Malena es un nombre de tango (73 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: Malena es un nombre de tango
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En aquel punto exploté, porque ya, de puro martirizada, mi lengua protestaba no dejándose sentir.

—¿Qué pasa, que ahora, en lugar de polla, tiene entre las piernas una prueba irrebatible de la existencia de Dios?

Pero ella no sonrió siquiera.

—Debe ser —dijo, y se echó a llorar.

Entonces la abracé, la besé, la animé, la consolé, y le dije que podía quedarse en casa todo el tiempo que quisiera. Nunca registré aquel ofrecimiento como un favor, y por eso nunca conté con cobrarlo, y sin embargo, ninguna jugada estudiada y planeada me habría resultado tan rentable. Durante más de un año, desde la primavera del 90 hasta el verano del 91, Reina se comportó como la canguro ideal mientras yo estaba demasiado ocupada haciendo de padre de familia como para registrar siquiera tantos y tan continuos alardes de perfeccionismo exhibicionista, y la certeza de que nuestra situación económica sería todavía mucho más precaria si hubiéramos, es decir, si yo hubiera tenido que pagar a una chica para que cuidara a Jaime por las tardes, me ayudaba a pasar por alto ciertos detalles que en otras circunstancias habrían podido llegar a provocarme una ligera crisis nerviosa. Cada vez que me daba cuenta de que alguien, que no podía ser más que Reina, había ordenado por su cuenta los armarios de la cocina, me obligaba a sonreír, cada vez que encontraba en los cajones de Jaime una camiseta nueva, o un jersey sin estrenar que yo no conocía, me decía que aquello no iba a durar siempre, cada vez que llegaba a casa hecha polvo a la una de la mañana, y me encontraba la mesa del comedor puesta con un mantel blanco, dos botellas de vino vacías, y a Reina y a Santiago apurando la tercera en la terraza, y anunciaba que tenía hambre porque no había tenido tiempo de tomar nada, y los dos me miraban con una expresión de absoluta inocencia, un instante antes de anunciar a coro que tendría que freírme un huevo porque no habían contado con que llegara tan pronto y con que quisiera cenar, me felicitaba por la excelente compenetración que demostraban mi hermana y mi marido, porque a la inversa, las cosas habrían sido todavía más difíciles.

Aquella madrugada de jueves, cuando ya era viernes y saboreaba despacio una copa, sentada a la mesa de la cocina, escogí con parsimonia un boli rojo, le quité cuidadosamente el caparazón, tomé el primer examen, y me obligué a pensar en el calor, una temperatura excesiva para una noche de junio, como otra técnica para serenarme, porque no necesitaba recorrer la casa para estar segura de estar sola, es decir, de haber encontrado a Jaime solo, por muy pesado que fuera su sueño, a las doce de la noche. Conseguí controlar un mínimo acceso de rabia, me repetí que no había pasado nada, y me puse a trabajar. Cuando calculé de un vistazo que la pila de hojas situada a mi izquierda había alcanzado ya la altura de la pila originaria, que permanecía a mi derecha, me levanté para ponerme otra copa. Entonces se abrió la puerta de la calle. Miré el reloj. Eran las dos y cuarto.

—¿Malena?

—Estoy aquí —contesté, renunciando a sentarme.

Santiago apareció en la cocina un instante después, con el aspecto de quien se dispone a librar una batalla que no está en absoluto seguro de ganar.

No había nada diferente en su rostro, ni en sus ropas, nada extraño en su aspecto, pero intuí que ocurriría algo especial, algo distinto del beso difuso de todas las noches, y renuncié a los reproches que había preparado, y él renunció a sus excusas, no anunció que había ido a llevar a Reina a casa en coche, no le pregunté si le parecía sensato dejar solo en casa a un niño de cuatro años, no me contestó que había dejado a Jaime dormido y que tampoco había estado fuera tanto tiempo, no tuve que convencerme de que era inútil seguir, no tuvo que pedirme perdón y prometerme que no volvería a ocurrir, le miré y me di cuenta de que por fin había dejado de parecer un muchacho, me miró y me reflejé en unos ojos lejanos y sombríos, me senté muy despacio y él se sentó frente a mí, recordé que llevaba ya dos meses cobrando y que, a ese paso, su empresa ya daría hasta beneficios en diciembre, y me dije que tendría gracia que fuera a ocurrir algo precisamente ahora.

—¿Qué haces?

—Estoy corrigiendo exámenes.

—¿Podemos hablar?

—Claro.

Un par de semanas antes, Reina me había convocado a comer diciendo casi lo mismo, tenemos que hablar, y aunque intenté zafarme con una pobre excusa, ando fatal de dinero, de tiempo y de apetito, le dije, ella insistió, precisando que estaría encantada de invitarme, que ya había avisado a mamá de que el día que me viniera bien dejaríamos a Jaime en su casa, y que conocía un restaurante japonés asombrosamente bueno, además de nuevo, bonito, y hasta barato. Me encanta la comida japonesa, y le debía demasiados favores como para darle largas indefinidamente. Sucumbí al tercer intento.

