Ella se echó a reír y me arrepentí de haber lanzado una oferta tan torpe.
—Lo siento, Magda, no quería decir eso.
—¿Por qué? — me interrumpió—. Tengo una amiga en el pueblo, una tía muy graciosa, te gustará, está como una chota, bueno, no mucho peor que yo, la verdad… Se llama Maribel y es de Valencia, pero ya vivía aquí cuando yo llegué, fue una de las primeras personas que conocí, y nos caímos bien desde el principio. Hace tres años su hija murió de sida, era yonqui, y ella se trajo a su nieta, una niña de siete años que se llamaba Zoé, con mucho acento en la é, hasta que su abuela le cambió el nombre. Ahora todos la llamamos María y ella está mucho más contenta, porque los otros niños no se ríen de ella en el colegio. Salimos mucho juntas, vamos a la playa, a comer al campo, a Almería, y casi siempre llevamos a María con nosotras, y si quieres que te diga la verdad, Maribel me da un poco de envidia, y si no te lo crees, pregúntaselo a ella. Me apetece mucho más ser abuela que madre, y tengo edad de sobra para eso. Mimar a un niño, malcriarle, dejarle trasnochar y ver películas no toleradas, animarle a comer salmón ahumado, llenarle la cabeza de ideas raras y subversivas, y ponerle de vez en cuando a sus padres a parir, me parece mucho más divertido que educarlo, te lo digo en serio. ¿Qué tal se lleva con tu madre?
—Bien, aunque la ve mucho menos que su prima, claro, que vive con ella. Y luego, la verdad… —sonreí—, mi madre tiene un concepto muy diferente del tuyo en lo de ser abuela, en realidad es mucho más rígida que yo, se pasa la vida regañándome porque no sé imponerle una disciplina. A mí me da igual que un día no se bañe, ¿sabes?, o que cene cada noche a una hora, y aunque le meto pronto en la cama para que me deje tranquila, si protesta porque no tiene sueño, le dejo estar con la luz encendida, leyendo, y nunca le digo nada cuando habla solo. Ella no entiende esas cosas, y mi hermana tampoco, pero si a mí no me gustan las acelgas, él también tiene derecho a que no le gusten, ¿no?, no le voy a obligar a comérselas para que las vomite diez minutos después, no sé, ese tipo de cosas…
—Yo las odiaba, Malena.
Se detuvo en medio del camino, y me miró, y yo la miré a ella renunciando a mis ojos, la miré con la memoria, y con el corazón, y con las tripas, hasta que un engrudo de emoción taponó mi garganta, porque me gustaba, y la quería, y la necesitaba, y habría necesitado tenerla a mi lado todos aquellos años para aceptar la desolación como un leve contratiempo, pero alguien me había robado su imagen, alguien había roto mi único espejo, y sus pedazos me habían traído muchos más que siete años de desgracias.
—Yo te quiero, Magda —dije a cambio. Ella se sentó en una piedra y siguió hablando.
—Las odiaba, por eso hice aquello, lo de meterme a monja, y porque estaba acorralada, claro, necesitaba largarme, tenía que largarme como fuera, y me habían acorralado, pero las odiaba, las odiaba por encima de todas las cosas.
Me senté a su lado y la escuché en silencio, sin interrumpirla ni una sola vez, porque escupir aquella historia parecía costarle demasiado. Hablaba a trompicones, atropellándose, comiéndose las pausas al principio, luego algunas sílabas, al final ya palabras enteras, mientras yo la escuchaba y le apretaba la mano de vez en cuando, para que comprendiera que nada de lo que hubiera podido hacer en el pasado, antes o después del convento, podría jamás cambiar nada de lo que ella misma había sembrado dentro de mí.
