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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Maldad bajo el sol (13 page)

BOOK: Maldad bajo el sol
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—Ciertamente que explica ese punto —convino Poirot.

—Piensen ahora en el sitio elegido —prosiguió el inspector Colgate—. No podría encontrarse otro más apropiado. La dama sale en su esquife. Nada más natural. Es lo que hace todos los días. Se dirige a la Ensenada del Duende, donde nadie va por las mañanas y que es un lugar silencioso y tranquilo para una entrevista.

—También a mí me llamó la atención ese detalle —dijo Poirot—. Es, como usted dice, un sitio ideal para una entrevista. Solitario, solamente accesible desde la parte de tierra por una escalerilla vertical que no todo el mundo se atreve a utilizar. Además, la mayor parte de la playa es invisible desde arriba a causa del peñasco que sobresale. Y tiene otra ventaja.
Mister
Redfern me habló de esto un día. En la playa hay una cueva, cuya entrada no es fácil de encontrar, pero donde puede uno esperar sin ser visto.

—Recuerdo haber oído hablar de la Cueva del Duende— dijo Weston.

—Yo hacía años que no la oía mencionar —intervino Colgate—. Será conveniente que le echemos un vistazo. A lo mejor encontramos allí una pista.

—Tiene usted razón —dijo Weston—. Hemos encontrado la solución a una parte del enigma. ¿
Por qué fue mistress
Marshall a la Cueva del Duende
? Pero necesitamos la otra mitad de la solución: ¿Con quién tenía que encontrarse allí? Presumiblemente, con alguien que para en este hotel y que no será un enamorado..

Volvió a abrir el registro.

—Excluyendo los camareros, «botones», y demás, a quienes no creo chantajistas probables, tenemos los siguientes individuos: Gardener el americano, el mayor Barry,
mister
Horace Blatt y el reverendo Stephen Lane.

—Todavía podemos acortar un poco la lista, señor —dijo el inspector Colgate—. Creo que podemos excluir también al americano. Estuvo toda la mañana en la playa. ¿No es cierto,
mister
Poirot?

—Estuvo un rato ausente cuando fue a buscar un ovillo de lana para su mujer —contestó Poirot.

—Oh, bien; eso no vale la pena de tomarlo en cuenta —dijo Colgate.

—¿Y qué hay de los otros tres? —preguntó Weston.

—El mayor Barry salió a las diez de la mañana. Regresó a la una y media.
Mister
Lane madrugó más todavía. Desayunó a las ocho. Dijo que iba a dar un paseo largo.
Mister
Blatt salió en yola a las nueve y media, como hace casi todos los días. Ninguno de ellos ha regresado todavía.

—Bien —indicó Weston—; cambiaremos unas palabras con el mayor Barry... ¿y quién más se encuentra aquí? Rosamund Darnley. Y
miss
Brewster, la señorita que encontró el cadáver en unión de Redfern. ¿Qué opinión tiene usted de esa señorita, Colgate?

—Es una infeliz. No hay que contar con ella.

—¿Expresó alguna opinión sobre la muerta?

El inspector hizo un gesto negativo.

—No creo que tenga nada que decirnos, señor, pero de todos modos nos aseguraremos. También se encuentran los americanos en el hotel.

—Los interrogaremos a todos —dijo el coronel Weston—. Quizá podamos averiguar algo... aunque sólo sea del asunto del
chantaje
.

3

Mister
y
mistress
Gardener comparecieron juntos ante la autoridad.

Mistress
Gardener inició su explicación inmediatamente:

—Espero que comprenderá usted lo que voy a decirle, coronel Weston, ¿es así como se llama usted? —Segura sobre este punto, prosiguió—: Lo sucedido ha sido un golpe terrible para mí y para
mister
Gardener, siempre cuidadoso de mi salud...

—Mi señora es una mujer muy sensible —intercaló
mister
Gardener.

—Cuando me llamó usted, me dijo: «Pues claro que te acompañaré, Carrie». Los dos sentimos la mayor admiración por los métodos de la policía británica. A mí siempre me han dicho que los procedimientos de la policía ingle»a son los más refinados y delicados, cosa que nunca he puesto en duda, y recuerdo que una vez que perdí una pulsera en el Hotel Savoy no he conocido a nadie más amable y simpático que el joven que vino a hablarme del asunto. Realmente yo no había perdido la pulsera, sino que había olvidado dónde la había puesto, y este es el inconveniente de andar siempre de prisa, que olvida una dónde pone las cosas... —
Mistress
Gardener hizo una pausa, respiró profundamente y prosiguió su discurso—: Vengo, pues, a decirles, y
mister
Gardener está de acuerdo conmigo, que no deseamos otra cosa que ayudar en lo posible a la policía británica. Así que puede usted preguntarme todo lo que desee, que yo...

El coronel Weston abrió la boca para aprovechar aquella invitación, pero tuvo que aplazarlo momentáneamente en espera de que
mistress
Gardener terminase.

—¿No es cierto que te lo dije así, Odell?

