Alargué despacio la pierna izquierda, y cerré los ojos. Cuando los abrí de nuevo, ya estaba delante de mi abuelo, que me miraba con el ceño apenas hilvanado, y entonces pude haber salido corriendo, pude haber rodeado la silla de Pacita y haber ganado la puerta antes de que él tuviera tiempo para darse cuenta, pero no lo hice, porque estaba segura de que ya se habían zampado toda la tortilla, y yo, además, había dejado de temerle.
—Yo no soy una gallina —afirmé.
—Claro que no —dijo él, y me sonrió, y estoy absolutamente segura de que aquélla fue la primera sonrisa que me dedicó en mi vida—. Pero un poco cobarde sí que eres, porque te escondes de mí.
—No es de ti —murmuré, mintiendo a medias, y a medias diciendo la verdad—. Es de…
Señalé a Pacita con el dedo y el asombro desencajó su rostro.
—¿De Paz? — me preguntó, después de un rato—. ¿Tienes miedo de Paz? ¿En serio?
—Sí, yo… Ella me asusta un poco, porque no sé muy bien para dónde mira, ni qué piensa, y ya sé que no piensa, pero… Y además… —hablaba muy despacio, mirando al suelo, y notaba que las manos me sudaban, y los labios me temblaban mientras buscaba deprisa palabras imposibles, las que me permitieran quedar bien sin herirle al mismo tiempo—. Ya sé que es una cosa mala de mí, muy mala, horrible, pero además me da… No es asco, pero… Como un poco, sí… —entonces tuve que aceptar que difícilmente podría estar haciéndolo peor, y decidí lanzar aquel burdo piropo de consolación—. Pero es muy guapa, ¿eh?, eso desde luego, mamá lo dice siempre, y es verdad, que es guapísima, Pacita.
Mi abuelo acogió mi torpe caridad con una carcajada, y estoy absolutamente segura de que nunca antes le había visto reírse.
—Tú sí que eres guapa, princesa —me dijo, y alargó una mano que yo estreché sin dudar—. Ven aquí —me atrajo hacia él y me sentó sobre sus rodillas—, mírala. Nunca te podrá hacer daño, nunca le hará daño a nadie. Es de los demás de los que hay que tener miedo, Malena, de los que piensan, de los que te dejan adivinar hacia qué lado están mirando. Esos son los que siempre miran en la dirección contraria a la que tú te imaginas. De todas formas, creo que he comprendido lo que quieres decir, pero no me parece que sea muy malo, ni siquiera malo a secas. Yo diría incluso que es bueno. A mí me gusta, por lo menos.
—Pero tú estás siempre con ella, y mamá dice que hay que decirle cosas, y ser cariñosos, y hacer como que te alegras mucho de verla, para que se pongan contentos los que viven aquí. No por ella, ¿entiendes?, sino por la abuela, y por ti, y eso… A mí no me sale, yo la miro y… No sé, pero me parece que si pudiera darse cuenta no la gustaría, porque es mucho más grande que nosotras, y siempre va vestida tan elegante, con los tacones y joyas y eso, y… es que no es un bebé, la verdad. Me da pena, no puedo tratarla como hacen ellas. No te enfades conmigo, pero es que yo nunca me alegro de verla.
Entonces me cogió por los hombros, y me giró un poco, para poder mirarme a los ojos, y me di cuenta de que aunque nunca me hubiera hablado, aunque nunca me hubiera dedicado una sonrisa, aunque nunca antes le hubiera visto reír, ya me había mirado así muchas, muchísimas veces. Luego me recostó contra su pecho, cruzó los brazos sobre mi cuerpo, y apoyó en mi sien derecha su mejilla huesuda y dura.
—Le gusta mucho ir de paseo —me dijo—, pero tu abuela no la lleva nunca porque no le apetece que la vean con ella. Siempre la saco yo, y cuando está aquí, Magda viene conmigo. Ya es la hora.
