Malena es un nombre de tango (72 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: Malena es un nombre de tango
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A veces, sin embargo, miraba a mi alrededor, a mi hijo, mi casa, mi trabajo y mi marido, y me preguntaba sinceramente de dónde, cuándo, cómo y por qué me había caído encima todo aquello.

Algún tiempo después comencé a trabajar por la noche, y dejé de tener tiempo hasta para mirar a mi alrededor y asombrarme de lo que veía. Jaime había cumplido tres años, y aparte de ascender un poco más deprisa —del percentil 3, en el que permanecía desde su nacimiento, al percentil 8,5 en seis meses— por la franja más baja de las tablas de crecimiento, parecía ya definitivamente libre de cualquiera de las sospechas de enanismo, microcefalia y raquitismo que me habían atormentado en los últimos tiempos, cuando a Santiago dejaron de irle bien las cosas.

La verdad es que no seguía muy de cerca su trayectoria profesional, en la que, tras el nacimiento de nuestro hijo, pareció volcarse aún más intensamente, víctima de un frenesí que yo encontraba muy razonable y que llegué a envidiar más de una vez, aunque sólo fuera porque diversificaba eficazmente sus problemas, y por eso le alenté sin pensarlo mucho cuando quiso consultarme sus proyectos para ese futuro que le angustiaba tanto. El, que nunca había dejado de pensar en sí mismo, que no se había sentido nunca poseído, anulado por un miedo que a veces creo que jamás llegó a experimentar realmente, calculó, tras ascender un par de escalones en la empresa donde trabajaba desde que le conocí, que allí ya había tocado techo y que había llegado la hora de empezar a hacer estudios de mercado por su cuenta. Me dijo que en aquel momento las perspectivas eran muy buenas y yo le creí, porque nunca se había equivocado antes, y hasta entonces habíamos vivido bien, incluso muy bien, hasta el punto de que si yo no hubiera interpretado siempre mi matrimonio como un destino casi accidental, una estancia en una casa tan pequeña que nunca, por muchos años que pasen, podrá dejar de ser un hogar provisional, no habría tenido ninguna necesidad de trabajar. De hecho, tras el nacimiento de Jaime, barajé la posibilidad de dejar la academia, y si no lo hice, optando al final por un turno que me dejara las mañanas libres para el hospital, fue solamente porque el trabajo me obligaba a salir de casa, a saludar a mucha gente, a charlar sobre temas triviales, a olvidarme en suma, durante unas horas, de gramos y de centímetros para concentrarme a la fuerza en cuestiones radicalmente distintas, conversación y gramática, peculiaridades fonéticas, genitivo sajón, verbos irregulares.

Cuando Santiago montó su propia empresa, pensé que, si las cosas cambiaban, lo harían para bien, y sin embargo, apenas un año más tarde, mientras devolvía a la nevera la Coca-Cola Light por la que había optado al principio y me preparaba una copa más que medianamente cargada para compensar la tortura de las correcciones de madrugada, pensé que sólo difícilmente las cosas podrían haber marchado peor. Las dificultades de financiación de todas las sociedades que mi marido se había lanzado a crear alegremente para encoger los impuestos habían resultado mucho menos ficticias de lo que estaba previsto. No era un problema de trabajo, insistía Santiago, sino de escasez de liquidez transitoria. Los proveedores apretaban, los colaboradores tenían que cobrar, los clientes no pagaban cuando debían, las fichas de dominó se desplomaban despacio, arrastrando cada una a la siguiente en su caída, y al final, cuando llegaba el día treinta, nunca quedaba dinero suficiente para asignarlo a su propio sueldo. Entonces, cuando Jaime estaba empezando a dejarme respirar y ya contaba con recuperar el control de mi vida, algún tiempo al menos para mí sola, el mundo volvió a convertirse en un lugar sumamente complicado. Todas las mañanas depositaba a mi hijo en la única guardería agradable e higiénicamente vulgar —sin psicólogo, sin logopeda, sin clases de psicomotricidad, sin enseñanza precoz del lenguaje musical, sólo un montón de niños y dos horas al aire libre, en el parque más cercano, tomando el sol —que había encontrado entre las baratas, y que, naturalmente, estaba muy lejos de casa. Luego daba clases particulares hasta la hora de comer, iba a buscar a Jaime, lo traía de vuelta, hacía la comida, dedicaba las tardes, y la mayor parte de los fines de semana, a hacer todas las traducciones que podía encontrar mientras el crío zumbaba a mi alrededor, y a las siete y media me marchaba a la academia, porque el horario nocturno estaba mejor pagado que los diurnos. A medianoche, sin fuerzas para quedarme a tomar una copa con el grupo de alumnos y profesores que se iban de marcha después de clase, llegaba a casa machacada, me desnudaba, me metía en la cama, y me quedaba dormida cuando Santiago consentía en dejar de sollozar sobre mi hombro, describiendo lo mal que le había salido todo, lo desgraciado que se sentía, lo cansado que estaba y lo tremendamente injusto de su suerte, un aspecto en el que debía considerarse en posesión del monopolio mundial.

