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Authors: Ben Goldacre

Tags: #Ciencia, Ensayo

Mala ciencia (3 page)

BOOK: Mala ciencia
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Retiren las velas consumidas y ábranlas con un corte longitudinal. En la vela «de la oreja» hallarán una sustancia cerosa anaranjada. En la vela «de control», que dejaron sobre el suelo, encontrarán una sustancia cerosa anaranjada. Sólo hay un método internacionalmente reconocido para detectar si algo es cerumen: recoja un poco con la punta del dedo y lléveselo al extremo de la lengua. Si su experimento da los mismos resultados que el mío, en ambos casos esa sustancia tendrá un sabor muy parecido al de la cera de vela.

¿Extrae la vela ótica cerumen de sus oídos? Ustedes no podrán asegurarlo aún a ciencia cierta, pero en un estudio publicado se hizo un seguimiento de todo un programa de tratamiento con velas óticas y sus autores no hallaron reducción alguna de la cantidad de cera en los oídos de las personas tratadas.
[4]
Aun cuando tal vez hayan aprendido aquí algo muy útil acerca del método experimental, existe un hecho aún más significativo que también deberían haber captado: resulta caro y supone una gran pérdida de tiempo testar cualquier invención que alguien pueda sacarse de la manga para vender curas milagrosas improbables. Pero sepan que puede hacerse… y que se hace.

Los parches desintoxicantes y la «barrera anticomplicaciones»

En último lugar de nuestro tríptico de desintoxicantes de lodos amarronados tenemos el parche de pies liberador de toxinas. Pueden encontrarlo en la mayoría de los comercios de productos dietéticos y alimentos naturales, o comprárselo a su visitadora de Avon (no les miento). Tienen el aspecto de unas bolsitas de té con refuerzo de papel de aluminio y se pegan al pie justo antes de irse a la cama. Cuando la persona que los ha usado se levanta a la mañana siguiente, nota un olor extraño y una especie de sustancia fangosa marrón adherida a la planta del pie y en el interior de la bolsita. De esa viscosidad barrosa —ya vemos que esto es una especie de patrón— se nos dice que son «toxinas». El problema es que no es cierto. Probablemente, ustedes mismos sabrían ya idear un experimento rápido para mostrar que no son toxinas. En cualquier caso, les ofrezco una posibilidad en una nota al pie.
[*]

Los experimentos son uno de los modos que tenemos de determinar si un efecto observable —el lodo— está relacionado con un proceso dado. Pero también podemos contrastar fenómenos a un nivel más teórico. Así, si examinan la lista de ingredientes de esos parches, comprobarán que han sido diseñados con gran esmero.

Lo primero que aparece en la lista es «ácido piroleñoso», o vinagre de madera. Se trata de un polvo marrón que es altamente «higroscópico», una palabra que simplemente significa que atrae y absorbe agua (como esas bolsitas de gel de sílice que se incluyen en el interior de los paquetes de los aparatos electrónicos). Si hay humedad en el ambiente, el vinagre de madera la absorberá y generará una papilla marrón que producirá una ligera sensación de calor sobre la piel.

¿Cuál es el otro gran ingrediente, citado con la impresionante denominación de «carbohidrato hidrolizado»? Un carbohidrato es una larga cadena de moléculas de azúcar enlazadas entre sí. El almidón es un carbohidrato, por ejemplo, y en nuestro cuerpo, las enzimas digestivas lo descomponen gradualmente en moléculas de azúcar que, finalmente, podemos absorber. El proceso de descomposición de una molécula de carbohidrato en los azúcares que la conforman es lo que llamamos «hidrólisis». Así pues, un «carbohidrato hidrolizado», como ya habrán deducido, por muy pretendidamente científico que suene, no es más que azúcar. Y, como es evidente, el azúcar se vuelve pegajoso con el sudor.

¿Hay algo más que quepa mencionar sobre estos parches? Sí lo hay. Se trata de un nuevo dispositivo que deberíamos llamar «la barrera anticomplicaciones»: otro tema que, como veremos, será recurrente en modalidades más avanzadas de estupideces, como las que estudiaremos más adelante. El número de marcas distintas bajo el que se comercializa es enorme. Muchas de ellas acompañan su producto de una excelente y detallada documentación repleta de parafernalia científica para demostrar que funciona: con diagramas, gráficos, es decir, con la apariencia característica de la ciencia. Pero se echan de menos los elementos clave. Hay experimentos, dicen los fabricantes, que demuestran que los parches desintoxicantes hacen algo… pero no nos cuentan en qué consistieron tales experimentos, ni cuáles fueron los «métodos» que siguieron: sólo nos proporcionan unos gráficos de «resultados» muy bien presentados.