Lo que me hacía tan poco apetecible aquella comida era la pomposa informalidad de su convocatoria. Tratándose de Reina, ese «tenemos que hablar» presagiaba aproximadamente lo peor, porque, si cuando todavía éramos adolescentes nuestros respectivos códigos de conducta divergían ya en un ángulo llamativo como mínimo, y pese a que la teoría afirmaba que el tiempo debería haberse ocupado de acortar esa distancia, en la práctica había sucedido todo lo contrario, y ahora me resultaba difícil convenir con ella en cualquier tema más complejo que el grado de acierto de las predicciones meteorológicas de cada periódico. La maternidad, como una droga mágica que todo lo cura, había convertido a mi hermana en una mujer tan sumamente conservadora que su rostro había alcanzado el carácter de una rareza excepcional, sólo comparable a la que un día hizo célebre el mapa neuronal de Pacita, porque últimamente, y dando el más valioso testimonio de una improbable victoria de la ideología sobre la genética, había conseguido parecerse físicamente a nuestra madre más que yo, y debo confesar, aunque me duela, que cada vez que la escuchaba quejarse de «esas horribles aceras llenas de mendigos y de putas, y de negros que venden quincalla y de yonquis que se pinchan encima de los bancos y de quioscos rebosantes de pornografía junto a los que pasan los niños todas las mañanas para ir al colegio, y qué coño hace el Gobierno, y qué coño el Ayuntamiento, y qué coño pasa con los ciudadanos decentes que pagamos impuestos para que los jueces dejen salir por una puerta a los criminales que entran por la otra, y que la libertad no es esto digo yo, y que en qué clase de estercolero van a crecer nuestros hijos, y que conste que yo soy socialdemócrata y progresista», llegaba a echar de menos la influencia que Germán había dejado de ejercer sobre ella, porque aquel gilipollas, al fin y al cabo, no dejaba de ser un gilipollas familiar, cercano, inofensivo, un gilipollas de los míos, en definitiva.

No sé cómo puedes vivir así, me decía Reina a menudo, no sé cómo te las arreglas para no cabrearte cuando andas por la calle, y yo le contestaba que ya se cabreaba Santiago de sobra por los dos, y que también me representaba airosamente en otros disgustos, como la angustia por el futuro, el precio del suelo, la crítica constructiva del sistema educativo, la corrupción inherente al sistema de partidos, la influencia de los oscuros poderes fácticos en los medios de comunicación, el destino de la peseta en el sistema monetario europeo, y otras catorce o quince chorradas más que ella parecía de acuerdo en juzgar de una importancia esencial para la vida diaria. Lo que me inquietaba verdaderamente a mí, si Jaime sería un hombre feliz —o, al menos, de una estatura aceptable— veinte años más tarde, la rauda velocidad con la que estaba viendo expirar mi juventud, o la indespejable incógnita de si conseguiríamos llegar a fin de mes sin pedir dinero prestado otra vez, les traía sin cuidado a cualquiera de los dos, en cambio. Reina no habla trabajado nunca hasta ahora, y la puntual generosidad de Germán hacía más que improbable la hipótesis de que se decidiera a hacerlo algún día antes de la fecha de su muerte. Mi marido, por su parte, trabajaba tanto que, aunque no ganara un duro, se consideraba exento de esa clase de preocupaciones. Nunca habría supuesto que tuviera otras, hasta que Reina, la espalda erguida, la mirada severa, los dedos entrecruzados sobre el mantel, una solemnidad casi cómica en cada ademán, se anticipó al
shushi
para soltarme a bocajarro aquella prodigiosa sentencia.

—Malena, creo que ha llegado el momento de que decidas si aún puedes hacer algo para salvar tu matrimonio.

Me atraganté con un sorbo de vino tinto y tosí aparatosamente durante un par de minutos antes de echarme a reír.

—¿Qué matrimonio? —pregunté.

—Estoy hablando en serio —dijo ella.

—Yo también —contesté—. Si quieres que te diga la verdad me siento como una viuda de guerra con dos hijos, uno de cuarenta años y otro de cuatro. De vez en cuando, por pura inercia, me acuesto con el mayor.

—¿Y qué más?

—Nada más.

—¿Seguro?

—Seguro.

Entonces fue ella quien rompió a hablar, y habló durante mucho tiempo, sobre Santiago, sobre Jaime, sobre mí, sobre mi vida, sobre todo lo que veía ahora que estaba en mi casa tantas horas, sobre lo que le parecía bien, sobre lo que no tenía remedio, y sobre lo que todavía podía arreglarse, y llegó a ponerme tan nerviosa que a partir de cierto punto dejé de prestarle atención, y le contestaba exclusivamente con monosílabos, ah, eh, sí, no, porque ella no parecía aceptar que todo me diera igual, y a mí no me apetecía fabricar otra verdad que confesarle.

—¿Y si tu marido tuviera una amante? —me preguntó al final.

—Me extrañaría mucho.

—¿Pero no te dolería?

—No.

—¿Ni te daría rabia?

