—Este cuadro es mío, Reina, me lo dejó el abuelo —la miré y ella bajó la cabeza—, tú heredaste el piano, acuérdate, eres la única que ha aprendido a tocarlo, y además, al llevármelo os hago un gran favor. Ya tenéis hueco para colocar una Gran Vía de Antonio López. Es el único detalle que falta aquí.
—Santiago me dijo que ese cuadro no te gusta, y yo pensé que, como al fin y al cabo, antes estaba en casa de mamá…
—Eso es mentira, Reina —apoyé el cuadro en la pared, devolví la silla a su sitio, y caminé hacia ella con los brazos cruzados, clavándome las uñas en las palmas de las manos para contrarrestar mi indignación con la urgencia de ese pequeño dolor—. Este cuadro no estaba en casa de mamá, estaba encima de mi cama, en mi cuarto, de la casa de mamá, y Santiago nunca te ha podido decir que no me gusta porque no es verdad. Lo que me pregunto es si a alguno de los dos se le ha ocurrido decirle al otro, en medio de tanta obra, por qué cojones soy yo la que tiene que irse de aquí mientras vosotros os quedáis con esta casa.
—Fuiste tú la que te marchaste —me miraba con cara de asombro, las pupilas dilatadas de inocencia trasnochada—. Suponíamos que tendrías otros planes.
—Y los tengo —mentí—, por supuesto que los tengo. ¿Dónde está el cuadro de la abuela?
La seguí por el pasillo hasta mi ex dormitorio. Como la República no tenía un apellido rimbombante, la habían puesto mirando a la pared, al lado de tres maletas llenas hasta los topes.
—Mi ropa, supongo —Reina asintió con la cabeza—. ¿Y mis cosas? ¿Las has metido en bolsas de basura o se las habéis vendido a un trapero?
—No, están todas ahí, en el buró… Pensé que me agradecerías que te lo recogiera todo yo, que te resultaría menos desagradable.
Media hora más tarde estaba nuevamente en la puerta. Llevaba el retrato de Rodrigo debajo del brazo izquierdo, mi vieja caja de caudales entre los dedos, y un estuche de cartón gris con dos cacahuetes apretado contra la palma. Mi brazo derecho sostenía el retrato de mi abuela, y de mi mano, en cuyo dedo corazón relucía una tuerca cilíndrica de metal dorado, andaba Jaime, refunfuñando porque habría preferido quedarse a dormir con su prima.
—Mañana, o pasado, o un día de éstos, vendré a recoger la ropa, los libros y las cosas que he guardado en las dos cajas que he dejado en el pasillo.
—¿No te vas a llevar nada más? —me preguntó Reina, que quiso acompañarme hasta la puerta.
—No —contesté—. Esto es todo lo que quiero.
Caminé despacio hasta el ascensor, apreté el botón, y mientras esperaba, volví la cabeza para mirarla. Entonces dije algo más, aunque sabía que ella nunca podría entenderlo.
—Esto —y señalé mis pocas posesiones moviendo la mano en el aire— es todo lo que soy.
El ático no tendría más de cien metros, aunque la superficie de las terrazas, situadas en las dos esquinas del salón y separadas entre sí por una ligera balaustrada de piedra, debía de superar con creces el área habitable. Aun sin ellas, aquella casa seguiría siendo maravillosa.
—¿Te gusta?
Asentí con la cabeza y continué paseando, con las dos manos unidas en la espalda, y esa especie de ambigua tristeza que me suele asaltar cuando sé que sueño sueños bonitos. Salí de nuevo al pasillo y miré otra vez todas las habitaciones, una por una, despidiéndome en silencio de ellas, tres dormitorios, dos baños, una cocina preciosa con un lucernario en el techo y un gran office adosado, un recibidor minúsculo y un espectacular salón de planta casi semicircular, dividido en tres espacios por dos hileras de antiguas columnas de hierro forjado que sin duda procedían de la obra original, y Madrid a mis pies.
—No puedo quedarme con esta casa, Kitty. Me gustaría, pero no puedo.
La mujer de mi padre, que me estaba esperando en el salón, me dirigió una mirada tan cargada de asombro que su expresión llegó a rozar la desconfianza.
—¿Por qué?
—Esto es demasiado caro y yo vivo de un sueldo de profesora de inglés, es absurdo que me venga a vivir a una casa así.
—¡Pero si no tendrías que pagar un duro!
