—¡Jo, abuela! — dije un día—. Ni que las conocieras…
Y ella me miró muy sorprendida antes de contestar.
—Es que a muchas las conozco, hija.
Luego mi madre me dio un bofetón por haber dicho ¡jo! delante de la abuela, y ese tipo de cosas me ponían muy nerviosa. En ese estado pasé muchas más horas que en la plácida compañía de la abuela Soledad, la madre de papá, que vivía sola, sin perro y sin criados, en un piso más pequeño que el nuestro, y nos daba para merendar pan con chocolate en lugar de pastas de té, un dulce que ya entonces encontraba particularmente insípido. Una vez le pregunté a mi padre por qué no íbamos a verla ni la mitad de las veces que a la abuela Reina, y él me contestó sonriendo que, bueno, era normal, porque las hijas tiran a su madre más que los hijos. Acepté esa explicación sin comprenderla bien, como aceptaba todo lo que salía de sus labios, pero siempre que tuve una oportunidad, seguí marchándome con él a casa de su madre. Me tranquilizaba pensando que todo estaba en orden porque, al fin y al cabo, era lógico, que yo, un niño nacido niña por algún misterioso error, tirara más a mi padre, y no le concedía ninguna importancia al hecho de que éste fuera un hombre tan hermoso, una criatura más fascinadora que cualquiera de aquellas a las que me sería dado sucumbir después.
El, sin embargo, conocía exactamente los límites de su arrolladora capacidad de seducción. Recuerdo que cuando éramos pequeñas y entraba con nosotras, arrastrándonos a cada una de una mano, en cualquier tienda, en un restaurante, o hasta en el colegio, todo el mundo, hombres y mujeres, se le quedaba mirando a la vez. Entonces solía animarnos en voz alta —¡vamos, vamos, niñas!— como si nosotras estuviéramos haciendo algo y nos resistiéramos a continuar, y dirigía la vista al suelo para disimular la sonrisa de satisfacción que hacía florecer su rostro. Un segundo más tarde nos soltaba, y nos autorizaba a alejamos con un gesto para quedarse solo, suspirar profundamente y dirigimos una última ojeada que proclamaba, así soy yo, las hago a pares. Nunca cambiaba de técnica, así que supongo que obtendría buenos resultados. Reina y yo salíamos de los supermercados repletas de pequeños regalos, caramelos, globos, bolsas de cromos, que las cajeras nos tendían con una mirada ausente, su sonrisa siempre destinada a papá, y éramos las últimas en marcharnos de las fiestas de cumpleaños, porque las madres de nuestras amigas no solían resistir la tentación de invitarle a una copa, y él aceptaba siempre. Mis tías felicitaban a mi madre por haber conseguido un marido tan solícito y tan buen padre, siempre dispuesto a traemos y llevamos incluso cuando no era en absoluto necesario, pero insistían tanto en sus alabanzas, sobre todo cuando él estaba presente, que me imagino que adivinaban hasta qué punto le beneficiaba aquella situación. Nosotras, tan monas, tan parecidas, tan bien vestidas siempre con la misma ropa, matábamos para él dos pájaros con un solo tiro, restando por una parte agresividad a sus operaciones de descubierta y encubriéndolas al mismo tiempo a los ojos de mi pobre madre, que vivía enajenada por unos celos tan obsesivos que la estorbaban incluso para comprender lo evidente. Con el tiempo, hasta llegué a sospechar que quizás ligaba más con una niña en cada mano que con ambas en los bolsillos, porque era tan guapo que daba miedo.
