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Authors: Ben Goldacre

Tags: #Ciencia, Ensayo

Mala ciencia (4 page)

BOOK: Mala ciencia
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Los críos pueden llegar a ser desagradables y, muchas veces, pueden llegar a desarrollar talentos extraordinarios, pero todavía no he conocido el niño capaz de estimular sus arterias carótidas dentro de su caja torácica. Para eso, probablemente necesitará esas tijeras afiladas que sólo mamá puede usar.

Tal vez se figuren ustedes que estos dislates son una tendencia marginal y periférica que he descubierto, tras mucho rebuscar, en un reducido número de escuelas aisladas y ofuscadas. Pero no. La gimnasia cerebral de Brain Gym se practica en cientos (cuando no en miles) de escuelas públicas de todo el país. A fecha de hoy, tengo compilada una lista de más de cuatrocientas que la mencionan explícitamente por su nombre en sus sitios web, y otras muchas (muchísimas) también la están impartiendo. Pregunten si la practican en la escuela de su barrio. Me interesaría mucho saber cómo reaccionan ante su consulta.

Brain Gym está patrocinada por las autoridades educativas locales y financiada por el Estado, y la formación necesaria para aplicarla cuenta como crédito curricular para el profesorado. Pero sus ramificaciones no son sólo locales. Está promocionada en el sitio web del Ministerio de Educación del Reino Unido, así como en los más variopintos lugares, y surge repetidamente como herramienta favorecedora de la «inclusividad» (como si imponer la pseudociencia a los niños fuese a mejorar las desigualdades sociales como por arte de magia, en vez de empeorarlas). Estamos ante un extenso imperio del disparate, que ha infectado al conjunto del sistema educativo británico, desde la más pequeña escuela de educación primaria hasta el gobierno central, y nadie parece haberse dado cuenta ni a nadie parece importarle.

Quizás haciendo los ejercicios de «conexión» de la página 31 del
Brain Gym Teacher’s Manual
[Manual de Brain Gym para el profesorado], dirigidos a practicar contorsiones diversas con los dedos presionados entre sí, se lograría «conectar los circuitos eléctricos del cuerpo, y de ese modo contener y, por lo tanto, centrar tanto la atención como la energía desorganizada», y tal vez así, finalmente, acabarían atisbando algo de sensatez en todo esto. Puede que si movieran las orejas con los dedos conforme a las instrucciones del manual de Brain Gym, se les «estimulase la formación reticular del cerebro para disipar las distracciones y los sonidos irrelevantes, y sintonizar con el lenguaje».

El mismo profesor que explica a sus alumnos que el corazón bombea sangre a los pulmones y, luego, al resto del cuerpo, está contándoles también que, cuando hacen el ejercicio bautizado como Activador de Energía (que resulta demasiado complicado para describirlo aquí), «el movimiento hacia atrás y hacia delante de la cabeza incrementa la circulación sanguínea hacia el lóbulo frontal, lo que favorece una mayor capacidad de comprensión y de pensamiento racional». Asusta aún más pensar que ese mismo docente estuvo sentado durante toda una clase escuchando y aprendiendo ese tipo de estupideces de boca de un instructor de Brain Gym sin cuestionarlo ni poner en duda sus palabras.

En ciertos sentidos, las implicaciones de este tema vienen a ser similares a las mencionadas en el capítulo sobre los desintoxicantes: si lo que quieren hacer es simplemente un ejercicio respiratorio, entonces no hay problema alguno. Pero los creadores de Brain Gym van mucho más allá. Su especial y teatral bostezo patentado favorece, según ellos, «un aumento de la oxidación, que facilita, a su vez, un funcionamiento eficiente y relajado». La oxidación es la causante de la herrumbre y el óxido en general. No hay que confundirla con la oxigenación, que supongo que es lo que ellos querían decir. (Pero incluso si se refieren a la oxigenación, lo cierto es que no es necesario dar bostezos raros para hacer llegar oxígeno a la sangre: como la mayoría de los animales salvajes, los niños tienen instalado un sistema fisiológico perfectamente adecuado y fascinante que regula sus niveles de oxígeno y de dióxido de carbono en sangre, y estoy seguro de que muchos de ellos preferirían que les enseñaran eso y, ya puestos, el papel de la electricidad en el cuerpo —o cualquiera de las otras cosas que Brain Gym mezcla en un confuso revoltijo— y no este disparate tan evidentemente pseudocientífico.)

¿Cómo puede estar tan extendida semejante memez en nuestras escuelas? Un motivo obvio es que el discernimiento del profesorado se ofusca al oír o leer expresiones tan altisonantes como «formación reticular» o «aumento de la oxidación». De hecho, ese mismo fenómeno ha sido estudiado en un fascinante conjunto de experimentos publicados en el número de marzo de 2008 del
Journal of Cognitive Neuroscience
, que demuestran que las personas se creen mucho más fácilmente las explicaciones falaces cuando éstas vienen revestidas de unas cuantas palabras técnicas tomadas del mundo de las neurociencias.