Y es que centrarse en los métodos, piensan los fabricantes, sería pasar por alto lo verdaderamente importante de estos supuestos «experimentos»: no importan los métodos, importan el resultado positivo, los gráficos y la apariencia «científica». Estos tres argumentos son como unos tótems lo bastante convincentes para ahuyentar a los periodistas inquisitivos —una especie de
barrera anticomplicaciones
— y éste es otro de los temas recurrentes cuya presencia apreciaremos —bajo formas más complejas— en muchas de las áreas más avanzadas de la mala ciencia. Ya verán cómo les encantan los detalles.

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Éstos son algunos de los absurdos extremos a los que llegan los fabricantes de los desintoxicantes, pero dan buena fe de lo que es ese mercado en un sentido más general —el de las píldoras antioxidantes, las pociones, los libros, los zumos, los «programas» de cinco días, los tubos por vía rectal y los aburridos espacios televisivos—, un mercado contra el que seguiremos arremetiendo en un capítulo posterior dedicado al nutricionismo. En cualquier caso, hay algo importante en los desintoxicantes que cabe analizar y destacar. No creo que baste con afirmar: «Todo esto son tonterías».

El fenómeno Detox, en general, es interesante porque representa una de las innovaciones más imponentes impulsadas por los comercializadores, los gurús y los terapeutas alternativos: la invención de todo un nuevo proceso fisiológico. En términos de bioquímica humana básica, la desintoxicación (entendida como la eliminación de toxinas) es un concepto absurdo. No tiene una correspondencia natural. El epígrafe «sistemas desintoxicantes» no figura en ningún manual médico. Que las hamburguesas y la cerveza pueden tener efectos negativos sobre nuestro cuerpo es indudablemente cierto, y por varios motivos. Pero la idea de que dejen un residuo específico que puede ser luego secretado a través de un proceso concreto (un supuesto sistema fisiológico «desintoxicante») es una invención de puro marketing.

Si observan un diagrama de flujo metabólico (uno de esos gigantescos mapas —que ocupan paredes enteras— de todas las moléculas de su cuerpo, en los que se detalla cómo se descompone un alimento en sus partes constitutivas y cómo esos componentes se remodelan luego generando nuevos elementos básicos que se reagrupan para formar músculos, huesos, lengua, bilis, sudor, moco, cabello, piel, esperma, cerebro y todo aquello que nos hace ser lo que somos), resulta muy difícil distinguir en dicho diagrama algo que pueda ser bautizado como el «sistema desintoxicante».

Al carecer de significado científico, la eliminación de toxinas se entiende mucho mejor como un producto cultural. Como todas las buenas invenciones pseudocientíficas, mezcla deliberadamente el (por lo general, útil) sentido común con la fantasía «medicalizada» en su versión más extravagante. En algunos aspectos, la medida en la que nos creamos tales historias refleja lo mucho o lo poco que nos gusta dramatizar sobre nosotros mismos, o —dicho en términos menos condenatorios— lo mucho o lo poco que disfrutamos con los rituales en nuestra vida cotidiana. Cuando uno va a muchas fiestas, bebe mucho, pasa noches sin dormir y se excede con comidas precocinadas, suele acabar decidiendo que necesita un poco de descanso. Así que se queda unas cuantas noches en casa, leyendo y comiendo más ensalada de lo habitual. Las modelos y los famosos hacen lo mismo, pero eliminan toxinas.

Hay algo que debemos dejar muy claro, pues se trata de un tema recurrente a lo largo y ancho del mundo de la mala ciencia. Nada de negativo tiene la idea de comer sano y de abstenerse de aquellos factores de riesgo para nuestra salud, como el excesivo consumo de alcohol. Pero los productos desintoxicantes no van por ahí. Más bien se entienden como una especie de inyecciones de salud inmediata, ideadas desde un principio como soluciones a corto plazo, cuando los factores de riesgo para la salud asociados a nuestra manera de vivir dejan sentir sus efectos a lo largo de toda una vida. Pero estoy dispuesto a aceptar que algunas personas prueben una solución desintoxicante de cinco días y que, de ese modo, a lo mejor, acaben recordando (o, incluso, aprendiendo) qué se sentía comiendo verduras, frutas y hortalizas: eso es algo que no critico en absoluto.

Lo que sí está mal es que se nos haga creer que esos rituales están basados en la ciencia, o, incluso, que son novedosos. Casi todas las religiones y culturas tienen algún tipo de rito de purificación o abstinencia, que puede incluir desde el ayuno, el cambio de dieta o el baño, a cualesquiera otras intervenciones, y la mayoría de las cuales se presentan envueltas en jerigonzas terminológicas. Nada de eso se nos presenta como ciencia, pues proviene de una era anterior a la introducción de los términos científicos en nuestro léxico. Aun así, el Yom Kipur en el judaísmo, el Ramadán entre los mahometanos, y toda clase de rituales similares en el cristianismo, el hinduismo, el bahaísmo, el budismo, el jainismo, etc., tienen que ver con la abstinencia y la purificación (entre otras cosas). Tales ritos —como los regímenes de desintoxicación antes mencionados— se detallan hasta unos extremos tan llamativos como inexactos (y estoy convencido de que así lo piensan también algunos creyentes). Los ayunos hindúes, por ejemplo, para ser estrictamente guardados, han de durar desde la puesta de sol del día anterior hasta
cuarenta y ocho minutos
después de la salida del sol de la mañana siguiente.

