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Authors: Ben Goldacre

Tags: #Ciencia, Ensayo

Mala ciencia (34 page)

BOOK: Mala ciencia
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Algo que podemos medir es cuántas de las prácticas médicas actuales se basan en la evidencia empírica. No es fácil. Pero sabemos que, a juzgar por el estado actual de nuestros conocimientos, en torno a un 13 % de todos los
tratamientos
tienen sobradas pruebas que los respaldan y otro 21 % de ellos resultan probablemente beneficiosos.
[1]
Pueden parecer cifras bajas, pero pensemos que, según parece, los tratamientos más comunes y los que cuentan con una mejor base empírica a su favor tienden a coincidir. Otra forma de medir la correlación entre una práctica médica y su fundamentación empírica es examinando cuántos
procedimientos
médicos están basados en pruebas. Por ejemplo, fijándonos en una serie consecutiva de pacientes que acuden a una consulta de visitas externas, observando sus diagnósticos y los tratamientos que se les han prescrito, y luego analizando si las decisiones por las que se les recetaron esos tratamientos se sustentaron en la evidencia empírica existente o no. Estos estudios, tomados del mundo real, arrojan una cifra más significativa: en la década de 1990 se hicieron muchos de ellos y, según sus resultados (que oscilaron según la especialidad), entre un 50 y un 80 % de todos los procedimientos médicos están «basados en pruebas».
[2]
Sigue sin ser un número muy elevado, y si usted tiene alguna idea sobre cómo mejorarlo, por favor, escriba algo al respecto.
[*]

Otro buen indicador es el consistente en medir qué sucede cuando las cosas salen mal. El
British Medical Journal
es probablemente la revista médica académica más importante del Reino Unido. Recientemente, ha identificado los tres artículos más populares de su archivo en todo el año 2005, según una auditoría que evaluó el uso que los lectores daban a esos artículos, el número de veces que se referenciaban en otros artículos académicos, etc. Cada uno de estos tres artículos destacados contenía (como tema central) algún tipo de crítica sobre un medicamento, una empresa farmacéutica o un procedimiento médico.

Podemos repasarlos de forma breve para que vean lo relevantes que resultan para las necesidades diarias del común de los mortales los artículos con mayor repercusión de la revista médica más importante del país. El artículo con mayor puntuación era un estudio de control de casos que mostraba que los pacientes evidenciaban un mayor riesgo de ataque cardiaco si tomaban rofecoxib (Vioxx), diclofenaco o ibuprofeno. En el número dos se situaba un metaanálisis a gran escala de datos de las empresas farmacéuticas según el cual no existía prueba alguna de que los antidepresivos inhibidores de la recaptación de serotonina (ISRS) incrementaran el riesgo de suicidio, pero que sí halló indicios débiles de un mayor riesgo de lesiones deliberadamente autoinducidas. En tercer lugar, aparecía una revisión sistemática que mostraba una
asociación
entre los intentos de suicidio y el uso de ISRS, que ponía de relieve algunas de las deficiencias en los métodos de constatación y anotación de los suicidios en los ensayos clínicos.

Éstos son ejemplos de autoevaluación crítica, un ejercicio muy saludable. Pero hallamos en ellos algo más: todos estos estudios giran en torno a situaciones en las que las empresas farmacéuticas ocultaron o distorsionaron pruebas.
[3]
¿Cómo puede suceder algo así?

L
A INDUSTRIA FARMACÉUTICA

Los trucos del oficio de los que hablaré en este capítulo son probablemente más complicados que la mayoría del material del resto del libro, porque aquí formularemos una serie de críticas de índole técnica contra la bibliografía profesional de toda una industria especializada. En el Reino Unido, por fortuna, las farmacéuticas no se anuncian directamente al público en general (en Estados Unidos, incluso se anuncian píldoras para tratar la ansiedad de su perro), así que los que vamos a diseccionar aquí son los trucos que despliegan ante los médicos, un público que se encuentra en una posición ligeramente mejor para descubrir su farol. Esto significa que, en primer lugar, tendremos que ponernos en antecedentes sobre cómo llega un medicamento al mercado. Ésta es una materia que se enseñará en el colegio cuando yo sea presidente de un futuro gobierno mundial.

Comprender este proceso es importante por un motivo muy claro. Tengo la sensación de que muchas de las ideas más extrañas que la gente alberga sobre la medicina derivan de una batalla emocional contra la noción misma de la existencia de una industria farmacéutica. Cualesquiera que sean nuestras inclinaciones políticas, todos somos básicamente socialistas en materia de atención sanitaria: nos inquieta la idea de que la rentabilidad económica pueda desempeñar algún tipo de papel en las profesiones de vocación social. Pero esa sensación no se concreta en nada de provecho. Las grandes farmacéuticas son malvadas: yo podría estar de acuerdo con esa premisa. Pero como la gente no entiende exactamente
en qué sentido
son malvadas, su ira y su indignación se apartan de las que serían unas críticas válidas contra dichas empresas (por ejemplo, contra su papel en la distorsión de los datos, o contra su manía de retener fármacos vitales contra el sida impidiendo que vayan al mundo en vías de desarrollo) y acaban canalizadas a través de fantasías infantiles. «Las grandes farmacéuticas son malvadas y, por lo tanto —según ese razonamiento—, la homeopatía funciona y la vacuna triple vírica provoca autismo.» Lo más probable es que esto no sea precisamente de gran ayuda.

