Pedí por fin una copa, tal vez con la oblicua intención de buscar un punto de apoyo concreto para la espontánea pedalina que había convertido el interior de mi cuerpo en un inocente vaso de agua donde alguien estuviera dejando caer, una tras otra, todas las pastillas de un tubo grande de Redoxon efervescente, y entonces la mujer de Javier se levantó entre bostezos y, tras anunciar que se acababa de quedar dormida encima de la mesa sin darse ni cuenta, proclamó que se marchaba porque ya no podía más. La mujer abandonada se incorporó y echó a andar tras ella hacia la puerta sin dirigirnos una sola palabra. Lucía cogió a Ernesto y se lo llevó al final de la barra, empezaron a discutir en voz muy baja, yo giré la cabeza y Javier me miró enarcando las cejas. En ese instante se cerró la puerta. Ernesto se mantuvo alerta, frente a ella, hasta que dejamos de escuchar ruido de tacones en la calzada. Luego, salvó la distancia que nos separaba en tres zancadas, se inclinó sobre mí y me besó, su boca titubeante contra la mía el único contacto entre nosotros. La sorpresa me permitió mantener los ojos abiertos tanto como la blandura de aquellos labios casi puros, como aislados del resto del mundo, hasta que Javier entró en mi campo visual para mirarme y, sonriendo, levantó la copa que sostenía con la mano derecha, como si quisiera proponerme un brindis. Mis párpados se cerraron solos, pero no quise abandonarme en una situación tan absurda como aquélla, así que me separé bruscamente de Ernesto y corrí, casi se podría decir que huí, al cuarto de baño sin dar explicaciones.
Cuando me miré en el espejo, después de empaparme el cuello y la nuca con agua fría, increpé con el pensamiento a la mujer que me miraba desde el otro lado sin que ella diera señales de conmoverse en ningún momento.
—Estás embarazada… —proclamé por fin, en voz alta—. Y ya has hecho bastantes barbaridades —me miré con atención, y aunque me concentré en sentirme embarazada, no registré nada especial en mi interior, y tampoco en mi aspecto—. Eres peor que tu hermana —me dije al final, pero tampoco pasó nada.
Durante un par de minutos estuve de pie, inmovilizada delante del espejo, sin moverme siquiera, incapaz de pensar. Luego, apretando con fuerza el picaporte, decidí que cogería el bolso, que diría adiós, y que me marcharía por fin a casa, definitivamente sola, pero abrí la puerta y no llegué a salir, porque Javier me estaba esperando al otro lado. Mirándome directamente a los ojos, sin mostrar nerviosismo, ni ninguna otra emoción en especial, me enlazó primero por la cintura con el brazo derecho, un gesto lento, tranquilo, y sujetó después mi cabeza con la otra mano, antes de introducir en mi boca una lengua enfurecida y avariciosa que traicionó en un instante cualquier ilusión de serenidad. Sólo entonces dio un paso hacia delante, empujándome con él al interior de la habitación, y tras cerrar la puerta de un taconazo, siguió avanzando ciego, a trompicones, las manos firmes contra mis muslos, apretando mi vientre contra el suyo, dejándome sentir el relieve de su polla como una generosa advertencia, mientras me llevaba con él, casi en volandas, para apoyarme en la pared del fondo y desplomarse al fin, aturdido y confuso como un niño pequeño, sobre la insoportable tensión de mi piel, que recibió su peso como un regalo.
