—Eso no es verdad, Jaime.
—Ya lo sé, mamá, porque yo me llamo como un héroe que perdió una guerra, ¿no?, tú siempre me has dicho eso, y yo se lo he dicho a Reina, pero ella no se lo cree…
—¿Cuál Reina? —le pregunté, mientras las lágrimas resbalaban sin control sobre mi cara, prendiéndose en mis pestañas, recorriendo la línea de mi nariz, cruzando luego mis pómulos para morir en las resecas comisuras de mis labios.
—Las dos. Las dos dicen que no se puede ser héroe si luego se pierde.
Le abracé tan fuerte que tuve miedo de hacerle daño, pero él no se quejó. Sentado sobre mis rodillas, aferraba la tela de mi blusa con los dedos crispados mientras yo me balanceaba con él, acunándole como cuando era un bebé, y estuvimos así mucho tiempo, pero él recobró la calma antes que yo, y levantó la cabeza para mirarme a los ojos, y formuló después la pregunta más difícil de contestar que nadie me ha hecho en mi vida.
—Dime otra cosa, mamá, otra que es más importante… ¿A que los Alcántara conquistamos América?
Adiviné que esperaba recibir una confirmación inmediata, y sentí cómo se congelaban mis labios, y cómo mi lengua se desecaba hasta convertirse en una esponja deshilachada e inservible, y cómo el aire se solidificaba de repente para crear el espeso fluido que rellenó en un instante mi garganta. Entonces, mi hijo, decidido a combatir la decepción imprevista, se separó de mí, se levantó bruscamente, y buscó la protección del retrato de Rodrigo, señalando aquella flamante espada de guardarropía con un dedo encogido y tembloroso.
—Dime que sí, mamá, dime que sí… Fue éste, ¿no?, y sus hermanos, y su padre, ellos conquistaron América. Reina dice que no, pero es verdad. ¿A que sí, mamá, a que es verdad?
Magda siempre había tenido a su padre, mi abuelo siempre había tenido el dinero, yo siempre había tenido la esmeralda, y ahora comprendí que mis manos no estaban vacías, porque mi hijo me tendría siempre a mí. Fui a su lado, le cogí en brazos y sonreí.
—Claro que sí, Jaime. En el colegio te van a decir que fue Francisco Pizarro, pero muchos Alcántara iban con él. Nosotros conquistamos América… —señalé el cuadro con la barbilla y le miré, ya no lloraba—, Rodrigo y todos sus hijos.
Sobre la encimera había un cuenco de madera relleno de una suerte de hebras de estropajo transparente de aspecto ciertamente asqueroso. Cogí una con la punta de los dedos, la miré, la mordí, y entonces Jaime, que no había querido quedarse fuera, me aclaró el misterio.
—Alfalfa —explicó—. El abuelo dijo un día que no lo pensaba probar, porque eso sólo lo comen los caballos, pero la tía Reina dice que es buenísima. A mí no me gusta.
Entonces, ella entró en la cocina. En el sexto mes de embarazo estaba tan inmensa como la primera vez, pero allí se acababa el parecido. La miré con detalle y decidí que cualquier espectador incauto juzgaría con tanta convicción como torpeza que aquella mujer de aspecto aburrido —media melena lisa de color castaño con mechas rubias y las puntas hacia dentro, las cejas demasiado depiladas, el rostro resplandeciente de crema hidratante recién aplicada, las uñas cortas y pintadas de brillo, cadenitas de oro en el cuello, medias de espuma de un tono invisible y mocasines marrones sin tacón— habría cumplido ya, por lo menos, cuatro o cinco años más que yo, pero al fin y al cabo, siempre es ése, pensé, el precio que se paga por determinada clase de felicidad.
—¡Malena! — se acercó, me dio un beso al que no pude corresponder, e intentó coger a mi hijo, quien se lo impidió aferrándose a mi mano—. ¿Has venido a traer a Jaime?
