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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Malena es un nombre de tango (79 page)

BOOK: Malena es un nombre de tango
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—¿Una venérea? —pregunté bajito, sin ninguna gana de acertar.

—Sí, una venérea, pero no me mires con esa cara, porque con la vida que llevaba, en aquella latitud, y en aquella época, era lo mínimo que se podía coger, y ya tardó bastante, la mitad de los españoles de América se murieron de lo mismo, así que, ya ves…

—¿Qué fue? ¿Sífilis?

—No, peor. Si hubiera sido sífilis tampoco habría pasado nada, porque aquello era como coger ahora la gripe. No, mi padre intentó averiguar qué había sido exactamente y no lo consiguió, porque por lo visto la mayoría de aquellas infecciones desaparecieron antes de que fueran investigadas en serio, y los estudios de la época no son muy de fiar. Un epidemiólogo con el que se escribió bastante tiempo opinaba que seguramente se trataba de una lana que se mete debajo de la piel, pero no es más que una opinión, nada es seguro. El caso es que sufrió mucho, se quejaba de dolores muy intensos, de día y de noche, y tenía fiebres altísimas, el vientre muy hinchado, y la polla llena de bultos extraños, amarillentos, que terminaron reventando una noche en un millón de hilillos blancos, blandos y pestilentes. Inmediatamente después de que brotaran, murió, y los indios dijeron que eran gusanos, pero seguramente serían focos de pus, no lo sé. Debió de ser una muerte espantosa, de todas formas, tanto que ahí empezó a rodar la historia, el poder de Ramona, la sangre podrida y todo lo demás. La mujer de Rodrigo se hizo famosa en todo el Perú, cobró fama de hechicera y la gente intentaba esquivarla, llegaban a santiguarse si se cruzaban con ella por la calle. Su hija, una pobre cría, terminó teniendo tanto miedo del poder de su propia madre, que a los quince años abandonó el mundo para entrar en un convento, y cuando se hizo monja, tomó el nombre de Magdalena, para mostrar simbólicamente que pretendía expiar los pecados de su padre. De ahí viene mi nombre, y el tuyo, claro, pero nada más, porque aunque hizo carrera en la Iglesia, me parece que hasta llegó a abadesa, no tuvo ocasión, por lo menos que se sepa, de experimentar los efectos de la maldición en su propia carne. Así que todo lo demás viene de su hermano mayor, que fue un golfo de aquí te espero, nada que ver con su padre, pero nada, y no sólo por lo mujeriego, sino porque también era jugador, tramposo, borracho, de todo, un auténtico cabrón… Mató a varios hombres, el marido de una de sus amantes entre ellos, y además prestaba dinero a usura, pero no solamente no fue nunca a la cárcel, sino que se murió en la cama sin haberse pillado en toda su vida ni unas tristes purgaciones, para que veas, de puro viejo, con más de ochenta años, sembrado de escapularios y con el cielo comprado por adelantado media docena de veces, pasándose la fama de su madre por donde se había pasado la fama de las madres de su docena larga de hijos, así que, ya ves, ni Ramona era una bruja ni hay maldición que valga. Es todo un puro cuento.

Antes de terminar de hablar, Magda ya examinaba mi rostro con una ansiedad muy cercana al temor, y reconocí en sus ojos la escéptica fe con la que me había mirado tantas veces cuando yo era una niña asustada pero al mismo tiempo capaz de asustar, siempre que me exigía una confianza que no consideraba preciso pedir, como si el mundo entero pendiera de un delgado hilo anclado en sus labios, y yo, una mujer anciana y sabia, ya lo hubiera adivinado. Mientras asentía lentamente con la cabeza, mi sonrisa como una garantía, sospeché que aquél era otro signo de su edad, el sello de una generación que sólo había querido negar, nunca creer, y que por eso no creía, pero al mismo tiempo comprendí que ella necesitaba la maldición tanto como la había respetado mi abuelo, o como la había cultivado yo misma, aunque fuera solamente para reírse de ella, para negarla, y explicarse desde allí su propia vida.