Luego, en la mejor postura que acertamos a encontrar, yo sentada a horcajadas sobre él, él sentado a su vez sobre la tapa del retrete, recobraba la memoria en la brusca avidez de las puntas de sus dedos cuando sus manos se escurrieron de debajo de mis muslos para aferrar con un gesto ambiguo, casi violento, las solapas de mi chaqueta. Los botones, nuevos y apenas asegurados con un par de vueltas de hilo, entonaron un agudo tintineo al rebotar sobre el suelo de linóleo. Su eco no se había apagado aún cuando un sonido más grave, distinto, me obligó a prestar atención a la batalla que se desarrollaba sobre mi cuerpo. Javier no había reconocido la estructura de mi macizo sujetador pre-mamá, e incapaz de hallar un broche en la parte posterior, intentaba desgarrar la tela tirando hacia fuera con las dos manos y todas sus fuerzas. Desenganché los dos corchetes disimulados en el centro de la zona delantera, y mis pechos, grandes y llenos, tensos y redondos, rozaron sus mejillas. Vi cómo se apartaba para mirarlos, cómo se quitaba el pelo de la cara con un gesto mecánico, cómo se lanzaba contra mí, cómo abría la boca en el aire, cómo apretaba los labios sobre mi pezón izquierdo, noté el filo de sus dientes, el esponjoso contacto de su lengua, el espeso rastro de su saliva, sentí cómo chupaba, y ni siquiera entonces cambió nada, y si le confesé la verdad no fue por temor a que él pudiera llegar a descubrirla antes, ni para intentar volver en mí al escuchar aquellas palabras en voz alta, ni siquiera obedeciendo al perverso impulso de saberme definitivamente envilecida, arrastrada y culpable para siempre. Si le confesé la verdad, fue solamente para escuchar aquella respuesta.
—Estoy embarazada —dije, y él no pareció reaccionar en absoluto—. De tres meses.
Un par de segundos después, cuando sus dientes consintieron en desprenderse por fin de mi pezón, él echó la cabeza hacia atrás, me miró, me sonrió.
—Me da lo mismo —dijo, y entonces se volcó sobre mi pecho derecho.
Cuando salimos de allí, casi una hora después, no hallamos ni rastro de Ernesto. Paco estaba dormido sobre una mesa, y hasta que no le sacudí por los hombros, no se desperezó lo justo para abrirnos la puerta. Javier se empeñó en coger el mismo taxi que yo, a pesar de que la casa de sus padres debería de haberle llevado en la dirección opuesta, y temí que el trayecto resultaría clásicamente incómodo, la típica trivial conversación de circunstancias, o un silencio compacto, aún más temible, pero apenas tuve tiempo de mirar por la ventanilla. Antes de que el coche hubiera arrancado, él ya se había inclinado sobre mí para besarme, y no dejó de hacerlo ni un instante, desplegando en cada gesto una dulzura que no había sido capaz de atisbar siquiera antes, hasta que el taxi se detuvo delante del portal de mi casa. Entonces ninguno de los dos dijo nada. Esperó mientras yo rebuscaba en el interior de mi bolso hasta que acerté con el llavero, y todavía seguía allí cuando miré por última vez hacia la calle, al otro lado ya de la puerta de cristal. Mientras subía las escaleras, borracha de una euforia antigua, me pregunté si volvería a verle alguna vez, pese al sólido presentimiento que se había instalado sin permiso en mi interior desde que había descendido por aquellos mismos peldaños tantas horas antes.
Años después intenté buscarle. Le escribí dos veces, dejé docenas de mensajes en su contestador, y él jamás descolgó el teléfono, nunca me devolvió una llamada, no volví a escuchar ni una sola palabra de sus labios, pero cuando me deslicé entre las sábanas aquella noche aún no podía saberlo, y lo único que me preocupaba era la pesadilla que estallaría a la mañana siguiente, el insomnio que me atenazaría en noches sucesivas la tormenta que estrujaría mi conciencia durante semanas enteras, meses quizás, tal vez toda mi vida.
Al día siguiente, me levanté de la cama al primer intento, de buen humor, y con mucha hambre. Contra todos los pronósticos, me encontraba de puta madre.
