allí, y que la única salida para culminar la empresa sanos y salvos era llegar a la cima y descender por la ruta ya establecida de la arista Sureste, un plan realmente audaz, dado que era tarde, desconocían el terreno y sus reservas de oxígeno disminuían rápidamente.

Hornbein y Unsoeld llegaron a la cima a las 18:15, justo cuando se ponía el sol, y tuvieron que pasar la noche a la intemperie a más de 8.500 metros de altitud —en su momento, el vivac más alto de la historia—. Aunque la noche era fría, por suerte no soplaba el viento. A Unsoeld se le congelaron los dedos de los pies (más tarde hubieron de amputárselos), pero los dos alpinistas lograron sobrevivir.

A la sazón, yo tenía nueve años y vivía en Corvallis (Oregón), donde también residía Unsoeld. El montañero era buen amigo de mi padre, y a veces yo jugaba con el primogénito de Unsoeld, Regon, que era un año mayor que yo, y con Devi, un año más pequeño. Pocos meses antes de que Willi Unsoeld partiera hacia Nepal, conquisté mi primera cumbre —un nada espectacular volcán de 2.750 metros en la Cascade Range, al que ahora sube un telesilla— en compañía de mi padre, Willi y Regon. Como no es de extrañar, mi imaginación preadolescente se alimentó en gran medida de aquella épica ascensión al Everest de 1963. Mientras que mis amigos idolatraban a John Glenn, Sandy Koufax y Johnny Unitas
[4]
, mis héroes eran Hornbein y Unsoeld.

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