A él sí que le gustaba ir a la casa de Martínez Campos, pero aquel escenario no le favorecía nada, al menos a mis ojos, tan acostumbrados a mirarle con una mezcla de amor, admiración, y cierta sofocante ansiedad posesiva —la atroz dependencia que luego, cuando ya no tenía margen para asustarme, reconocería entre los ingredientes del deseo de los adultos—, que hubieran querido negarse a verlo allí, preparando copas para todos, besuqueando a mi abuela, o comentando con entusiasmo los partidos de fútbol que en nuestra casa jamás veía. Era como si aquel edificio subvirtiera el orden natural de las cosas, tomando a mi madre una mujer frívola y conversadora solamente a costa de privar a mi padre de la extraordinaria confianza que en cualquier otro ambiente acostumbraba a inspirarse a sí mismo, una roca insospechadamente frágil que se cuarteaba como una armazón de escayola para caer al suelo, hecha pedazos, a la menor alusión no ya malévola, sino simplemente fría, por parte de mi abuelo, que por suerte, eso sí, generalmente no abría la boca.
Pero la gran epopeya americana que la revelación de Paulina había puesto en mis manos como un regalo sorpresa, alumbró las sombrías estancias del purgatorio familiar con un color distinto, trabado con las mismas tintas agrias y chillonas que iluminaban apenas los ribetes del chaleco de aquellos tristes, sucesivos Fernández de Alcántara de pelo negro, y ojos negros, y barba negra, y traje negro, y capa negra, y botas negras, cuyos retratos se alineaban ordenadamente sobre las paredes, animándome a creer que la vida de verdad, la Vida con mayúscula, latía todavía tras las burdas pinceladas que cualquier desconocido y animoso pintor peruano había posado sobre aquellas tablas sólo para que yo, muchos siglos después, lograra por fin mirarlas con simpatía. Allí estaban, mis tatatatatarabuelos, valientes hasta el suicidio, temibles hasta el horror, vencedores de batallas perdidas, hincando la rodilla en la arena para tomar en nombre de la reina, y con su bandera en ristre, la más paradisíaca playa tropical, doblegando con dos docenas de bravos a ese millón de indios que aullaban como lobos sobre sus caballos, alrededor del círculo de carromatos que marchaba hacia el salvaje Oeste, defendiendo el oro de su Majestad de los cobardes asaltos de los piratas ingleses, poniéndolos de rodillas sobre la bruñida cubierta de sus galeones para acariciarles la garganta con el filo de su espada justo encima de la gola —y ahora, Garfio, felón, pagarás en un solo plazo todas tus cuentas conmigo—, desbrozando selvas y fundando ciudades con tres o cuatro flechas envenenadas clavadas en la espalda —curare a nosotros, ja ja—, defendiendo a puñetazos en una sucia taberna el honor de su dama o escogiendo al final a una nativa guapísima, con sorprendentes ojos azules, que atravesaría con ellos el umbral de su tienda para engendrar mucho más que el final de una película, toda una línea continua de carne y de sangre que iba a desembocar, lo que son las cosas, en los exactos límites de María Magdalena Montero Fernández de Alcántara o, más precisamente, yo.