A través de la ventana, alcanzaba sólo a ver la copa de dos chopos grises, viejos, ateridos de frío, sus ramas maltratadas por el viento doblándose hacia atrás como un grito doloroso, contra el repulsivo telón de un cielo imposible, marrón, exactamente ese color que jamás debería tener el cielo. Parecen árboles domésticos, me dije, si existen los árboles domésticos, deberían ser siempre como estos dos pobres chopos, desnudos, pobres, débiles. Entonces empezó a llover, las primeras gotas gordas, cargadas de mala leche, se estrellaron sobre el cristal e hicieron ruido, alguien abrió la puerta y esa mínima corriente de aire hizo oscilar la guirnalda de espumillón plateado fijada al marco de la ventana, y con ella, las pequeñas bolas de cristal de colores suspendidas entre sus flecos a intervalos regulares. La puerta se cerró de nuevo y el ruido se hizo insoportable. Giré la cabeza para enfrentarme de una vez con la verdad, y el ecografista, sin dejar de mover bruscamente el mando que gobernaba con la mano derecha mientras aporreaba el teclado con la izquierda, me dedicó una mirada cargada de desánimo.
—No sé… —dijo en voz baja—. Voy a medir otra vez, desde el principio.
Era la tercera vez que repetía aquellas palabras, la tercera vez que me limpiaba la tripa con un pañuelo de papel, la tercera vez que su auxiliar se inclinaba sobre mí y me embadurnaba con aquel gel transparente, helado, la tercera vez que sentía la presión del sensor sobre mi vientre aterrorizado, la tercera vez que nada parecía dar resultado, y de nuevo volví los ojos hacia la ventana, intentando elegir el dolor de los chopos, pero dos lágrimas, más gordas que las primeras gotas de lluvia, y más amargas, afloraron a mis ojos sin permiso.
—No lo entiendo —admitió al fin—. Desde luego, no ha crecido, pero puede ser que te hayas equivocado en los cálculos, y no estés del tiempo que crees estar en realidad. Si has estado muchos años tomando anovulatorios, es posible que hayas ovulado a lo loco. No sería la primera vez.
Pero él sabía que eso no era cierto, y yo lo sabía también, porque seis semanas antes, él mismo me había hecho otra ecografía, y entonces una sola medida había bastado, todo iba bien, era todo perfecto para el sexto mes. Es uno solo, me dijo, y aquélla fue la primera alegría, porque me daba pánico tener mellizos, un varón, añadió luego, y yo volví a alegrarme infinitamente por él, estaba tan contenta de que no fuera una niña… Ahora, mientras me ponía el abrigo tan despacio como si pesara más que una armadura de hierro, lo compadecía sin conocerlo aún, y le pedía perdón por llevarle dentro.
Mi madre estaba esperando arriba, en el cuarto de Reina, pero no quise subir, no quería ver a mi hermana, radiante, con uno de aquellos camisones blancos con cintas rosa pálido que mamá había comprado para las dos y que ya presentía que yo no llegaría a usar nunca, como si pudiera verme con aquella bata verde de quirófano con la que me subirían en su momento a una habitación idéntica a la que ella ocupaba ahora, pero sola. No quería ver a Reina, no quería inclinarme sobre la cuna de plástico transparente que estaba a su lado y contemplar el sueño sereno de aquella niña perfecta que se llamaba Reina, igual que ella, no sentí mis piernas mientras andaba, no sentí mi mano cuando empujó la puerta, salí a la calle y eché a andar debajo de la lluvia, desamparada bajo aquel cielo marrón, esos truenos furiosos, sin registrar siquiera el peso de la lluvia, como si no lloviera, o como si la lluvia, un contratiempo pasajero, externo, controlable, se desintegrara al contacto con la ruina íntima e irrevocable de mi sangre podrida, roja, definitiva y estable como el destino.