—¿Dónde está el retrato de Ramona, Magda? — pregunté después de un rato, en el tono más ingenuo que fui capaz de improvisar—. Creo que no lo he visto nunca.

—Sí que lo verías, cuando eras pequeña tuviste que verlo, estaba en la casa de Martínez Campos, en la escalera, creo, una tabla cuadrada, no muy grande, ella aparecía vestida de negro, con un velo transparente sobre la frente… ¿No te acuerdas? — negué con la cabeza—. Entonces no la conocerás nunca. Mi padre destrozó el retrato una tarde, lo atravesó con el pie para desprender la pintura del marco y lo hizo astillas. Lo quemó en la chimenea del salón, la casa se impregnó de un olor asqueroso, como a muerto, duró más de una semana.

—¿Y por qué lo hizo?

Entonces sus ojos rehuyeron los míos. Los escondió bajo los párpados, y luego escondió éstos hundiendo la cabeza entre los hombros. Habló tan bajo que casi no pude distinguir lo que decía.

—Aquella mañana le había anunciado que quería meterme monja.

—¿Y por qué lo hiciste tú, Magda?

No le concedí a aquella pregunta una importancia específica, hacía años que había dejado de sospechar que la tuviera, y más que nunca durante aquella tarde abrumada de respuestas, y sin embargo, ella la acusó como un golpe imprevisto, y encogió el cuerpo para protegerse, dobló las piernas y adelantó los brazos, los puños cerrados como si pretendiera cubrirse de un enemigo invisible, antes de negar despacio con la cabeza.

—Eso no me gustaría contártelo —dijo al final—. De todas las barbaridades que he hecho hasta ahora, ésa es la única de la que he llegado a arrepentirme de verdad, la única, en toda mi vida.

—Pues no sé por qué —protesté, más sorprendida que decepcionada por la intensidad de su negativa—, si ellos te obligaron, tú no…

—¿Ellos? — me interrumpió, y había algo salvaje en su manera de mirarme—. ¿Quiénes son ellos?

—Tu familia, ¿no? Tu madre, la mía, no sé, yo siempre he creído que te obligaron.

—¿A mí? — el sarcasmo distorsionó sus labios, convirtiendo un boceto de sonrisa en una mueca grotesca—. Piensa un poco, Malena. En esa casa nunca ha habido nadie con huevos bastantes para obligarme a mí a hacer nada desde que cumplí diez años —hizo una pausa, destensando los labios poco a poco, y su expresión se hizo más dolorosa, pero más dulce a la vez—. No, a mí no me obligó nadie. Lo hice por mi cuenta, y es de eso de lo que me arrepiento ahora.

—Pero ¿por qué, Magda? No lo entiendo.

—Estaba acorralada, acorralada, y necesitaba una salida, un camino que me trajera hasta aquí, hasta el olvido. Podría haber elegido otra solución, pero la tentación era demasiado fuerte, y cedí a ella. La venganza es como un amor platónico, ¿sabes? La acaricias en sueños, noche tras noche, durante años, te excitas planeándola, pensándola, deseándola, te levantas pensando en ella todas las mañanas, te ríes sola por la calle anticipando el gran día, y luego… Luego, en el momento justo, se te presenta la ocasión, la aprovechas, te vengas, y el momento estelar de tu vida va y se te queda en nada, en un polvo corriente, vulgar, igual que los demás, o hasta más soso.

En ese momento, reconocí el sonido de una moto que circulaba sin tubo de escape en lo que hasta entonces no había percibido sino como un zumbido sordo y lejano, y cuando ya pude oler el polvo, giré la cabeza hacia el sendero para distinguir en el aire una inequívoca nube marrón.

—¡Mira qué bien! — dijo entonces Magda, levantándose para ir al encuentro del visitante—. Curro llega en el momento justo para salvarme, como siempre.