—Fue tu madre, y yo se lo dije, se lo pedí por favor, mira, Reina, nada de lo que hagas va a cambiar las cosas, así que no hagas nada, será lo mejor, eso le dije, pero no necesité más que mirarla para comprender que por mucho que hablara no lograría convencerla, porque había vuelto a ser una estampita, igual que aquella noche, una estampita idéntica pero mucho más peligrosa porque ahora ya ni siquiera necesitaba rezar para que yo la reconociera, ¿y mi conciencia?, me dijo, retorciéndose las manos, los ojos cubiertos con un velo gris, es una cuestión de conciencia, igual que aquel otro hijo de puta, a él también le pedí que no dijera nada, ése fue mi error, seguramente, no tendría que haberle pedido nada porque le conocía de sobra, todos los esbirros de mi madre eran iguales, no tendría que haber ido, podría haber elegido a cualquier otro médico, había millones, ¿sabe para lo que sirve lo que lleva implantado en el útero?, me preguntó, el muy gilipollas, claro que lo sé, le dije, ¿o es que tengo cara de imbécil?, pues no le ha servido de nada, me dijo, como si se alegrara, está partido por la mitad pero ésa no es la causa de sus molestias, y me miraba todo el rato con una sonrisa de oreja a oreja, como diciéndome, ya sabes, guapa, el crimen siempre se paga, me cago en sus muertos, Pereira se llamaba, no se me olvidará en la vida, todavía puedo verle, ya sé que su situación es un tanto delicada, me dijo, porque, que yo sepa, usted no está casada, entonces le pedí que no dijera nada, mencioné el código hipocrático, el secreto profesional, todas esas cosas, hablé y hablé con él, como una mema, y al final me topé con lo mismo, ¿y mi conciencia?, me preguntó, usted no debe olvidar que los médicos también tenemos conciencia, qué hijo de puta, qué coño le importaría a él todo aquello, eso es lo que me gustaría saber a mí, y sin embargo él no fue el peor, él no, porque podría haber llamado a mi madre, pero se limitó a mencionarlo delante de la tuya, que estaba esperándome en la salita, y fue tu madre, Malena, fue tu madre la que… ¿De quién es?, me preguntó, eso era lo único que le importaba, de quién era, eso da lo mismo, le contesté, pero ella siguió machacando, una vez y otra, tienes que decirme de quién es, de quién es, de quién es, y pude haberle dicho otra cosa, fíjate, es que estuve a punto, pude haber sonreído, haber parpadeado un par de veces, y haberle dicho con cara de modestia, con voz tierna y susurrante, es de tu marido, querida, ¿sabes?, casi como si fuera tuyo, pero no lo hice, claro, porque creí que ella jamás se merecería una cosa así, y ahora, con todo lo que ha pasado, volvería a estar a punto y volvería a callarme, porque tu madre volvería a darme pena por adelantado, que eso es lo que pasa con las estampas, maldita sea, y además, el niño podía ser de Jaime o no, podía tener tres padres distintos, cómo iba yo a adivinar cuándo cojones se había roto el cacharro ese, vete tú a saber, y no tenía ninguna gana de calcularlo… Eso es lo que le dije a papá, que yo no podía tener un niño que había concebido por puro azar, sin saber ni siquiera quién era su padre, pero él no me lo perdonó, podríamos haberlo criado en Almansilla, decía todo el rato, tendrías que habérmelo contado antes, eso fue lo que más le dolió, que no se lo hubiera contado, que mi madre lo hubiera sabido antes que él, que me hubiera marchado a Londres sin decirle nada, eso fue lo que más le dolió, porque les había dado un arma que utilizar contra él y mi madre la usó hasta la exasperación, ni siquiera la puta de tu padre ha hecho jamás una cosa así, me dijo a gritos cuando volví, ni siquiera ella, ¿me oyes?, y él también lo oyó, tuvo que oírlo, y no podía comprenderlo, porque eso era verdad, Teófila había tenido todos sus hijos, y los había criado en condiciones mucho peores que las mías, pero es que Teófila también era una santa, una santa a su manera, y yo no… Mi padre jamás pudo comprenderlo, se fue a Cáceres y allí se quedó seis meses seguidos, pero consintió que mi madre me cortara las alas, ni un duro, me dijo, ni un duro, ¿me oyes?, ni un duro, y me quedé sin un duro, así, sin más, de la noche a la mañana, me bloqueó la cuenta corriente, me suspendió la asignación, y borró mi nombre de todo lo que poseía en aquel momento, que era suyo, suyo y de mi padre, claro, que no hizo nada por impedirlo, y no me echó de casa porque habría disfrutado menos, prefería tenerme allí, encerrada en mi cuarto, sin saber qué hacer para matar el tiempo, porque yo ya había cumplido treinta y cuatro años y no sabía vivir sin dinero, sin el dinero que me había llovido del cielo toda la vida, dinero para viajar, para irme de juerga, para comprarme ropa, para divertirme en