Me divertía tanto inventando su historia que antes de darme cuenta me encontré explorando rincones en los que nunca hasta entonces me había atrevido a aventurarme sola. Me divertía escrutando los rostros de todos aquellos conquistadores melancólicos, al acecho de cualquier rasgo familiar, los ojos achinados de mi primo Pedro, el mentón del tío Tomás, o un lunar en el dorso de la mano, exactamente en el mismo sitio donde otra diminuta manchita negra interrumpía la uniforme blancura de la piel de mi madre, y les ponía motes, Francisco el Chulo, porque había posado con los brazos en jarras y una mueca insolente en sus labios fruncidos, Luis el Triste, porque en sus ojos brillaba un barniz húmedo que sugería la inminencia de las lágrimas, Fernando III el Tacaño, porque lo debió ser, y mucho, a juzgar por el raído aspecto de su capa, y sobre todos, mi favorito, Rodrigo el Carnicero, quien parecía haberse adornado para el pintor con todas las joyas que existían en el Cuzco, medallas, colgantes, broches, alfileres de oro y piedras preciosas, prendidos tan cerca los unos de los otros que parecían luchar por un lugar sobre su ajustado jubón de terciopelo rojo, completando una composición sólo comparable al espectáculo que ofrecía gratuitamente Teófila, la carnicera de Almansilla, cuando, cada verano, el día de la Virgen, subía la cuesta de la iglesia andando muy despacio para que la vieran bien las vecinas, con una sonrisa venenosa entre los labios y todo el oro de Extremadura a cuestas, como si así, blindada de arriba abajo, pudiera encajar todavía con más descaro las torvas miradas de las mujeres que, a su paso, la insultaban a gritos mientras tiraban un cubo de agua sucia por la ventana, una batalla tan tradicional, aunque nunca se incluyera en el programa de festejos, que incluso la tata Juana se había atrevido a terciar un año —¿te crees que me das envidia, pingo? ¡Una mina de oro igual que la tuya tengo yo entre las piernas, so puta, que así te mueras de algo malo!— para que Reina y yo nos deshiciéramos de risa, mamá se pusiera furiosa, y la abuela, lívida, tuviera que sentarse en una tapia para descansar un rato, porque era bien sabido que, en lo que se refería a la abuela, el mundo había sido creado sin Teófila, y sin ella daba vueltas todavía, hasta el punto de que había que ir en coche al pueblo de al lado para comprar la carne en una tienda peor, y más pequeña que la suya.
Tal vez al abuelo, que aquel día, en la comida, estuvo mareante de puro locuaz, sacando a colación todos los temas imaginables y hasta contando chistes, aunque sonaran todos tan antiguos que en ningún momento logró que las carcajadas de su público matizaran los bramidos procedentes del piso de arriba, donde su mujer, pretendidamente indispuesta, recorría su dormitorio con tanta salud en cada pierna que la lámpara del comedor se movía como si estuviéramos en un barco, amenazando con desplomarse de un momento a otro sobre nuestras cabezas, también Rodrigo el Carnicero le recordara ala Teófila de los buenos tiempos, esa muchacha guapa y divertida que apenas se adivinaba ya bajo los rasgos afilados, prematuramente consumidos, de la mujer madura que había replicado a Juana en público sólo para humillar cruelmente a mi abuela —¡pues sí, ya ves, unas tanto y otras tan poco…! Que a alguna que yo me sé, mejor le habría valido ser un poco más puta y andar menos a la sierra a coger tomillo para el cajón de las bragas, ¡que de puro machorra, hasta en Nochebuena echaba a su hombre de casa!—, porque el retrato desapareció un buen día de su sitio, en el descansillo del segundo piso, y terminó en su despacho, haciéndole compañía a la pareja formada por Alvaro el Cursi y María la Mandona, una mujer joven, con bellos rasgos exóticos de india pero, a juzgar por su expresión, tan mala leche como su amante.
Allí estaba yo una tarde, mimando a mi favorito, cuando el abuelo apareció de improviso, y como estábamos solos, en lugar del consabido chupa chups y las palmaditas de despedida de tantas otras tardes, se acercó a mí por la espalda, puso sus manos sobre mis hombros y me besó en el pelo.
—¿Qué, te gusta? —preguntó luego.
—Sí —contesté, y proseguí antes de darme cuenta de que estaba metiendo la pata—. Se parece a Teófila, la carnicera.
Pero en lugar de enfadarse conmigo, o recobrar al menos las ventajas del silencio, soltó un par de carcajadas y se sentó detrás de su escritorio para seguir sonriéndome desde allí, tranquilo quizás porque entonces ya era viudo, lo recuerdo bien, había pasado más de un año desde que Magda se marchara del convento.
—¿Sí? No me digas.
—Sí. Pero no es por la cara, ni nada de eso, sino por las joyas. Teófila siempre lleva muchas.
El asintió con la cabeza y murmuró algo para sí, como si yo me hubiera esfumado de repente.