Mi hijo seguía preocupándome tanto que al principio ni siquiera me paré a lamentar mi nueva situación, como un burro ciego, sordo y mudo que no ha visto más mundo que la noria a la que le engancharon el día que nació, pero a medida que los meses pasaban, la conciencia de haberme convertido en la única fuente de ingresos real de la que disponíamos y la insoportable presión de una vida hipotecada, en la que cada hora estaba asignada de antemano a una tarea concreta e impostergable, me hacían cada vez un poco más difícil levantarme por las mañanas, y si Reina no se hubiera apresurado a acudir en mi ayuda, en algún momento habría tenido que rendirme, declarándome incapaz de gestionar, aun ineficazmente, tantas cosas al mismo tiempo. Sin embargo, cuando se ofreció a venir a casa todas las tardes que fueran necesarias, para cuidar de Jaime durante el tiempo que transcurriera entre mi partida y la vuelta de Santiago, que algunos días se quedaba trabajando hasta muy tarde, intenté negarme, consciente de que ella ya tenía bastantes problemas propios como para cargar encima con uno ajeno, pero no quiso dejarme terminar.

—No digas tonterías, Malena. ¿Qué clase de molestia va a ser para mí venir un rato por las tardes? Además, Reina se aburre sola en casa, está mucho mejor aquí jugando con su primo, y… bueno, hoy por ti, mañana por mí, tú también me ayudaste mucho cuando pasó lo de Germán.

Eso no era del todo exacto, porque en aquella época yo no pude prestarle otra ayuda que escucharla, ayudarla a hacer la mudanza y alojarla un par de semanas, las que tardó en decidir que se volvía a casa de mamá, una decisión que yo jamás comprendí, pero que culminó el proceso de la recuperación emocional de mi madre, que por fin pudo volver a quejarse de estar agotada, exhausta y cansadísima, que era exactamente lo que le gustaba.

—Se acabó —me había dicho un buen día, antes incluso de atravesar el umbral, cuando fui a abrir la puerta y me la encontré por sorpresa al otro lado, embutida en un vestido muy arrugado, despeinada y sin pintar, la piel cenicienta.

—Pasa —contesté—, me has pillado de milagro, iba a irme con Jaime al parque. ¿Has venido sin la niña?

—La he dejado en casa de mamá.

—¡Ah, qué pena! Porque podríamos… —ir juntas, iba a decir, pero cuando volví a mirarla terminé de convencerme de que su aspecto era demasiado penoso como para adjudicárselo a un repentino arrebato de pereza—. ¿Qué pasa, Reina?

—Se acabó.

—¿Qué es lo que se ha acabado?