—No. He venido a hablar contigo y con tu marido.
—¿Sí? — parecía perpleja—. Es que hemos invitado a mamá a comer, y también a unos vecinos, y todavía no hemos tenido tiempo ni de montar la barbacoa.
—¿Barbacoa? — exclamé—. ¡Pero si hace un frío pelón!
—Ya, pero de todas formas, como hasta ayer hizo tan buen tiempo, lo teníamos previsto y… ¿no podría ser en otro momento?
—No. No puede ser en otro momento.
Mandé a mi hijo a jugar al jardín y seguí a Reina hasta el salón. Ella fue en busca de Santiago y regresó con él un instante después.
—Lo que tengo que deciros es muy breve —anuncié—, no os robaré mucho tiempo. Me llevo a Jaime a casa porque ya no quiere vivir aquí. Como yo no puse ningún inconveniente cuando me dijo que quería mudarse, espero que vosotros no me pongáis ahora las cosas difíciles —miré a mi ex marido a la cara y no detecté nada especial, mi hermana, sin embargo, se había quedado atónita, y por eso me dirigí expresamente a ella—. Sería lo justo y, al fin y al cabo, cuando Santiago y yo nos separamos, los tres estuvimos de acuerdo en que viviera conmigo. Eso es todo.
—Me lo imaginaba —dijo él, en un susurro.
—¡Pero no lo entiendo! — protestó Reina—. ¿Qué le has dicho para…?
—Nada —le interrumpí, consciente de que en ese momento no me convenía enfurecerme—. Absolutamente nada. Ha sido él quien ha decidido y, de paso, te diré que yo siempre he querido suponer que vosotros tampoco le dijisteis nada cuando decidió antes de ahora.
Ese fue el momento que escogió mi hermana para enseñar la patita por primera vez en toda su existencia.
—Si un juez tuviera noticia de las compañías que frecuentas, probablemente no opinaría que eres la persona más indicada para educar a…
—¡Basta, Reina! — Santiago, más escandalizado que furioso, siguió chillando desde un rostro del color de la púrpura. Me sonreí por dentro al descubrir de dónde había tenido que aprender a sacar tanto carácter, aunque en realidad no había nada divertido en aquella impúdica exhibición—. ¡Por favor, cállate ya!
—Era sólo un comentario —se defendió ella.
—Por supuesto —dijo él—. Pero es un comentario repugnante.
—En eso estoy de acuerdo, mira —añadí.
Se hizo una pausa breve, pero densísima, mientras los tres nos controlábamos mutuamente con la mirada. Mi hermana rompió el silencio, y apenas pronunció la primera palabra, deduje por su acento que había cambiado de estrategia.
—De todas formas, Malena, no es tan fácil, ¿sabes? — Mamá Ganso me miraba ahora con una expresión más acorde con su apodo—. Cambiar al niño de colegio a tres meses del fin de curso le perjudicaría…
—Nadie ha hablado de cambiar al niño de colegio.
—No, claro, lo podrías traer tú por las mañanas, y luego dejarlo aquí hasta…
—No es necesario, Reina. Hay una ruta de autobús que para en la puerta de San Francisco el Grande.
—Claro, claro, eso te queda muy cerca, pero yo también me refería, no sé… El psicólogo infantil opina…
—Eso no me interesa —la corté por tercera vez, juzgando que sería suficiente—. Por si te interesa a ti, yo opino que habría que ahorcar a todos los psicólogos infantiles.
En ese momento, Santiago recordó que tenía muchas cosas que hacer.
—Podéis seguir sin mí —susurró, y las dos asentimos.
—Desde luego —continué—, como Jaime se va a quedar conmigo, y si hay una cosa que me saque a mí de quicio en este mundo son los curas laicos, el próximo curso intentaré encontrar un colegio sin psicólogo, una cosa vulgar, ya sabes, ni agnóstico ni progresista ni alternativo, sin lecciones de ecología y con clases de latín. Pero se trata de una simple cuestión de estética, no creas, nada personal.