—No, creo que no. Yo haría lo mismo si tuviera tiempo. Creo que, de hecho, en estos momentos nada me sentaría tan bien, pero no tengo ni un solo minuto para ligar, necesito todas las horas de las que dispongo para llevar dinero a casa como un buen hombrecito responsable, ya lo sabes.

—No seas cínica, Malena.

—No lo soy —la miré y tuve la impresión de que mis palabras la asustaban—. Estoy hablando en serio, Reina. No es sólo que no me guste mi vida, que no me gusta nada, sino que, además, creo sinceramente que no me la merezco. Y me encantaría enamorarme locamente de un tío, pero de un tío mayor, un adulto, un hombre, ¿comprendes?, y tirarme dos meses flotando, pasar de Santiago y hasta convertirme en una mantenida de lujo durante una temporadita, que me mimaran, y me exhibieran, y me dieran pasta para gastar, que me bañaran… ¿A ti te han bañado alguna vez? — negó con la cabeza, y yo me quedé quieta, muda, presa en una sonrisa boba que deshice con energía—. A mí sí, y era estupendo. Te juro que me encantaría, daría cualquier cosa por flotar otra vez, pero no me pasa, y no tengo tiempo para buscarlo. La última vez que me tropecé con un tío con el que me apetecía follar, estaba embarazada, así que ya puedes ir haciéndote a la idea.

—¿Y por qué no le dejas?

—¿A quién? — pregunté—. ¿A Santiago? — Ella asintió con la cabeza—. Pues porque depende de mí económica, afectiva, emocional y absolutamente. Dejarle sería como tirar a un bebé de dos meses en el carril central de la Castellana un viernes a las diez de la noche. No tengo valor para hacer una cosa así sin un motivo concreto, y como nací en 1960, en Madrid, capital de la culpa universal y los valores eternos, no soy capaz de considerar que mi propio hastío sea un motivo concreto, qué quieres que te diga. Si hubiera nacido en California quizás todo sería distinto.

—Yo no lo veo igual.

—¿El qué?

—Todo. A mí, desde fuera, tu marido me parece un tío de lo más apetecible. Hay muchas mujeres que se matarían por él.

—Pues no sé a qué están esperando.

—Eso es lo que pasa —susurró entonces, dibujando con el dedo sobre el mantel—, que me temo que alguna ha dejado de esperar.

Cuando nos separamos, volví a echarme a reír, y seguí riéndome sola un buen rato mientras andaba por la calle, aunque en realidad no había nada específicamente divertido en mi situación. La hipótesis de Reina sí que me parecía graciosa, en cambio. Aquella noche, mientras me deslizaba entre las sábanas, me pregunté si existiría alguna mujer en sus cabales dispuesta a robarme un chollo como mi marido, y volví a sonreírme sola. Luego me olvidé del asunto, hasta que Santiago, en la cocina, se decidió a abrir el fuego en campo abierto.

—Estoy con otra tía —me dijo, mirándome a los ojos, un coraje que jamás me habría atrevido a sospechar en él.

—¡Ah! —murmuré, y no se me ocurrió nada más que decir.

—Llevamos bastante tiempo juntos, y… —en ese punto dejó caer la cabeza— ella no soporta esta situación por más tiempo.

—Me parece muy lógico —intenté concentrarme en descubrir cómo me sentía y ni siquiera advertí que mi corazón latiera más deprisa que de ordinario.

—Yo… Yo creo que todo esto… podríamos hablarlo.

—No hay nada que hablar, Santiago —murmuré, sintiéndome su madre por última vez—. Si me lo has contado es porque ella te importa más que yo. Si no fuera así, nunca me habrías dicho nada. Tú lo sabes y yo también.

—Bueno, pues… Es que no sé. Estás tan tranquila que no se me ocurre nada más que decir.

—No digas nada más. Vete a la cama y déjame sola. Tengo que pensar. Mañana hablaremos.

Al llegar a la puerta se volvió para mirarme.

—Espero… Espero que logremos llevar todo esto como personas civilizadas.

Al darme cuenta de que estaba decepcionado, casi ofendido por mi impasibilidad, no pude reprimir una sonrisa.

—Tú siempre has sido una persona civilizada —dije, para compensarla—. Y, sobre todo, un hombre sensible.

—Lo siento, Malena —musitó, y le perdí de vista.

Recogí los exámenes, lavé el vaso y vacié el cenicero, anestesiada por la sorpresa y por mi incapacidad para reaccionar frente a la escena que acababa de vivir. Me senté de nuevo en la mesa de la cocina, encendí un cigarrillo, y tuve ganas de echarme a reír al recordar los amargos reproches que me había dedicado a mí misma tantos años antes, cuando ni siquiera me atrevía a confesar en voz baja que habría preferido la tortura de un marido como mi abuelo Pedro a los parabienes de la vida conyugal con aquel pedazo de mosquita muerta. Reviviendo aquella torpe angustia, tuve ganas de echarme a reír, pero no lo conseguí, porque además de haber renunciado de antemano a la posesión de un hombre como mi abuelo, aquella mosquita muerta acababa de abandonarme a mí, y aparte de perpleja, estaba llorando.

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