—Yo te acompañaré, si quieres —contesté después de un rato, porque Pacita seguía dándome miedo, y asco, pero él me daba calor, nunca había recibido tanto como el que él me había transmitido en un solo gesto, y nadie me había dicho nunca que yo le gustara, y él lo había hecho, y hasta me había llamado princesa.
Antes de salir, aparcó la silla bajo el porche del garaje, y entró en casa. Creí que sólo pretendía avisar a mi madre de que me llevaba de paseo con él, pero regresó con un montón de cosas. Siempre en silencio, empapó un algodón en el contenido de un bote de plástico blanco que llevaba en el bolsillo, y desmaquilló a Pacita con unos cuantos frotes enérgicos en los labios, en las mejillas y en los párpados. Le quitó los pendientes, dos pequeñas flores de brillantes y zafiros, las sortijas, y el collar de perlas, y lo metió todo en un saquito de terciopelo que escondió debajo de una teja, en el alféizar de un ventanuco del garaje. Luego cubrió a su hija con una manta, sobre la que colocó sus brazos, y entonces sentí un agudo dolor en el tobillo.
—
¡Lenny!
—chillé. El perro de mi abuela, un diminuto yorkshire terrier de pelo largo, castaño, recogido sobre la frente con una cinta roja, brincaba a mi alrededor como una pulga odiosa y cabreada, satisfecho sin embargo de haberse cobrado ya, en mis talones, el obligado tributo al que invariablemente sometía a los visitantes.
—Dale una patada —me dijo el abuelo con voz tranquila, mientras levantaba el seguro de la silla.
—Pero… no puedo —contesté, moviendo negativamente la cabeza—. No hay que maltratar…
—A los perros. Pero eso no es un perro, es una rata. Dale una patada.
Le miré durante un segundo, indecisa todavía. Después estiré la pierna, impulsé el pie procurando no descargar en él todas mis fuerzas, y
Lenny
voló por los aires, chocó en la caída contra una columna y se escabulló a toda prisa. Se me escapó una carcajada tan honda, que antes de terminar de reírme ya me estaba sintiendo fatal, pero le miré y él me tranquilizó, sonreía. Fue después, ya estábamos en la acera, al otro lado de la verja entreabierta, cuando se puso serio, y bajó la voz para proponerme un enigma que yo no podía comprender todavía.
—¿Te das cuenta de que todos los demás se quedan dentro?
Al principio no supe qué contestar, como si presintiera el engaño, la trampa que acechaba tras una pregunta tan obvia, tan fácil de responder, pero tuve la osadía de reaccionar antes de darle tiempo para advertir mi desconcierto.
—Claro —dije, y sólo entonces cerró la puerta.
—Ven, móntate en el travesaño —me ofreció, señalando la barra metálica que unía por detrás las dos ruedas—, y sujétate con las manos al asiento, muy bien. Así no te cansarás.
El empujó la silla desde atrás y nos pusimos en marcha, deslizándonos despacio por una ligera cuesta. El aire caliente tropezaba en mi cara, mi pelo bailaba, el sol parecía contento y yo también lo estaba.
El domingo siguiente no vi al abuelo. Una semana después, al llegar, me lo encontré en el vestíbulo de su casa, hablando en voz baja con dos señores de su edad, muy bien vestidos, muy serios. Mamá le saludó —hola papá—, sin acercarse, y siguió andando, y Reina fue tras ella, los ojos clavados en el suelo. Yo no me atreví a mover los labios, pero cuando me hallé a su altura, le miré. El sonrió y me guiñó un ojo, y sin embargo, tampoco dijo nada, y desde entonces, siempre fue así. Cuando no estábamos solos, mi abuelo, sabio, me protegía tras una muralla colosal, fabricada con los fingidos ladrillos de su indiferencia.