—Puedes seguir diciendo todas las burradas que quieras —alegó Reina con expresión dolorida—, pero el psicólogo dice que el niño no está equilibrado.
—Naturalmente —me mostré de acuerdo, y era sincera—. ¿De qué iba a comer él si no?
Mi hermana se palmeó las rodillas en un gesto de impotencia antes de levantarse, y echó a andar sin mirarme.
—Ven conmigo —dijo—. De todas formas, creo que te conviene mirar los informes…
Estaba en el primer cajón del escritorio de Reina, y sin embargo era el mismo cuaderno, irreconocible de puro viejo, el lomo torcido, desprendido del resto, el fieltro desgastado en las esquinas dejando la armadura de cartón al aire, un diario de niño forrado de tela verde, como una chaqueta tirolesa con un diminuto bolsillo en una esquina.
—Verás, están por aquí… —Reina hablaba a mi lado, pero yo no la habría escuchado menos si estuviera plantada en la otra punta del mundo—. Y, bueno, quiero pedirte perdón por lo que he dicho antes, eso del juez, pero sinceramente creo que el niño estaría mejor aquí, con nosotros.
Alargué la mano y lo toqué sin que ella se diera cuenta. Reconocí su tacto y lo saqué del cajón, y lo abrí al azar, para buscar después, por puro instinto, las páginas que escribí en los días de gloria. Empecé a leer y mis labios dibujaron la sonrisa de entonces, redonda y plena, el corazón me latía más aprisa, y mi piel protestaba, erizándose, por aquella gozosa agresión. Cerré los ojos y pude casi oler el olor de Fernando. Cuando los abrí de nuevo, tropecé con la primera anotación en boli rojo, unas palabras que no había escrito yo.
—Además, tú siempre dices que no te gustan los niños, y a mí me encantan, no sé…
Había muchas más frases en rojo, acotaciones sarcásticas a mis propios escritos, tachaduras que incorporaban venenosos textos alternativos, signos de admiración en los márgenes, interrogaciones y exclamaciones, carcajadas deletreadas con meticuloso cuidado, ja, ja, ja, y ja.
—¿Qué lees? — me preguntó mi hermana—. ¿Qué es eso?
Le di la espalda y seguí leyendo, hasta que una punzada de dolor purísimo, una muerte abreviada y auténtica, me golpeó en el centro del pecho, y para soportarla me doblé hacia delante, y seguí leyendo, me seguí muriendo de aquella muerte seca que me mataba desde hacía tanto tiempo, y celebré cada zarpazo como una caricia, cada dentellada como un beso, cada herida como un triunfo, y seguí leyendo, y la boca se me llenó de un sabor tan amargo que espantó a mi propia lengua, el aliento atroz de lo podrido corroyendo mis dientes, royendo mis encías, descomponiendo mi carne, habría jurado que no estaba llorando aunque mi piel quemaba, y seguí leyendo.
—Pobre amor mío —me oí murmurar, mi voz enferma, mis labios desgarrados, mi alma agonizando, evaporándose casi—, si sólo tenías veinte años. Tú, que te creías tan mayor, y al final te engañaron como a un chino…
—No leas eso, Malena —mi hermana estaba frente a mí, con la mano abierta—. Dámelo, es mío, yo lo encontré.
Sin conciencia para advertir siquiera la fabulosa eficacia de aquel gesto aislado, la derribé de un solo puñetazo y la vi caer en el suelo, las piernas abiertas y el terror pintado en la cara, y levantarse luego a toda prisa, buscando una salida, pero, por una vez, yo llegué antes a la puerta.
—Eres una hija de puta —dije, bloqueando el pestillo.