A los sujetos de esas pruebas se les facilitaron descripciones de varios fenómenos del mundo de la psicología y, luego, se les ofrecían cuatro explicaciones posibles de los mismos, distribuidas al azar entre los participantes a razón de una por persona y fenómeno descrito. Algunas de dichas explicaciones contenían elementos de neurociencia y otras no, y algunas eran «buenas» y otras «malas» (entendiéndose por malas, por ejemplo, reformulaciones circulares del fenómeno explicado o meras palabras huecas).

He aquí una de las situaciones incluida en estos experimentos. Diversas investigaciones han mostrado que las personas hacemos estimaciones bastante malas del nivel de conocimientos de otros individuos: si sabemos la respuesta a una pregunta sobre cultura general, por ejemplo, sobreestimamos la probabilidad de que otras personas sepan también dicha respuesta. Pues bien, en el experimento, una de las explicaciones sin terminología neurocientífica que se daba de dicho fenómeno era: «Los investigadores afirman que esta [sobreestimación] obedece a que los sujetos tienen problemas a la hora de cambiar su perspectiva para valorar lo que puedan saber otras personas, y proyectan erróneamente su propio nivel de conocimientos sobre los niveles posibles de otros individuos». (Ésta era una de las explicaciones «buenas».)

Una explicación con terminología neurocientífica (y bastante estúpida, por cierto) era la siguiente: «Los escáneres cerebrales indican que esta [sobreestimación] se debe a los circuitos cerebrales del lóbulo frontal, que hoy sabemos que están implicados en el conocimiento que la propia persona tiene de sí misma. Los sujetos cometen más errores cuando tienen que juzgar el conocimiento de otros. Las personas saben juzgar mucho mejor lo que ellas mismas ya conocen». Se trata de una explicación que añade muy poco, como pueden ver. Además, la información relacionada con las neurociencias es meramente decorativa e irrelevante para la lógica de la explicación.

Los sujetos participantes en el experimento procedían de tres grupos distintos de personas: gente corriente, estudiantes de neurociencias y académicos del ámbito de las neurociencias. Sus resultados fueron muy distintos. Los tres grupos juzgaron más satisfactorias las explicaciones buenas que las malas, pero los sujetos de los dos grupos «no expertos» opinaron que las explicaciones
con
la información neurocientífica irrelevante desde el punto de vista lógico les resultaban más satisfactorias que las explicaciones
desprovistas
de esos elementos neurocientíficos espurios. Más aún: la neurociencia espuria demostró tener un efecto mucho mayor en los juicios que las personas hicieron de las explicaciones «malas». Como es lógico, los charlatanes y curanderos de los que hablamos aquí son muy conscientes de esto último y no han dejado de añadir explicaciones de apariencia supuestamente científica a sus productos desde los inicios mismos de la charlatanería con el propósito de fortalecer su autoridad sobre el cliente. Y esto precisamente en una era, la actual, en la que los médicos se esfuerzan más que nunca por dar mayor información a sus pacientes y por hacerlos partícipes de las decisiones referidas a sus propios tratamientos.

Es interesante reflexionar sobre por qué esta especie de ornamentación resulta tan seductora, incluso para personas de quienes no lo esperaríamos, a juzgar por su nivel de conocimientos. En primer lugar, la presencia misma de información neurocientífica tal vez sea vista como un indicador «vicario» de una explicación «buena», con independencia de lo que realmente se diga en ella. En palabras de los propios investigadores, «algo hay en la información neurocientífica que seguramente incita a las personas a creer que se les ha dado una explicación científica aun cuando no sea cierto».

Pero aún podemos encontrar más pistas al respecto en la amplísima bibliografía especializada en el tema de la irracionalidad. Las personas tendemos, por ejemplo, a creer que las explicaciones más largas son las más propias de los «expertos». Existe también el llamado efecto de los «detalles seductores»: cuando a las personas se les presenta unos detalles relacionados (aunque irrelevantes desde el punto de vista lógico) como parte adicional de un argumento, éstos parecen dificultar su capacidad para codificar y, posteriormente, recordar el argumento principal de un texto, ya que desvían su atención.

Quizá la cosa vaya aún más allá y todos sintamos cierto fetichismo ante las explicaciones del mundo de tipo reduccionista. No sabemos muy bien por qué, pero nos resultan más elegantes. Cuando leemos el lenguaje pretendidamente neurocientífico del experimento sobre las «explicaciones neurocientíficas falaces» —y en los libros y los folletos que acompañan a Brain Gym— tenemos la sensación de que nos han dado una explicación física de un fenómeno conductual («interrumpir la clase para hacer unos ejercicios es una experiencia refrescante»). Sin saber muy bien cómo, hemos acabado con la sensación de que los fenómenos de la conducta están conectados con un sistema explicativo más amplio, el de las ciencias físicas: un mundo de certeza, de gráficos y de datos inequívocos. Es una sensación de progreso. Pero en realidad, como suele ocurrir con las certezas erróneas, es justamente lo contrario.