—Así fue, querida —contestó
mister
Gardener.

—Tengo entendido,
mistress
Gardener, que usted y su marido estuvieron toda la mañana en la playa —se apresuró a intercalar el coronel Weston.

Por una vez,
mister
Gardener fue quien contestó primero.

—Así es —dijo.

—Claro que estuvimos —confirmó
mistress
Gardener—. Hizo una deliciosa mañana y no teníamos la menor idea de lo que estaba ocurriendo en un rincón de aquella solitaria playa.

—¿No vieron ustedes a
mistress
Marshall en todo el día?

—No, señor. Por cierto que dije a Odell: ¿adónde habrá ido
mistress
Marshall esta mañana? Luego vimos que su marido la buscaba y que el joven
mister
Redfern estaba tan impaciente que no paraba en ningún sitio y no hacía más que volver la cabeza para mirar a todo el mundo. Yo me dije: «parece mentira que teniendo una mujercita tan mona ande detrás de esa temible mujer». Porque eso es lo que siempre me ha parecido
mistress
Marshall, ¿verdad, Odell que te lo dije?

—Sí, querida.

—No puedo explicarme cómo un hombre tan simpático como ese capitán Marshall ha llegado a casarse con ella, y más teniendo una hija tan crecida y sabiendo lo importante que es para las jóvenes educarse bajo una buena influencia.
Mistress
Marshall no era la persona adecuada, ni por su educación ni por sus principios. Si el capitán Marshall hubiese tenido algún sentido se habría casado con
miss
Darnley, que es una mujer encantadora y distinguidísima. Debo decir que admiro la manera que ha tenido de abrirse camino montando un negocio de primera clase. Se necesita talento para hacer una cosa como ésa y no tienen ustedes más que mirar a Rosamund Darnley para comprender lo inteligente que es. Puede planear y realizar todo cuanto se proponga por importante que sea. Pueden creer que admiro a esa mujer más de lo que sé expresar. El otro día le dije a
mister
Gardener que cualquiera podía ver que estaba enamoradísima del capitán Marshall, ¿Verdad, Odell?

—Sí, querida.

—Parece ser que se conocen desde chiquillos, y quién sabe si ahora se les arreglará todo, desaparecido el estorbo de aquella mujer. No tengo un criterio estrecho, coronel Weston, y no es que desapruebe ciertas cosas... muchas de mis mejores amigas son actrices..., pero siempre dije a
mister
Gardener que esa mujer era muy peligrosa. Y ya ven ustedes que he acertado.

Guardó silencio, triunfante. Los labios de Poirot dibujaron una leve sonrisa. Sus ojos sostuvieron por un minuto la penetrante mirada de
mister
Gardener.

—Bien, muchas gracias,
mister
Gardener —dijo el coronel Weston con acento de desesperación—. Supongo que ninguno de ustedes habrá observado durante su estancia en el hotel nada que tenga relación con el caso que nos ocupa.

—Ciertamente que no —contestó
mister
Gardener—. La señora Marshall se dejó acompañar por el joven Redfern la mayor parte del tiempo... pero es cosa que vio todo el mundo.

—¿Y su marido? ¿Cree usted que se sentía ofendido?

—El capitán Marshall es hombre muy reservado —contestó cautamente
mister
Gardener.

—¡Oh, sí! —contestó
mistress
Gardener—, ¡es un verdadero británico!

4

En el rostro ligeramente apoplético del mayor Barry parecían luchar diversas emociones por su predominio. El se esforzaba por parecer debidamente horrorizado, pero no podía disimular una especie de vergonzosa satisfacción.

—Encantado de poder ayudar a ustedes —dijo con su ronca voz—. Lo lamentable es que no sé nada del asunto... nada en absoluto. No estoy relacionado con ninguna de las partes. Pero afortunadamente no carezco de experiencia. He vivido largo tiempo en Oriente, como ustedes saben, y puedo decirles que después de vivir en la India lo que no se sepa de la naturaleza humana no vale la pena.

Hizo una pausa, alentó y prosiguió.

—Por cierto que este asunto me recuerda un caso ocurrido en Simla. Un individuo llamado Robinson... ¿o Falconer?... no lo recuerdo ahora, pero no tiene importancia el detalle. Era un individuo sosegado, pacífico, gran lector... bueno como el pan, tal como suele decirse. Una noche buscó a su mujer en su
bungalow
y la agarró por el cuello... ¡Casi la ahogó! A todos nos sorprendió el suceso porque no lo creíamos capaz de semejante violencia.

—¿Ve usted alguna analogía con la muerte de
mistress
Marshall? —preguntó Poirot.

—Verá usted... Se trató también de un intento de estrangulación. El individuo estaba celoso y «vio rojo» de pronto.

—¿Y cree usted que el capitán Marshall «vio» también de ese modo?

—¡Oh, yo nunca dije eso! —el rostro del mayor Barry enrojeció aún más—. Nunca dije nada de Marshall. Es una bellísima persona. Yo no diría una palabra contra él por nada del mundo.