La purificación y la redención son temas tan recurrentes en los ritos porque la necesidad de estas dos prácticas es tan evidente como mundialmente extendida: nuestras circunstancias nos llevan a hacer cosas que podemos lamentar, así que, a menudo, inventamos nuevos rituales como respuesta al surgimiento de nuevas circunstancias. En Angola y Mozambique han aparecido ritos de purificación y limpieza para niños afectados por la guerra, en especial, para antiguos niños soldado. Son rituales de curación en los que se purgan el pecado y la culpa del niño, que queda así purificado de la «contaminación» generada en él por la guerra y la muerte («la contaminación» es una metáfora recurrente en todas las culturas por razones obvias). También se protege así al niño de las consecuencias de sus acciones previas, lo que viene a significar que se le protege de las posibles represalias de los espíritus vengadores de aquellas personas a las que ha matado. Según un informe del Banco Mundial, de 1999:

Estos rituales de limpieza y purificación para niños soldado tienen la apariencia de lo que los antropólogos llaman ritos de transición. Es decir, el niño experimenta un cambio simbólico de estatus: deja de ser alguien que existía en un ámbito punible de infracción o suspensión de las normas (asesinatos, guerra, etc.) para convertirse en alguien que pasa a vivir en un ámbito de normas pacíficas de buen comportamiento individual y social, y que debe obedecer dichas normas.
[5]

No creo que esté llevando todo esto demasiado lejos. En el que llamamos «mundo occidental desarrollado», también buscamos formas de redención y purificación que nos liberen de las formas más extremas de los abusos en que nos incurrimos. Nos atiborramos de drogas, bebida, mala comida y otros excesos perjudiciales para nosotros mismos, sabemos que hemos obrado mal, y luego ansiamos una protección ritualista contra las consecuencias: un «rito transicional» público que conmemore nuestro retorno a unas normas de conducta más saludables.

El modo de presentación de estas dietas y rituales de purificación ha sido siempre un producto de su tiempo y su lugar. Ahora que la ciencia es el marco explicativo dominante con el que damos cuenta del mundo natural y moral, de lo correcto y lo incorrecto, es normal que insertemos una espuria justificación pseudocientífica en nuestra redención. Como gran parte de los absurdos presentes en la mala ciencia, la pseudociencia de la «eliminación de toxinas» no es algo que nos endosen unos agentes foráneos corruptos y codiciosos: es más bien un producto cultural, un tema recurrente, y somos nosotros mismos quienes nos lo autoinfligimos.

CAPÍTULO
2

La gimnasia cerebral

En circunstancias normales, ésta debería ser la parte del libro en la que monto en cólera contra el creacionismo y obtengo por ello enardecidos aplausos, pese a que ése es, hoy por hoy, un tema marginal en los centros educativos británicos. Si buscan un ejemplo más cercano a nosotros, sepan que la pseudociencia se ha asentado en una especie de imperio de grandes dimensiones que se vende —a cambio de dinero contante y sonante— a escuelas públicas de todo el país. Es la llamada Brain Gym («gimnasia cerebral»), que extiende sus largos tentáculos a todos los rincones del sistema educativo estatal (donde el profesorado la engulle sin masticar y se la presenta tal cual a su alumnado) y está plagada de absurdos tan obvios como bochornosos.

El núcleo de la llamada Brain Gym está formado por una retahíla de ejercicios complejos (y patentados) para niños y niñas que «potencian la experiencia del conjunto del aprendizaje cerebral». Muestran una especial fascinación por el agua, por ejemplo: «Beban un vaso de agua antes de las actividades de Brain Gym —dicen—. Al ser un componente fundamental de la sangre, el agua resulta de vital importancia para transportar oxígeno hasta el cerebro». Claro, no vaya a ser que nuestra sangre se seque. Esa agua debe retenerse en la boca, dicen ellos, porque así podrá ser absorbida
directamente
desde allí hacia el cerebro.

¿Hay algo más que podamos hacer para que llegue sangre y oxígeno al cerebro de manera más eficiente? Sí, un ejercicio llamado «botones cerebrales»: «Forme una “C” con el pulgar y el dedo índice de una mano y apóyela a uno u otro lado del esternón, justo por debajo de la clavícula. Frote suavemente durante unos veinte o treinta segundos colocando, al mismo tiempo, su otra mano justo por encima del ombligo. Cambie a continuación de mano y repita la misma operación. Este ejercicio estimula el flujo sanguíneo que transporta oxígeno al cerebro a través de las arterias carótidas, de tal forma que se incrementa la concentración y la relajación». ¿Por qué? «Los botones cerebrales se hallan directamente sobre las arterias carótidas y las estimulan.»

BOOK: Mala ciencia
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