Ella hizo un gesto impreciso con las manos, y yo fui a su encuentro. Se desplomó entre mis brazos, y en aquel instante olvidé, como siempre había olvidado antes en instantes parecidos, las etapas que en los últimos tiempos habían jalonado el implacable ejercicio de una perfección que ya, más que distanciarme de ella, me la hacía genuinamente repelente.

Reina había alcanzado como madre una calidad abrumadoramente superior a la que llegara nunca a desarrollar como hija, pero la deliciosa estampa que componía no hubiera llegado a molestarme si la universal proyección de sus instintos no hubiera situado a mi propio hijo en su radio de acción. Mi hermana declaraba a cada paso que vivía única y exclusivamente para su hija, y sin embargo, nunca parecía tener bastante, porque necesitaba preguntarme a mí, en voz alta, si no sentía lo mismo que ella, y me miraba con una repulsiva expresión de altiva misericordia cuando yo me atrevía a disentir con timidez, consciente de que en aquel tema, su opinión —porque jamás fui capaz de asignar a aquella machacona representación de la virtud el rango de los verdaderos sentimientos— encarnaba la voluntad del poder, de la razón y de la cordura. Cada vez que mi hermana veía a Jaime lo cogía en brazos, lo acunaba, lo besuqueaba, le cantaba y lo estrujaba, pero sin dejar jamás de tratarle con una delicadeza específica que no desplegaba frente a su propia hija, como si mi hijo estuviera enfermo, como si le pareciera débil, digno de lástima, marcado para siempre por el estigma de una semana de incubadora. Pues está ya muy alto, decía, y era mentira, es que las niñas siempre crecen más deprisa, comentaba, y colocaba a Reina junto a Jaime para que todos vieran que aquella cabeza rubia sobrepasaba en casi un palmo el nivel que alcanzaban los negros cabellos de mi hijo, ¿y qué talla usa ya?, preguntaba, y cuando yo contestaba que la 12, aunque ya tuviera año y medio, o la 18, aunque fuera a cumplir dos años, improvisaba un mohín antes de confesar que la ropa que llevaba le había parecido mucho más grande.

En aquella época procuraba evitarla, no verla nunca a solas, limitar nuestros encuentros a las inevitables reuniones familiares del fin de semana, porque mi propia susceptibilidad me preocupaba, sospechaba juzgarla con una vara injusta, estar enfermando de unos celos malignos, dementes, peligrosos, y por otro lado, nadie parecía echarnos mucho de menos. A mí nunca me quitaron al bebé de las manos en las reuniones sociales, nadie quería cogerlo para salir en las fotos, ninguna insufrible adolescente repipi se me ofreció jamás para dormirlo, todos le sonreían, y le miraban, y le hacían carantoñas, pero de lejos, como si tuvieran miedo de que fuera a deshacerse entre sus brazos. El no se daba cuenta, pero yo sabía cuánto amor había perdido, y echaba de menos a Soledad, que lo habría mimado sin dejar nunca de alternar un beso con un juramento si no estuviera muerta, y a Magda, que lo habría acunado con la boquilla colgando de los labios si no estuviera lejos, e intentaba querer también por ellas al patito feo que nunca tuvo más abuela que la auténtica, esa mujer que le quería bien, estoy segura, pero siempre prefirió sentar en sus rodillas a la otra nieta. Y sólo la madre de aquella radiante criatura le hacía caso, pero yo no podía cabalgar esa paradoja, desterrar la sensación de que Reina pretendía solamente subrayar su calidad, ennoblecer su virtud, adornar su corona con una joya más, la más rara, la más difícil, la de más mérito. Pronto comprendí sin embargo que nadie, excepto yo, interpretaba así las cosas.

—No sé, Malena —me decía Santiago en el coche cuando salía de casa de mamá echando humo por la nariz—, pero me parece que te estás pasando de borde últimamente. ¿Por qué te molesta tanto todo lo que hace tu hermana?

—No me molesta —mentía, buscando desesperadamente cualquier otro tema de conversación.