Repito que no deberíamos olvidar lo que Brain Gym tiene de bueno: cuando lo despojamos de sus diversos elementos disparatados, nos encontramos ante un programa que propone descansos regulares, ejercicio ligero intermitente y abundante ingesta de agua. Todo esto es muy sensato.

Pero Brain Gym ilustra a la perfección dos temas recurrentes más de la industria de la pseudociencia. El primero es que se pueden usar trampas y galimatías verbales —o aquello que Platón denominó eufemísticamente «mitos nobles»— para inducir a la gente a hacer cosas tan lógicas y sensatas como beber agua y tomarse un momento para hacer ejercicio. Cada uno de nosotros tendrá su propio criterio a la hora de juzgar hasta qué punto es esto proporcionado y si está justificado o no (incluyendo en nuestro juicio, quizá, factores como el hecho de que sea necesario o no, o los efectos secundarios que se pueden derivar de que consintamos semejantes tonterías), pero lo que me sorprende de forma particularmente impactante es que, en el caso de Brain Gym, la posibilidad de que el público destinatario cuente con semejante criterio resulta muy, muy remota: los niños están predispuestos a aprender de los adultos y, en concreto, de sus maestros y maestras. Son esponjas de información, de modos de ver, y las figuras de autoridad que les llenan la cabeza de sinsentidos están allanando el camino (diría yo) para toda una vida de explotación.

El segundo tema es posiblemente más interesante: la comercialización del sentido común. Cualquiera de ustedes podría recomendar una acción perfectamente razonable, como beber un vaso de agua de vez en cuando e introducir descansos para hacer algo de ejercicio, y darse así un aire de persona inteligente añadiéndole un poco de palabrería sin sentido y una apariencia más técnica. Esto seguramente serviría para potenciar el efecto placebo de dicha intervención, pero cabría preguntarse si el objetivo fundamental de algo así no sería otro mucho más cínico y lucrativo, a saber: el de convertir el sentido común en algo protegido por un
copyright
, singularizado, patentado y
poseído
como propiedad particular.

Esto es algo que veremos repetirse una y otra vez, aunque a mayor escala, en el trabajo de los profesionales de la salud de dudosa reputación, y, muy concretamente, en el campo del «nutricionismo», pues el conocimiento científico —como los consejos dietéticos razonables— es gratuito y pertenece al dominio público. Cualquiera puede usarlo, entenderlo, venderlo o, simplemente, regalarlo. La mayoría de las personas saben ya lo que constituye una dieta saludable. Si alguien quiere ganar dinero con ello, tendrá que abrirse un espacio en el mercado. Y para hacerlo, deberá complicarlo en exceso y asignarle su propio y dudoso sello.

¿Causa algún daño este proceso? Para empezar, no hay duda de que supone un despilfarro: hasta en el hedonista Occidente, y justo ahora que entramos en una probable recesión, no deja de parecer bastante curioso que tiremos el dinero a cambio de consejos dietéticos básicos o de pausas para hacer ejercicio en la escuela. Pero, además, existen otros peligros ocultos que resultan mucho más corrosivos. Este proceso de profesionalización de lo obvio fomenta la formación de una especie de aura de misterio en torno a la ciencia y los consejos de salud que es tan innecesaria como destructiva. Más que nada —más incluso que lo innecesario de que lo obvio sea propiedad de nadie— lo que esto hace es despojarnos de poder. Con demasiada frecuencia, esta privatización espuria del sentido común se produce en áreas en las que nosotros podríamos estar asumiendo el control, haciendo las cosas por nosotros mismos, sintiendo nuestra propia capacidad y habilidad para tomar decisiones sensatas. En lugar de ello, nos dedicamos a potenciar nuestra dependencia de unas personas y unos sistemas externos y caros.

Pero lo más aterrador radica en cómo la pseudociencia satura nuestras cabezas. Para desacreditar Brain Gym —permítanme que se lo recuerde— no se necesitan conocimientos sofisticados de especialista. Estamos hablando de un programa que afirma que «los alimentos procesados no contienen agua»: posiblemente, el enunciado más rápidamente falsable que he leído en toda la semana (¿y la sopa?). «Todos los demás líquidos se procesan en el cuerpo como alimento y no atienden a las necesidades hídricas de nuestro organismo.»

Hablamos de una organización situada en los márgenes mismos de la razón pero que, aun así, opera en un incontable número de escuelas británicas. Cuando, en 2005, escribí sobre Brain Gym en mi columna del periódico que «los descansos para hacer ejercicio están bien, pero los disparates pseudocientíficos dan risa», si bien muchos profesores y profesoras disfrutaron con mis afirmaciones, otros muchos se sintieron indignados y «contrariados» por lo que, según su criterio, constituía un ataque contra unos ejercicios que ellos mismos habían experimentado y encontrado útiles. Uno de ellos (un director adjunto de escuela, nada menos) me interpeló sobre mis reflexiones del modo siguiente: «Por lo que veo, ¿he de entender que usted no ha visitado aulas, no se ha entrevistado con profesores ni ha preguntado a ningún niño, y aún menos ha mantenido una conversación con alguno de los numerosos especialistas en este campo?».

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