Curro era alto, moreno, divertido, y algo más joven que yo. Su cuerpo era delgado, pero fibroso, y su piel, uniformemente coloreada en el tono oscuro, mate, casi opaco, de quienes parecen bronceados hasta en los atardeceres lluviosos de invierno, tenía esa calidad elástica que sólo se adquiere haciendo ejercicio sin querer, como una parte inseparable del trabajo de todos los días. Me imaginé que sería pescador y no acerté, aunque le anduve cerca. Había trabajado en la lonja durante muchos años, pero ahora tenía un bar en el puerto deportivo del pueblo, un local pequeño con una terraza grande que se abarrotaba de gente en verano, y en invierno daba lo justo para ir tirando. Magda me lo presentó como su socio, y al principio no me atreví a imaginar que fuera algo más, pero tampoco acerté. Mientras lo deducía de su forma de acariciarle la espalda con la mano abierta, el pintor reapareció de nuevo, llevando bajo el brazo el mismo lienzo inmaculado, el carboncillo intacto entre los dedos de la mano derecha.

—No ha habido suerte, ¿eh? — le dijo Magda, y él sacudió la cabeza y se echó a reír—. Vamos a hacer la cena, ¿no? Yo creo que todos debemos de tener hambre. Ven, Malena, ayúdame, deja que ellos pongan la mesa.

Mientras picaba una lechuga y la ponía en remojo, Magda frió las flores y me habló en voz baja de los dos hombres. El mayor se llamaba Egon, era austriaco y había sido su novio durante varios años, en la primera época de Almería. El quería casarse con ella, pero ella no quiso casarse con él, y cuando rompieron, se volvió a Graz, una ciudad muy bonita, dijo ella, pero aburridísima, fui bastantes veces y no me gustó nada. Había estado mucho tiempo sin saber nada de él, pero desde hacía un par de años venía a verla de vez en cuando, y se quedaba largas temporadas a vivir en el cortijo. No era pintor, sino empresario, dirigía un laboratorio farmacéutico de propiedad familiar a medias con una hermana suya.

—Pero siempre nos hemos llevado muy bien —me dijo al final—. Antes y ahora, somos muy buenos amigos.

—¿Y Curro? —pregunté, sin molestarme en disimular una sonrisa.

—¿Curro…? — repitió ella, y se detuvo ahí, justo después de pronunciar su nombre—. Bueno, Curro… Curro es otra cosa.

Salimos al patio riéndonos, y no dejamos de hacerlo durante la cena. Magda acusó de golpe todas las copas que había bebido a lo largo de la tarde, y se dedicó a recordar en voz alta las gracias en las que yo me había especializado de pequeña. Comimos poco, bebimos mucho, y terminamos cantando rumbas a pelo. El tiempo pasó tan deprisa que cuando miré el reloj, después de la última, memorable versión del
Volando voy
, que Egon consiguió ejecutar hasta el final sin haber acertado ni una sola vez con el género correcto de ninguna palabra, me encontré con que las agujas del reloj marcaban un adelanto de más de dos horas respecto a mis previsiones.

—Tengo que irme ya, Magda. Reina está sola en el hotel, con los dos niños, y no quiero llegar demasiado tarde. Volveré mañana, con Jaime.

Me abrazó con una intensidad sorprendente, como si no creyera en la sinceridad de mis últimas palabras, pero un instante después aflojó la presión, y me besó suavemente en la mejilla.

—A lo mejor Curro se vuelve ya al pueblo —dijo en voz alta, mirándole—, y puede dejarte en el hotel.

—Claro —contestó él, y se levantó de un brinco—. Yo te llevo encantado, pero… —su voz bajó de volumen, y perdió seguridad, aunque detecté algo artificial, casi aprendido, en aquel acento—, la verdad es que pensaba quedarme aquí.