—Lo sé, pero de todas formas esto es ridículo, yo… No sé cómo explicarlo, pero no puedo quedarme aquí.
—Pues no lo van a entender. Ninguno de los dos. Les parecerá fatal, y a mí también, porque yo tampoco te entiendo.
Cuando aparecí por sorpresa en su casa, la noche anterior, mi padre había reprimido torpemente su fastidio, pero ella, en cambio, se había comportado como una anfitriona encantadora. Nos ayudó a instalarnos, nos repitió hasta la saciedad que podíamos quedarnos allí todo el tiempo que quisiéramos, y hasta hizo un aparte conmigo para confesarme que entendía perfectamente que, a pesar de la tradición, no hubiera querido marcharme a casa de mi madre porque, al fin y al cabo, Reina había vivido allí hasta hacía un par de semanas. Sin embargo, nunca me habría atrevido a esperar que aquella misma mañana, después del desayuno, me dijera que ya me había conseguido un piso, y si no hubiera sugerido a continuación que, en el fondo, a ella también la estorbábamos, habría llegado incluso a pensar mal de tanta generosidad.
—No puedo hacerles perder tanto dinero —me expliqué por fin, cogiéndola del brazo para obligarla a salir de allí—, no me sentiría bien si lo hiciera.
Ella me respondió con una carcajada, las cejas enarcadas rebosando asombro.
—¡Pero, Malena, por Dios, si están forrados! Ganan tantas pelas que dan asco, créeme… ¿No te irás a pensar que éste es el único piso que tienen, verdad? Llevan veinte años cobrando el trabajo en especie, se quedan con una o dos viviendas de cada edificio que hacen, son los dueños de medio Madrid, en serio. Porfirio se ha comprado una avioneta, ¿no te has enterado? Le han encargado un hotel en Túnez y se ha comprado una avioneta, el tío, para ir y venir, es increíble, y luego, cuando Miguelito le dijo que quería una moto de esas enanas para su cumpleaños, le salió con que ni hablar, con que eso era tirar el dinero y no pensaba maleducarle con caprichitos, si tendrá morro…
—Pero le adora, seguro.
—Claro, y su hermana igual, no creas, aunque la verdad es que casi no le ven, pero como Susana también le adora, y es la que está todo el santo día con los críos…
—¿Y Miguel?
—¡Oh! Pues supongo que está incluso mejor que su hermano, porque se quiere casar.
—¿A estas alturas?
—Sí, pero no digas nada porque todavía no es oficial. Tiene una novia de veintidós años, veinte menos que él —interpretó correctamente la expresión de mi cara y cruzó conmigo una intensa mirada de inteligencia—. Bueno, por supuesto está buenísima, ya sabes, pero tampoco es tonta, eso desde luego, y es muy divertida, muy loca, en fin… Muy joven. Y sobre todo que él está encoñadísimo con ella, qué quieres que te diga, pero encoñado perdido, en serio. Se la llevó una semana a Nueva York para ligársela, ¿te lo puedes creer?, y desde que volvió, está con la baba colgando, a lo mejor hasta le sale bien, vete tú a saber.
Hizo una larga pausa, e intenté recordar cuál de los dos había sido su novio por última vez, pero no lo conseguí. Ella se desprendió de la fugaz sombra de melancolía que flotó por un instante sobre sus párpados, y me sonrió.
—Bueno, pues a lo que vamos, que la casa donde vivimos nosotros también era suya, y yo me tiré un montón de años allí, de gorra, hasta que tu padre se empeñó en comprarla. Para ellos esto es normal, y no van a echar de menos la pasta que dejen de cobrar aquí, de eso puedes estar segura, tienen hasta una asesora fiscal en nómina, así que ya te puedes imaginar…
—¿Y cómo sabes tú todo eso?
—Porque yo soy la asesora fiscal que está en nómina —entonces sí sacó la llave del bolso, abrió la puerta, y la cerró detrás de mí—. Anda, te invito a un café.
No dijo nada más hasta que nos sentamos al sol, en una de las mesas del quiosco de la plaza. Luego, sin probar la Coca-Cola que había pedido, apoyó los codos en el tablero de metal y me sonrió. Adiviné que iba a hacerme una confidencia, y me sorprendí, como siempre, de tener una madrastra tan joven.