—Perdón —murmuró Poirot—, pero usted se refirió a las reacciones naturales en un marido.

—Sí, sí, en efecto; pero lo hice en términos generales. Recuerdo un caso como este ocurrido en Pomona. Era una mujer bellísima. Una noche fue con su marido a un baile...

—Bien, bien, mayor Barry —interrumpió el coronel Weston—; por el momento vamos a establecer los hechos. ¿Ha visto usted o advirtió algo que pueda ayudarnos en la investigación de este caso?

—Realmente no sé nada, Weston. Una tarde la vi con el joven Redfern en la Ensenada de las Gaviotas —el mayor Barry hizo un gesto picaresco y soltó una risita—. La escena fue muy interesante, pero no creo que esa clase de detalles sean los que usted necesita.

—¿No vio usted a
mistress
Marshall esta mañana en ningún momento?

—No vi a nadie. Me fui hasta Saint Loo. Ya ve usted qué suerte tengo. Aquí pasan meses sin ocurrir nada, y para una vez que ocurre algo me lo pierdo.

La voz del mayor tuvo un dejo de pesar.

—¿Dice usted que fue a Saint Loo? —preguntó con indiferencia Weston.

—Sí, necesitaba telefonear. Aquí no hay teléfono y la estafeta de Correo de Leathercombe Bay no reúne buenas condiciones para hablar reservadamente.

—¿Sus llamadas telefónicas fueron de carácter particular?

El mayor volvió a hacer un gesto picaresco.

—Lo eran y no lo eran. Quise ponerme al habla con un compañero para que apostase en mi nombre a un caballo que me interesaba.

—¿Desde dónde telefoneó usted?

—Desde la cabina de la estafeta de Saint Loo. A la vuelta me extravié... En estos malditos senderos todo son vueltas y revueltas. Malgasté más de una hora en orientarme y sólo hace media hora que regresé.

—¿Habló usted o se encontró con alguien en Saint Loo? —preguntó Weston.

—¿Quiere que pruebe mi coartada? —rió Barry—. No se me ocurre nada aprovechable. Vi en Saint Loo a centenares de personas, pero esto no quiere decir que ellos recuerden haberme visto.

—Comprenderá usted que tenemos que comprobar estas cosas —dijo Weston.

—Hacen ustedes muy bien. Llámenme en cualquier momento. No deseo otra cosa que ayudarles. La muerta era una mujer encantadora y me gustaría contribuir a la captura del miserable que la mató. «El asesino de la playa solitaria», así titularán este suceso los periódicos. Esto me recuerda que en cierta ocasión..

Fue el inspector Colgate quien cortó en flor esta última reminiscencia y maniobró para dejar al charlatán en la puerta.

—Va a ser difícil comprobar nada en Saint Loo —dijo al volver.

—Pues no podemos borrar a este hombre de la lista —repuso Weston—; y no es que yo crea seriamente que está complicado... pero es una posibilidad. A usted le encomiendo la tarea de averiguarlo, Colgate. Compruebe a qué hora sacó el coche, puso gasolina y demás. Es humanamente posible que dejase el coche en algún lugar solitario y que luego regresase aquí y marchase a la ensenada. Pero no me parece probable. Se habría expuesto demasiado a ser visto.

—Como hizo tan hermoso día —dijo Colgate— hubo muchos excursionistas por aquí. Empezaron a llegar a eso de las once y media. La marea alta fue a las siete. La baja sería a la una. La gente se desparramó por todas partes y entre ella pudo pasar inadvertido el mayor Barry.

—Sí —dijo Weston—, pero tuvo que subir por la calzada y pasar por delante del hotel.

—No precisamente por delante —replicó Colgate—. Pudo desviarse por el sendero que conduce a lo alto de la isla.

—Yo no afirmo que no pudo hacerlo sin ser visto —dijo Weston—. Prácticamente todos los huéspedes del hotel se encontraban en la playa, excepto
mistress
Redfern y la chiquilla de Marshall, que habían ido a la Ensenada de las Gaviotas, y aquel sendero se domina solamente desde unas cuantas habitaciones del hotel y hay muchas probabilidades en contra de que alguien estuviese asomado a una de las ventanas. Creo, pues, posible que un hombre subiera hasta el hotel, atravesase el vestíbulo y volviera a salir sin que nadie le viera. Pero lo que yo digo es que no pudo contar con que nadie le viese.

—Pudo ir a la ensenada en bote —arguyó Colgate.

—Eso es mucho más lógico —convino Weston—. Si tenía un bote a mano en alguna de las caletas próximas, pudo dejar el coche, remar hasta la Ensenada del Duende, cometer el asesinato, regresar en el bote, recoger el coche y llegar aquí con el cuento de haber estado en Saint Loo y haberse perdido en el camino... historia que él sabe lo difícil que es de desmentir.

—Tiene usted razón, señor.

—Lo dejo en sus manos, Colgate —dijo Weston—. Registre bien estos alrededores. Usted sabe lo que hay que hacer. Ahora vamos a interrogar a
miss
Brewster.

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