—Malena, estoy embarazada, no sé si te das cuenta…
—¡Una hija de puta! — repetí, y no fui capaz de seguir—. Eres…
La ira había sellado mis labios, y ella se dio cuenta. Empezó a andar para atrás, muy despacio, hablándome con ternura, el hipnótico acento que tan buen resultado le había dado otras veces, las mismas palabras, el mismo ritmo, la misma delicada expresión de fragilidad en un rostro lívido, pero herido por fin de miedo auténtico.
—Lo hice por tu bien —decía suavemente, los brazos ingenuamente rígidos y extendidos hacia delante, como si creyera que podrían fabricar una muralla eficaz contra mi cólera—. Y no me arrepiento, él no te convenía, tu vida habría sido un infierno, estoy segura, él pertenecía a otro mundo, todo lo que hice, lo hice por tu bien.
Eché a andar en su dirección, moviéndome yo también muy despacio, pero caminando de frente, hacia delante.
—¿Te enrollaste con él?
—No, pero ¿qué dices? No estarás pensando…
—¿Te enrollaste con él, Reina?
—No —llegó hasta la pared, se apoyó allí y se quedó inmóvil, los brazos cruzados delante del vientre—. Yo te lo juro, Malena, te lo juro.
Estaba tan cerca de ella que la oía respirar, y mi olfato registraba el pánico que emanaba de su aliento como un mudo consuelo. Apoyé las palmas de mis manos en el muro, enmarcando su cabeza, y empezó a sollozar.
—¿Te enrollaste con él?
—No.
—¿Por qué?
—El no quiso.
—¿Por qué?
—No lo sé.
Golpeé la pared con el puño cerrado, a un escaso milímetro de su cabeza, y todos sus rasgos se contrajeron en un instante, relajándose sólo a medias después.
—¿Por qué, Reina?
—Me dijo que yo no le gustaba.
—¿Por qué?
—No lo sé, porque estaba muy delgada, supongo.
—Eso no es verdad.
—Estaría muy enamorado de ti.
—¿Por qué no le gustabas, Reina?
—No lo sé.
Volví a golpear la pared, y esta vez pegué tan fuerte que me hice daño.
—¿Por qué?
—Voy a abortar, Malena, si sigues así, voy a perder a la niña, tú estás enferma, yo no…
Su mirada se detuvo en mi mano derecha y mis ojos la siguieron hasta allí, recorriendo luego el delgado reguero de sangre que brotaba de uno de mis nudillos, maltrecho y desollado. Lo estrellé de nuevo contra la pared y sonreí al ver una manchita roja, diminuta, sobre la impecable pintura blanca.
—Te voy a dejar la casa hecha una porquería.
—Déjame, Malena, por favor te lo pido, deja… —el estallido de un nuevo golpe le impidió terminar la frase.
—¿Por qué no le gustabas, Reina?
—Dijo que yo le daba asco.
—¿Por qué?
—No le entendí muy bien, yo…
—¿Qué fue lo que no entendiste?
—Me dijo que yo le daba asco.
—¿Por qué?
—Por lo que yo era.
—¿Y qué eres tú, Reina?
—Una calientapollas.
—¿Qué?
—Una calientapollas.
—Suena bien —sonreí—. Dilo otra vez.
—Una calientapollas.
Me separé de ella y por un instante estuvimos las dos juntas, hombro con hombro, nuestras espaldas apoyadas en la misma pared. Me dejé resbalar lentamente hasta quedarme sentada en el suelo. Sentía mi rostro como una masa compacta, uniforme, sin relieve, y la piel muerta, insensibilizada por el llanto. Nunca había conocido un cansancio semejante. Doblé las piernas y me abracé las rodillas con las manos. Posé allí mi frente y me dolió incluso el roce de la tela. No me di cuenta de que mi hermana había llegado a la puerta hasta que la escuché.
—Me enamoré de él al mismo tiempo que tú, Malena —me dijo. Levanté la cabeza y la miré, y sin ser consciente de la expresión de mi rostro, advertí que mi mirada hacía renacer su miedo—. Fue la primera vez que me…