En el Reino Unido, la industria farmacéutica se ha convertido en la tercera actividad más rentable, detrás de las finanzas y —toda una sorpresa si viven ustedes aquí— el turismo. Gastamos 7.000 millones de libras anuales en medicamentos y el 80 % de ese gasto es en fármacos patentados, es decir, en medicinas que salieron al mercado en los últimos diez años. A escala global, el volumen de negocio de ese sector económico asciende a unos 150.000 millones de libras.

Las personas somos de muchos tipos y gustos, pero todas las grandes empresas tienen el deber de maximizar sus beneficios, y ése es un fin que, a menudo, no casa demasiado bien con la idea de cuidar y atender a las personas. El sida es un ejemplo extremo de esa contradicción: como he mencionado de pasada, las compañías farmacéuticas explican que no pueden dar fármacos a los países en vías de desarrollo sin cobrarles la patente porque necesitan el dinero que recaudan con esas ventas para financiar su propia investigación y desarrollo. Y aun así, de los 200.000 millones de dólares anuales en ventas que recaudan las mayores compañías estadounidenses del ramo, sólo un 14 % lo dedican a I+D, comparado con el 31 % que dedican a marketing y administración.

Las compañías también fijan sus precios siguiendo métodos que podríamos juzgar explotadores. En cuanto su fármaco sale al mercado, está amparado por una patente que durante unos diez años garantiza a quien lo lanza su fabricación en exclusiva. La loratadina, producida por Schering-Plough, es un medicamento antihistamínico eficaz que no causa el desagradable efecto secundario de la somnolencia, típico de otros antihistamínicos. Durante un tiempo, fue un tratamiento único en su especie y gozó de una elevadísima demanda. Antes de que expirara la patente, su fabricante aumentó el precio del fármaco hasta en trece ocasiones a lo largo de sólo cinco años, lo que lo hizo más de un 50 % más caro. Habrá quien llame a esto especulación.

Pero, en la actualidad, la industria farmacéutica también tiene problemas. Como ya hemos dicho, la edad de oro de la medicina ha llegado a su fin y el número de medicamentos nuevos (o de «nuevas entidades moleculares») registrados ha disminuido desde los cincuenta anuales de la década de 1990 hasta los veinte (más o menos) de hoy en día. Paralelamente, el número de fármacos «imitados» de otros fabricantes ha aumentado y supone actualmente la mitad de todos los medicamentos nuevos.

Los fármacos de imitación son una consecuencia inevitable del propio funcionamiento del mercado: son copias aproximadas de medicinas ya existentes, fabricadas hasta ese momento por otra compañía, pero que son suficientemente distintas como para que el nuevo fabricante reclame su propia patente de las mismas. Cuesta un enorme esfuerzo producir dichos fármacos: han de ser probados (en participantes humanos, con todos los riesgos que eso comporta), sometidos a ensayos, y perfeccionados y comercializados como cualquier otro medicamento nuevo. A veces, proporcionan modestos beneficios (un régimen dosificador más cómodo, por ejemplo), pero, teniendo en cuenta el trabajo que supone lanzarlos al mercado, no suelen representar un avance significativo en la salud humana. Son solamente un avance en el apartado de ganar dinero. ¿De dónde salen todos esos medicamentos?

El viaje de un fármaco

Lo primero que se necesita para crear un medicamento es una idea. Ésta puede proceder de diversos lugares: una molécula de una planta, un receptor en el organismo con el que creemos que podemos conectar una molécula de nuestra invención, un viejo fármaco que hayamos manipulado, etc. Esta parte de la historia es sumamente interesante y yo recomiendo a quien así lo desee que la conozca más a fondo siguiendo los estudios universitarios correspondientes. Cuando pensamos que tenemos una molécula que puede servir, la probamos en animales y vemos así si cumple la función que esperamos (y nos cercioramos de que no los mate, claro está).