—¡Ah, bueno! — exclamó Magda, intentando enmascarar un evidente acceso de satisfacción en una expresión de sorpresa que me pareció menos fingida de lo que habría resultado apropiado—. Puedes quedarte, claro.

—He venido en coche —aclaré—. Lo he aparcado abajo, al lado del bar. No hace falta que me acompañéis, bajo andando, son diez minutos.

—Espera un momento —me pidió Magda, y se volvió hacia Curro nuevamente—. ¿Puedes venir a buscarme al bar en la moto dentro de… digamos media hora? — él asintió con la cabeza, y ella se colgó de mi brazo—. Entonces voy yo contigo, Malena, me vendrá bien andar un poco, así bajo antes las chuletas.

Caminamos en silencio algunos metros, pero apenas dejamos de ser visibles para los ocupantes del patio, me apretó el brazo y dejó escapar una carcajada de puro placer.

—Es un cabrón, no creas… No me trata nada bien, pero en fin, no puedo reprochárselo, tiene veintinueve años, está claro que no voy a ser yo la mujer de su vida.

—Eso no importa —ella me interrogó con los ojos y me expliqué mejor—. Que se lo merezca o no, da lo mismo, que se porte como un hijo de puta o como todo un caballero es lo de menos. Lo importante es lo que te pase a ti. Y a ti te gusta, ¿no?

Entonces se detuvo en seco y me obligó a pararme con ella, y me cogió la cabeza con las dos manos, riendo como si yo hubiera dicho algo muy divertido, pero por primera vez desde que nos habíamos encontrado, parecía contenta, y yo sonreí con ella.

—¿Sabes lo más alucinante de todo esto? Que te hayas hecho tan mayor, Malena, que me digas estas cosas, tú, que esta mañana todavía tenías once años, por más que Tomás me hubiera dado tantas noticias de ti, y por más que me las diera tu padre, para mí, en el fondo, seguías teniendo once años, como la última vez que te vi. Siempre supuse que si volvíamos a encontrarnos, seguiríamos entendiéndonos, nos queríamos demasiado para que sucediera lo contrario, pero ahora te escucho hablar y no me lo creo, en serio.

Seguimos andando, más despacio, frenando acompasadamente nuestra marcha mientras la inclinación del sendero se asemejaba cada vez más al perfil de un tobogán. Era agradable caminar cuesta abajo, sintiendo en la espalda la delgadez del viento de verano, mientras se olía el mar y apenas se veía nada.

—¿Por qué no te casaste nunca, Magda?

—¿Yo? — dijo, de carcajada en carcajada—. ¿Y con quién? Los que querían casarse conmigo siempre me parecieron unos gilipollas, y los que partían el bacalao no iban buscando precisamente una mujer como yo para casarse. Luego me casé con Dios. ¿Dónde iba a encontrar un partido mejor? Además, no me gustan los niños. Pude tener uno, una vez, y desde hace algunos años, a veces me da por pensar que renunciar a él fue un error, pero ni siquiera ahora, cuando ya no hay remedio, estoy segura de eso. Yo no hubiera sido una buena madre.

—Sí que lo hubieras sido —protesté—. Para mí lo fuiste.

—No, Malena, no es lo mismo. ¿Tú has abortado alguna vez?

—No, pero cuando me quedé embarazada estuve a punto. Lo pensé muchas veces, llegué a pedir el teléfono de un par de clínicas. Yo tampoco soy una buena madre, Magda, lo sabía desde antes de empezar.

—Seguramente tu hijo no opina lo mismo.

—¿Por qué dices eso?

—Porque lo tuviste, Malena, tú lo elegiste, como yo te elegí a ti, y cuando sea mayor dirá lo mismo que me has dicho tú hace un momento. Pero yo no lo tuve, por eso no hubiera sido una buena madre. Parece una tontería, pero es la verdad, y todo es mejor así.

—Bueno —dije, y seguí hablando sin detenerme a analizar lo que decía—. Puedes ser la abuela de mi hijo.

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