Andaba despacio, pero llegué enseguida a un barrio que no conocía, calles sin asfaltar flanqueadas de casas blancas, bajas, las calzadas de tierra apisonada deshechas por la lluvia, un lodazal sin límites exactos, torrentes de agua oscura desembocando en una plaza honda como un mar falso y sucio. La bordeé y seguí andando, anestesiada por la angustia, no sentía nada, y la sensación de haber vivido ya esa mañana lo hacía todo más duro. Reina había ingresado en la clínica dos días antes, con contracciones perfectamente normales y regulares cada tres minutos, andando con torpeza, las piernas arqueadas bajo el peso de un vientre dilatado y palpitante como la redonda circunferencia de un planeta recién nacido, los hombros hacia atrás, las manos en los riñones, flanqueada por Germán y por mi madre. Yo les seguía, llevando la maleta, y ya sabía que conmigo no sería así, ya sabía que aquella escena no se repetiría, que algo iba mal, porque yo estaba demasiado bien, mi cuerpo conservaba demasiado bien la memoria de su antigua forma para estar gestando un bebé de siete meses, mi vientre proyectaba hacia delante una curva tímida, controlada, como una rácana parodia del bombo que ya anunciaba con sobrada antelación la aparición del resto de mi hermana un par de meses antes. Reina subió en ascensor a la habitación, se desnudó en el baño, se puso aquel camisón de Barbie mamá, una réplica exacta del que yo no llegaría a estrenar nunca, y se metió en la cama, la pusieron suero, chillaba, sudaba, se quejaba, y lloraba, lloraba mucho, lloraba sin parar, como si la estuvieran torturando, como si la partieran por la mitad, lívida y desmayada, histérica de dolor, clavando las uñas en los brazos de mamá, en las manos de Germán, que volcados sobre ella, acariciándole la frente, diciendo palabras dulces, compartían sinceramente su sufrimiento y no se quejaban de nada. Una enfermera la increpó un par de veces, pidiendo calma, y mi hermana la insultó, usted no sabe lo que es esto, dijo, y ella respondió con una carcajada, no, qué va, yo sólo he tenido tres.
El parto de Reina había sido tardío, largo y doloroso, como deben ser los partos de todas las primerizas. El bebé de Reina resultó una niña frágil y sonrosada, como deberían ser todos los bebés. La habitación de Reina parecía una fiesta, ramos de flores, gente sonriente, lágrimas de emoción, gritos alborozados, como deben ser todas las habitaciones donde hay una cuna. La cara de Reina después del esfuerzo estaba tersa y húmeda, enrojecida y satisfecha, como deben ser las caras de todas las nuevas madres. Yo asistí a aquel espectáculo con el mismo ánimo que debe sentir un condenado a muerte al que obligan a cavar su propia fosa. Vivía aterrada desde hacía semanas. El ginecólogo aún no estaba preocupado, porque yo seguía engordando bien, aumentaba regularmente de peso, pero él no sabía que hacía trampa. A mediados del sexto mes, yo misma me había cambiado el régimen, cuatro mil, cinco mil calorías diarias, en lugar de mil quinientas. Me atiborraba de chocolate, de churros, de pan, de pasteles, de patatas fritas, y el diámetro de mis brazos aumentaba, y el de mis muslos también, mi cara se redondeó, obediente, y el tamaño de mis pechos amenazaba con adentrarse en lo salvaje, pero mi hijo no crecía, porque mi vientre no se desparramaba, mi perfil no se deformaba, la tripa no me pesaba, y hubiera dado cualquier cosa por conquistar el estado del que tanto había abominado en los primeros meses, cualquier cosa con tal de convertirme en una de esas vacas torpes y sobrealimentadas a las que con tanto desprecio había mirado antes en la consulta del médico, cualquier cosa, y ya no me importaba mi futuro, no me importaba mi piel, no me importaba mi cuerpo, sólo quería ser una embarazada normal, gigantesca, inmensa, repugnante, un globo aerostático grotesco y doliente, sólo quería eso, habría dado cualquier cosa por ser simplemente eso, una mujer como las demás, y comía, comía muchísimo, me inflaba de comida hasta la náusea, y lo hacía por los dos, pero me daba cuenta de que a él no le alimentaba nada.