No me gusta la mermelada, pero si no puedo desayunar otra cosa, prefiero, por este orden, la de fresa, la de frambuesa y la de moras, como la mayor parte de la gente que conozco. A mi hermana Reina sólo le gusta la mermelada de naranjas amargas. Cuando éramos niñas, y veraneábamos con la familia de mi madre en una finca que el abuelo poseía en La Vera de Cáceres, la tata nos preparaba a veces un postre especial, una naranja desnuda —la pulpa pelada con mimo, dos, tres, cuatro veces, fuera primero la cáscara, luego las compactas capas de fibra amarillenta donde los médicos dicen que moran las vitaminas, limpia por fin la gasa de venas blancas que soporta la presión feliz del zumo— y rebanada luego en finas rodajas, que rociaba, dispuestas ya sobre el plato como los pétalos de una flor, con un chorrito de aceite verde y una nevada de azúcar blanco. El almíbar dorado que brillaba sobre la loza cuando ya me había comido, despacito, la carne ácida y dulce de esa fruta bendita que siempre me duraba demasiado poco, era el bálsamo más eficaz que nunca he conocido, el remedio insuperable de todos los pesares, el ancla más potente entre mis pies y la Tierra, un mundo que me daba naranjas, y azúcar, y olivas verdes, vírgenes, un nombre de Dios, la cifra de mi vida. A Reina no le gustaba un postre tan grasiento, tan barato, aquel vulgar milagro de pueblo. Tardé años en descubrir que lo que hace amargas las naranjas es precisamente la fibra amarillenta que la tata extirpaba con tanto cuidado, sin romper jamás la tela de araña que preserva la carne jugosa, soleada, de la amenaza de ese amargor blanco, tumor de lo seco y de lo ajeno. Lo bueno es lo de dentro, me decía con una sonrisa mientras yo la miraba, mi boca codiciosa segregando de antemano un turbio mar de saliva. Siempre me ha gustado lo de dentro, los sabores más dulces y los más salados, los fuegos artificiales y las noches sin luna, las historias de miedo y las películas de amor, las palabras sonoras y las ideas antiguas. Aspiro solamente a milagros pequeños, ordinarios, como ciertos postres de pueblo, y prefiero la mermelada de fresa, como la mayor parte de la gente que conozco, pero hace muy poco tiempo que descubrí que no soy vulgar por eso. Me ha llevado toda la vida aprender que la distinción no se esconde en la amarga fibra de las naranjas.
Tengo la edad de Cristo, y una hermana melliza, muy distinguida, que no colecciona fantasmas y nunca se ha parecido a mí. Durante toda mi infancia, lo único que yo quise, en cambio, fue parecerme a ella, y tal vez por eso, cuando éramos pequeñas, ya no puedo recordar con precisión la fecha, ni la edad que ambas teníamos entonces, Reina inventó un juego privado, secreto, que no terminaba nunca, porque se jugaba todos los días, a todas las horas, en el tiempo real de nuestra propia vida. Cada mañana, al levantarme, yo era Malena y era María, era la buena y era la mala, era yo misma y era, al mismo tiempo, lo que Reina —y con ella mi madre, y mis tías, y la tata, y mis profesoras, y mis amigas, y el mundo, y más allá de sus fronteras, el entero universo, y la misteriosa mano que dispone el orden mismo de todas las cosas— quería que yo fuese, y nunca sabía cuándo cometería un nuevo error, cuándo se dispararía la alarma, cuándo se detectaría una nueva discrepancia entre la niña que yo era y la niña que yo debería ser. Saltaba de la cama, me ponía el uniforme, me lavaba la cara y los dientes, me sentaba a desayunar y esperaba a que ella me llamara. Algunos días no llegaba a pronunciar otro nombre que el mío, y yo me sentía, más que alegre o satisfecha, comúnmente de acuerdo con mi piel. Otros días me llamaba María antes de salir de casa, porque llevaba la blusa por fuera de la falda, o me había llevado a la boca un cuchillo untado de mantequilla, o se me había olvidado peinarme, o había metido los libros en la cartera sin ordenarlos y una hoja de papel arrugada asomaba por una esquina. Cuando volvíamos a casa, por la tarde, yo solía tumbarme en mi cama, y ella se dejaba caer despacio, desde la suya, hasta sentarse en el suelo, para incorporarse después, muy suavemente, sobre un costado, y yo comprobaba que su cabeza ganaba altura pero sólo después, muchos años después, pude reconstruir por completo sus movimientos, y me di cuenta de que se ponía de rodillas para hablarme.