—Sí que te molesta —insistía él, sin darme tiempo a encontrarlo—. Cada vez que toca a Jaime, botas como si te hubieran puesto un cohete debajo del culo. Y ella sólo quiere lo mejor para ti, y lo mejor para el niño, estoy seguro.

Quizás por eso, cada vez que le rascaba la espalda a Jaime le preguntaba en voz alta si yo también se la rascaba. Quizás por eso le perdonaba graciosamente el segundo plato sin consultarme siquiera con la mirada cuando comíamos todos juntos. Quizás por eso se apresuraba a regalarme camisetas y pantalones que todavía le estaban bien a su hija afirmando que la niña ya no se los podía poner de lo cortos y estrechos que le quedaban. Quizás por eso se las arreglaba para esconder una porción de tortilla de patatas en todas las fiestas y aparecía por sorpresa con ella, como el hada buena de los cuentos, cuando ya se había terminado y los críos lloraban amargamente por su ausencia, y entonces su hija seguía comiendo tortilla, pero el mío no, por ser hijo de una virgen necia. Quizás por eso corría a abrazar a Jaime, y lo levantaba en el aire, y lo dejaba caer al suelo, y se rebozaba con él sobre la alfombra, cada vez que yo llegaba a casa de mamá diciendo que no podía aguantarle, que ya no podía más, que estaba harta de niño. Quizás haría todo eso sólo porque pretendía mi bien, y el bien de mi hijo, pero fue entonces, precisamente entonces, cuando me decidí a obedecer a un remoto y enloquecido instinto, la voz de Rodrigo susurrando en mi oído con una firmeza que tenía olvidada, y adquirí la costumbre de decirle a Jaime a todas horas que le quería, sin ningún pretexto, sin ningún motivo, hasta sin venir a cuento, te quiero, Jaime, te quiero, Jaime, te quiero, Jaime, y la repetición restaba importancia a mis palabras, pero eso no me importaba, y mis besos, tantos besos locos y sin causa, tal vez perdieran valor antes de llegar a su destino, pero me daba igual, yo seguía diciéndolo todo el tiempo, te quiero, Jaime, para que él, más que aprenderlo, lo absorbiera con el aire que respiraba, para que siempre, hasta cuando estaba demasiado cansada para rascarle la espalda, para hacer tortilla de patatas, para rebozarme con él sobre la alfombra, mi hijo supiera que le quería, y que mi amor era lo más valioso que yo tenía, lo mejor que podría esperar nunca de una madre que tan a menudo no le aguantaba, que ya no podía más, que estaba harta de niño. Pero aquella mañana, cuando Reina apareció en mi casa por sorpresa con los ojos húmedos y los labios temblorosos, todo eso se me olvidó de repente, como todo se me ha olvidado siempre en momentos parecidos, y me pareció tan frágil, tan triste, tan tibiamente desesperada, tan pobre y tan sola, que por un instante tuve la sensación de que no había dejado de ser una niña enfermiza, y yo la hermana grande y fuerte que tenía la obligación de protegerla.

—Germán me ha dicho que está enamorado —murmuró.

—Ah —dije, y me mordí la lengua.

—De una chica de veintiún años.

—Claro —susurré, y me la volví a morder.

—¿Por qué dices eso?

—No, por nada.

—Van a casarse. Y él me ha dicho que puedo seguir viviendo en casa si quiero, ¿no te parece el colmo? — asentí en silencio, y mi lengua se dolió—. Yo me imaginaba algo, no creas, porque hace meses que no follamos, pero creía que era una mala racha, ya sabes, por eso insistí, anoche tuvimos una bronca. Le pedí que me follara, la verdad, y como no hacía nada, le dije que deberíamos hablarlo —no moví los labios, aunque mi lengua era ya un amasijo de estropajos llameantes—, y entonces me salió con que a él ya no le interesaba follar, sino sólo hacer el amor, ¿comprendes?

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