A continuación, pasamos a la fase I de estudios (o «primera prueba en humanos») en un reducido número de valientes jóvenes sanos (y necesitados de dinero), sobre todo, para comprobar que no los mate, pero también para medir datos básicos como la rapidez con que el organismo excreta el fármaco (ésta fue la fase que salió terriblemente mal en los test TGN1412 de 2006, en los que varios jóvenes resultaron gravemente enfermos). Si esto funciona, pasamos a un ensayo de fase II en unas doscientas personas aquejadas de la enfermedad relevante para el fármaco estudiado: un ensayo ideado como una «prueba de concepto», a fin de estudiar la dosis adecuada y hacernos una idea de su eficacia (o ineficacia).
Muchas
medicinas fracasan en ese punto, lo que no deja de ser una lástima, porque no se trata de un simple trabajo de ciencias de secundaria: sacar un medicamento al mercado cuesta en torno a los 500 millones de dólares en total.

Luego, realizamos un ensayo de fase III (aleatorizado y ciego) en centenares o miles de pacientes, en el que comparamos nuestro fármaco con un placebo (o con otro tratamiento comparable) y recabamos muchos más datos sobre su eficacia y su seguridad. Tal vez necesitemos llevar a cabo unos cuantos antes de estar en disposición de solicitar una licencia para vender nuestro nuevo medicamento. Tras su salida al mercado, debemos seguir realizando más ensayos, y, probablemente, habrá también otras personas que lleven a cabo sus propias pruebas y estudios de nuestro medicamento. Y, con un poco de suerte, todo el mundo se mantendrá alerta por si surge algún efecto secundario inadvertido hasta entonces, y dará cuenta de él a través del sistema Yellow Card (un sistema que también pueden usar los pacientes y que, de hecho, rogamos que usen; pueden encontrarlo
aquí
).

Los médicos toman sus propias decisiones racionales a la hora de recetar un medicamento en función de lo bueno que ha demostrado ser en los ensayos, de lo serios que son sus efectos secundarios y, a veces, de su coste. Lo ideal sería que obtuvieran la información sobre su eficacia a partir de los estudios publicados en revistas académicas que tengan implantado un sistema de selección por revisión externa entre iguales, o de otros materiales como los manuales y los artículos de revisión, que están basados a su vez en investigaciones primarias como las de los ensayos. A lo peor, sin embargo, confiarán en las mentiras de los visitadores médicos de las farmacéuticas y en el «boca a oreja».

Pero los ensayos de fármacos son caros, así que nada menos que el 90 % de los ensayos clínicos de medicamentos, y el 70 % de los ensayos recogidos en las principales revistas médicas, son realizados o encargados por la industria farmacéutica. Un elemento clave de la ciencia es que los hallazgos o los resultados puedan ser reproducidos en cualquier otro momento o lugar, pero cuando sólo hay una organización que financie las investigaciones, ese elemento se pierde.

Nos sentimos tentados entonces a culpar a las empresas farmacéuticas (a pesar de que, a mi juicio, los gobiernos y las organizaciones ciudadanas tienen igual culpa por no arrimar el hombro económicamente hablando), pero sea donde sea que ustedes tracen su propia línea moral, la consecuencia es la misma: las farmacéuticas ejercen una enorme influencia sobre lo que se investiga, cómo se investiga, cómo se informa de los resultados, cómo se analizan éstos y cómo se interpretan.

A veces, ámbitos enteros de investigación potencial quedan huérfanos por falta de dinero e interés empresarial.
[4]
Los homeópatas y los mercachifles de píldoras vitamínicas les dirían que sus pastillas son un buen ejemplo de este fenómeno. Pero eso es una ofensa moral para los buenos ejemplos de verdad. Se incluyen entre ellos ciertas dolencias que afectan a un número reducido de personas, como la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob o la de Wilson, pero más escalofriantes aún resultan aquellas enfermedades desatendidas porque sólo se dan en el mundo en vías de desarrollo, como el mal de Chagas (que amenaza a una cuarta parte de América Latina) y la tripanosomiasis (300.000 casos al año, aunque en África). El Foro Mundial de Investigación para la Salud calcula que el 10 % de la carga sanitaria mundial es receptora del 90 % de la financiación total destinada a investigación biomédica.

A menudo, lo único que falta es información, y no una asombrosa molécula novedosa. Se calcula que la eclampsia, por poner un caso, causa unas 50.000 muertes anuales durante el embarazo en todo el mundo, y el mejor tratamiento (y con mucha diferencia) es algo tan barato (y libre de patentes) como el sulfato de magnesio (a dosis elevadas y por vía intravenosa): es decir, ni suplementos medicinales alternativos, ni tampoco los caros anticonvulsivos que se emplearon durante muchas décadas. Aunque el magnesio se usa para tratar la eclampsia desde 1906, su puesto de honor como mejor tratamiento posible de la misma sólo quedó definitivamente demostrado un siglo más tarde, en 2002, con la ayuda de la Organización Mundial de la Salud. Semejante retraso se debió a la inexistencia de interés comercial por esa investigación: nadie tenía la patente del magnesio y la mayoría de las muertes por eclampsia se producen en el mundo en vías de desarrollo. Pero millones de mujeres han fallecido por esa afección desde 1906, y muchas de esas muertes habrían sido evitables.

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