—Es cierto, la amiga de Dios nunca quiso fiarse del dinero. Sólo le gusta el oro, pobrecilla… Pobre Reina.
Me quedé callada, sin saber qué decir, porque no podía referirse a otra Reina más que a la abuela. Parecía muy cansado, y cerró los ojos. No me pareció bien seguir mirándole, así que retorné con la mirada al cuadro y con la memoria a la fuente de huevos rellenos que permanecía intacta, en el centro de la mesa, aquel día de la Virgen en el que nadie se atrevía a servir el primer plato, cuando Reina y yo aprendimos que las señoras bien, como mi abuela, también sabían decir tacos, y nos regocijamos de tal forma por aquel descubrimiento que dos caballos sentados a comer no habrían desentonado más que las carcajadas que ambas reprimíamos a duras penas en aquel funeral imprevisto, aparentemente secundadas sólo por el tío Miguel, que era el más joven, y por la tía Magda, la única mujer que había bajado al comedor, con la razonable excusa de que, por muy mal que se encontrara su madre, ella estaba muerta de hambre. Ambos se miraban, escondiendo la cara en la servilleta de vez en cuando mientras, arriba, como un demonio colérico, la abuela pasaba de los reproches razonables a ese cabrón le voy a dar yo para que vaya contando por ahí dónde guardo las bragas, y esa…, ese pedazo de puta… ¡Pues no ha tenido valor para llamarme machorra, a mí, precisamente a mí, machorra, cuando he tenido nueve hijos, cuatro más que ella, maldita sea su estampa! Y, además, no fue en Nochebuena, no, aquello que dice pasó en Nochevieja, tú te acordarás, Juana, que estaba borracho como una cuba, y lo que quería aquella noche, os lo juro, niñas, por el Dios que está en los cielos, que lo que vuestro padre quería hacer aquella noche era…, en fin…, bueno…, a vosotras no tengo por qué daros explicaciones, era pecado y ya está, y por eso me encerré en el baño, a las amenazas más disparatadas —¡y tú ve diciéndolo en el pueblo! Que nadie vuelva a comprarle ni una salchicha porque como me cabree, cojo, desmonto el techo del Ayuntamiento, y me lo traigo aquí, teja por teja, que para eso lo he pagado yo—, ante la impasibilidad de todos los demás, que se comportaban como si estuvieran sordos, negándose al mismo tiempo a encontrar las desesperadas miradas de auxilio que mi abuelo lanzaba en todas las direcciones, sin cosechar otro consuelo que la serenidad de mi padre, íntegro por fin su aplomo mientras asentía con disimulo, en sus labios una media sonrisa de compasión burlona que, con el tiempo, yo aprendería a descifrar antes aun de leerla, como una revista vieja, aburrida ya de puro sobada, ¡mujeres!, ¿quién las entiende? Conoces a una que te gusta, te tiras un montón de años haciendo manitas, la compras una sortija, te casas, la mantienes, le pintas la casa cada tres años, le pones una muchacha para que no se le estropeen las uñas, la dejas embarazada tres o cuatro veces y, aunque se ponga ñoña y engorde, la sigues echando un polvo religiosamente, todos los sábados por la noche… ¡y resulta que todavía se queja! Pero ¿qué más quieren? ¡Si un macho siempre será un macho, qué cojones!
Esos son los riesgos que se corren casándose con un conquistador, pensaba yo aquella tarde mientras miraba a Rodrigo el Carnicero, porque de alguna parte habrán tenido que salir todos esos peruanos que se llaman igual que nosotros. Entonces, el abuelo volvió silenciosamente de su ensueño.
—Ese se llamaba Rodrigo.
—Ya la sé. Lo pone aquí. ¿Cuánto tiempo lleva muerto?
—¡Uy, no sé! Casi tres siglos, vivió a mediados del
XVII
, creo, y fue el más rico de todos.