—No le digas a tu padre que te lo he contado. A él no le gusta nada que siga trabajando con ellos, ¿sabes?, está obsesionado con su edad, yo creo que está celoso y hasta cierto punto le entiendo, la verdad, porque he sido tantos años la novia de los dos, así, alternativamente… De alguna forma, lo que me pasa es que no puedo vivir sin ellos, y con esto no quiero decir que no esté enamorada de tu padre, porque no es eso, para nada, yo creo que me enamoré de él la primera vez que le vi, aunque en aquella época, en la casa de Almansilla, con tu madre y vosotras, en fin, ni siquiera se me pasó por la cabeza intentarlo. Yo adoro a tu padre, Malena, pero Miguel y Porfirio me hacen falta, y ellos lo saben, es difícil de explicar.
Se levantó sin decir nada y desapareció detrás del quiosco. Supuse que había ido al baño, y me pregunté si, a pesar de estar tan enamorada de mi padre como ella confesaba y yo creía, seguiría teniendo ganas de acostarse de vez en cuando con sus dos hombres de toda la vida, y sentí envidia de ella por ser capaz de hacerlo, la misma clase de envidia que me daba Reina siempre que me confesaba que se había enamorado de verdad por primera vez desde que era adulta.
—¿Sabes lo que se me ha ocurrido? — dije cuando volvió, y seguí pensando en voz alta, sin ser plenamente consciente del sentido de las palabras que pronunciaba—. A lo mejor cada uno de nosotros nace con una cantidad de amor asignada, una cantidad fija, que no varía jamás, y quizás los niños mimados, esas personas a las que siempre ha querido mucha gente, como Miguel y Porfirio, reciben un amor mucho menos intenso del que en algún momento de su vida le tocará recibir a las personas como yo, que en general hemos tenido mala suerte.
—¿Y eso? — Kitty se reía—. ¿O es que siempre te has dedicado a las máximas solemnes?
—No sé —me reí con ella—. Se me ha ocurrido ahora, de repente. Ha sido el subconsciente, supongo.
—La fuerza del deseo.
—Quizás —alargué la mano sobre la mesa, la palma abierta—. Muy bien. Dame esa llave.
—¿Te quedas con la casa? — Asentí con la cabeza—. ¡Bravo, Malena! Y buena suerte. La verdad es que ya te toca.
Durante algunos meses creí sinceramente que aquellas palabras encerraban un presagio destinado a cumplirse en un plazo breve e inexorable, y cuando me despedí de Kitty para volver sobre mis pasos a esa casa que se había convertido en la mía por la pura voluntad del azar, mientras la recorría despacio, apreciando cada detalle, rozando las paredes con la punta de los dedos, pisando con las plantas desnudas una impecable tarima de pino color miel, comprendí que lo que Reina había logrado con tanto esfuerzo era apenas convertir aquel viejo piso que no me inspiraba ninguna añoranza en una mala copia del lugar donde yo viviría de entonces en adelante, e interpreté esa paradoja como la primera señal de que mi suerte estaba abocada a cambiar de signo.
Llamé al estudio de mis tíos para darles las gracias y sólo conseguí hablar con Miguel, porque Porfirio estaba de viaje. Quedamos en quedar, y lo hicimos un par de veces, pero en ambas ocasiones uno de los dos terminó llamando para desconvocar cuando yo ya estaba a punto de salir de casa. Al final, una mañana de octubre, fui a buscarles a su estudio, un edificio impresionante en la calle Fortuny, un vestíbulo como una plaza de toros, dos pisos unidos por una monumental escalera volada y un ejército de secretarias atareadas a la vista. Tenía previsto invitarles a comer, pero me llevaron a un restaurante japonés carísimo y, gracias a Dios, me prohibieron tajantemente intentarlo.
A pesar de las canas que empezaban a salpicar los cabellos de Porfirio y cubrían casi completamente la cabeza de Miguel, tuve la sensación de que no habían cambiado mucho con los años. Seguían pareciendo dos adolescentes privilegiados, irresponsables y caprichosos, ricos, divertidos y felices. Nos bebimos casi tres botellas de vino e, igual que en Almansilla, cuando yo era pequeña, no dejaron de hacerme reír mientras comíamos. Porfirio se burló profusamente de Miguel a propósito de su boda inminente, y éste le devolvió el guante imitándole en el trance de pilotar su avioneta. La sobremesa fue corta, sin embargo, porque tenían una reunión a las cuatro y media y, aunque se esforzaran por disimularlo, ambos estaban pendientes del reloj. Después del postre, Miguel anunció, por tercera o cuarta vez, que iba un momento al baño, y Porfirio se me quedó mirando con una sonrisa inequívoca, un punto perverso en la complicidad, que fui capaz de sostenerle sin parpadear por primera vez en mucho tiempo.