—María… —me dijo aquella tarde de domingo, con el acento lastimero que empleaban algunas monjas del colegio, las peores, cuando se dirigían a mí en un tono que hacía imposible prever que me iban a castigar sin recreo—, pero María, hija, ¿es que no te das cuenta? Mamá está muy triste, la pobre. ¿Cómo se te ha ocurrido irte a la calle con el abuelo? ¿Qué es lo que te ha comprado?
—Nada —contesté—. No me ha comprado nada, hemos sacado a Pacita de paseo, solamente.
—¿Y no te ha invitado a nada? — negué con la cabeza—. ¿Seguro? — volví a negar—. No te habrá dado vino con gaseosa, ¿eh? La abuela nos ha contado que le encanta darle vino a los niños, dice que es una cosa civilizada, fíjate, si estará loco, y ya sabes que a mamá no le gusta que bebamos vino, ni siquiera con agua… La abuela también se ha enfadado muchísimo. Desde luego, María, es que no te portas nada bien. Hala, levántate de ahí. Si me prometes que no lo volverás a hacer más, te ayudo con los deberes.
Entonces volví a rezar, volví a pedirle a la Virgen ese milagro que a ella no le costaría nada ya mí en cambio me arreglaría la vida para siempre, y me levanté muy despacio de la cama, rezando, y rezando me enfrenté a otra sesión de tortura, aquellos problemas absurdos, ridículos, astronómicamente estúpidos, que ni siquiera eran auténticos problemas, porque a ningún cretino le servirá jamás para nada saber cuántos gramos pesan cincuenta y dos litros de leche, porque siempre comprará la leche por litros y nunca nadie se la venderá por gramos, y como seguía rezando, no me enteraba de nada, y seguí llamándome María al resolver la primera operación, y la segunda, y la decimoquinta, siempre María, como esa madrastra ingrata que nunca quiso escucharme, virgen arcana y blanca, tan distinta de las generosas vírgenes aceitunas, esa mujer que no me amaba porque seguramente prefería también, como mi hermana, la fibra amarga del sacrificio a la dulce carne de las naranjas.
Cuando levanté la vista, ya estaba segura de que la madre Gloria fruncía sus terribles cejas sólo para mí. Estreché el tallo de la flor entre los dedos y sentí que mi piel se teñía de sangre verde. La vara sólida y tiesa, casi crujiente, que había sacado apenas dos horas antes del jarrón del comedor, se doblaba ahora sobre sí misma, exhausta, fofa como un espárrago demasiado cocido, en pos de un capullo enfermo de vértigo cuyos pétalos codiciaban alarmantemente el suelo. La fila avanzó y traté de esconderme tras el cuerpo de Reina, pero la madre Gloria no me perdía de vista, y sus cejas, dos bestiales trazos negros para subrayar la dureza de un rostro incapaz de cualquier matiz, estaban ya tan cerca la una de la otra que parecían a punto de unirse para siempre. Canté con todas mis fuerzas para desterrar el pánico que me inspiraba aquella rapaz, y miré al frente. Sobre el hombro de mi hermana asomaba un gladiolo fresco, cuajado de flores blancas y erguido como la bayoneta de un soldado, perfecto. Para mañana escogeré un gladiolo, me dije, aunque la cala que se desmayaba entre mis manos era una réplica exacta de la que Reina había llevado al colegio la mañana anterior. Todas las flores se me tronchaban antes o después, las aplastaba entre las carpetas, o se caían al pasillo, en el autobús, y una niña las pisaba, o simplemente se me partían por la mitad dentro del puño cuando movía el brazo para saludar a alguien, azucenas, calas, rosas, claveles, la especie daba lo mismo, nunca he sido cuidadosa, pero aquella primavera la naturaleza completa parecía conjurada contra mí.