—¿Y a ti no te apetecería montar en mi avión? — me preguntó. Yo me eché a reír, y él se rió conmigo—. Es una experiencia única, ya sabes… Volar, el cielo africano, todo eso.
Miguel se reunió con nosotros sorbiendo aire aparatosamente por la nariz, y salimos del restaurante.
—¿Te llamo? —me dijo Porfirio al oído, mientras me besaba en la mejilla derecha.
—Llámame —asentí, aprovechando la coyuntura estrictamente simétrica.
No llegó a hacerlo, pero tampoco lo eché de menos, porque el traslado imprimió al otoño un ritmo enloquecido, y sólo después de Navidad empecé a disfrutar de los placeres de la vida solitaria, que hasta entonces desconocía. Recuperé, con un suspiro de alivio, el turno de mañana en la academia, me acostumbré a desprenderme, cada fin de mes y sin sollozos, de la cantidad necesaria para pagar el crédito que me había permitido montar la casa, y llegué a sentir que llevaba toda la vida viviendo allí, al lado de la Capilla del Obispo, en el ático de un lujoso edificio señorial rehabilitado, con un niño de cinco años recién cumplidos que acababa de consumar la heroicidad de haber crecido nada más y nada menos que seis centímetros desde el verano. No me sentía más sola que cuando vivía con mi marido, y la exclusiva compañía de mi hijo resultaba menos comprometedora y mucho más gratificante de lo que yo misma había podido prever, hasta el punto de que algunos fines de semana me daba un poco de rabia desprenderme de él, aunque lo cierto es que, aproximadamente el mismo número de veces, me hacía ilusión tener por delante días enteros para mí sola, aunque ya presintiera que no conseguiría invertirlos en nada especial.
Mientras Jaime se me hacía cada vez un poco más necesario, cuando su capacidad de comprender las cosas y de divertirse con ellas empezaba a aumentar tan deprisa que era extraño el día en que no lograba fascinarme con iniciativas o comentarios inesperados, Santiago se fue desdibujando lentamente en mi memoria hasta quedar reducido a las triviales proporciones de un personaje secundario, quizás porque mi contacto con él terminó convirtiéndose en una sombra accidental de mis relaciones con mi hermana. Al principio, esa distancia me dolía, porque tras el estupor inicial, lo cierto es que consideraba su abandono mucho más digno de gratitud que de rencor, y no podía desprenderme del cariño culpable que me había atado a él durante tanto tiempo, pero por más que lo intenté, no conseguí jamás que nos viéramos a solas, y la segunda vez que, después de no mencionarla cuando quedamos por teléfono, apareció con Reina a comer, dejé de intentarlo. Era ella la que subía a buscar a Jaime, la que me lo traía de vuelta, la que llamaba por teléfono regularmente para preguntarme cómo estaba, la que se ofrecía a solucionar todas las pequeñas pegas —los recibos, los seguros de los coches, la correspondencia, las declaraciones de impuestos atrasadas— que arrastraron durante algún tiempo tantos años de vida en común. Fue ella quien me informó de que en primavera tenían previsto mudarse a un chalet adosado —acosado, resultó más bien— de estilo inglés, con jardín, el eterno sueño de mi marido, en una nueva urbanización situada aproximadamente donde Cristo dio las tres voces, frente al último extremo de la Casa de Campo. Fue ella quien me pidió el divorcio en febrero, anunciándome que tenían previsto casarse hacia el verano porque a los dos les apetecía tener un hijo común, y quien más tarde me invitaría a su boda. Fue ella quien me sugirió en marzo que Jaime se fuera de vacaciones con ellos en Semana Santa, y eso fue lo único a lo que me negué, porque los dos teníamos planeado volver a Almería a ver a Magda. Sin embargo, Jaime me suplicó con lágrimas en los ojos que le dejara ir con ellos, y dejé de oponer resistencia, porque tampoco podía dejar de comprender que la Expo de Sevilla le tirara demasiado. A la vuelta de aquel viaje, fue Reina también la que me devolvió un hijo que no parecía distinto.