definitiva, lo único que tenía que hacer era estirar la mano y caía solo, un montón de dinero, hasta que ella cortó el grifo, y yo no sabía qué hacer… Hasta aquí, la historia va bien, puedes comprenderla, puedes ir conmigo, ponerte de mi parte, pero a partir de ahora te será más difícil, te lo advierto, y no te va a quedar más remedio que tomarlo tal y como es, porque yo podría haber tomado una decisión digna, podría haberme puesto a trabajar, haberme ido de casa, haberme buscado la vida como se la busca todo el mundo, eso es lo que debería haber hecho en lugar de seguir allí, tragando, contemplando cómo se santiguaba mi madre cada vez que se cruzaba conmigo en el pasillo, asistiendo a su triunfo sobre mí y sobre mi padre, que entre todos sus hijos, sólo había conseguido seducir a una criminal congénita como yo, tendría que haberme ido pero no lo hice, porque no me apetecía nada hacerlo, no me apetecía trabajar, ni ganarme la vida, ni convertirme en una mujer normal, darle la vuelta al abrigo cada dos años y pedir prestado para llegar a fin de mes, no es que me pareciera deshonroso, es que, sencillamente, esa vida no era para mí, yo no habría sabido ser pobre, porque nunca fui mejor, sino peor que tu padre… Cásate por interés, me aconsejó él, que fue casi el único amigo que logré conservar en los pésimos tiempos, yo lo hice y me ha ido bien, y no me pareció una mala idea, pero no fui capaz de encontrar un candidato, y entonces Tomás me dio la gran noticia, él se había enterado por nuestro cuñado, el marido de María, que trabajaba en el Ayuntamiento de Almansilla, mi madre estaba arreglando papeles para venderlo todo, tierras, fincas, casas, todas sus posesiones, y legarnos el dinero en vida, porque quería evitar a toda costa que ni una sola peseta de su patrimonio pudiera ir a parar a manos de cualquiera de los hijos de Teófila, y no se fiaba del testamento de mi padre… Entonces fue cuando empecé a verlo claro, mi madre, mira tú por dónde, iba a arreglarme a mí la vida, su dinero iba a sacarme a mí, precisamente a mí, las castañas del fuego, y tuve la gran crisis de conciencia, estuve una semana encerrada en mi cuarto, metida en la cama, haciendo que lloraba todo el tiempo, sin querer comer, suspirando de día y de noche, y cuando salí, le pedí dinero para ir al peluquero, y me corté el pelo, me lo rapé como un quinto, y al volver, me tiré a sus pies y le supliqué que me perdonara, le dije que los remordimientos no me dejaban vivir, que me estaba muriendo de pena y de arrepentimiento, que mi vida se estaba convirtiendo en una pesadilla, que levantarme por las mañanas carecía de sentido para mí, que tenía que encontrar una salida para mi vida y que tenía que ayudarme, porque ella era la única que podía ayudarme, liberarme de la infrahumana carga de mi culpa… No me costó ningún trabajo convencerla, tiene gracia, y yo ya pensaba en el convento, la verdad es que pensaba en eso desde el principio, pero la que lo dijo en voz alta fue ella, ella, manda cojones, y entonces sí que volvió mi padre, y volvió corriendo porque él no se creía nada, nunca se lo creyó, ¿qué estás haciendo, Magda?, me dijo, ¿te has vuelto loca o qué?, y si en ese momento yo hubiera recurrido a él, si le hubiera contado la verdad, él me habría ayudado, lo sé, estoy segura de que se habría puesto de mi parte, pero no lo hice porque no me apetecía arreglar las cosas por las buenas, todo lo contrario, yo quería vengarme, terminar con ellas para siempre, borrar de mi futuro hasta el recuerdo de la sombra de su nombre, y por las buenas nunca lo habría conseguido, porque más tarde o más temprano, las cosas habrían vuelto a estar como antes, por eso no le conté la verdad a mi padre, y él no me creyó, no se lo creyó nunca, ni por un momento, y no me lo perdonaré en la vida, él no se merecía que yo le mintiera, y le mentí, no se merecía que le traicionara, y le traicioné… Tu padre también me dijo que era una locura, desde el principio, es sólo un año, Jaime, le decía yo, quizás menos de un año, y él me contestaba que un año era mucho, demasiado tiempo, que no lo aguantaría, que no valía la pena, que acabarían conmigo, pero yo estaba decidida a hacerlo, y lo hice, aunque casi no lo cuento, te lo juro, porque a los cuatro días ya estaba que me subía por las paredes, que no podía más de asco, y de rabia, y de aburrimiento, y me moría de ganas de coger la puerta y largarme, desheredada y todo, sin un duro nunca más, pero respirando… Yo creía que el odio era una pasión más fuerte, creía que era tan profunda como el amor, ¿no?, eso es lo que se dice siempre, y sin embargo no es cierto, o al menos yo no lo sentí así, quizás he amado demasiado, o quizás no las odiaba lo bastante, pero no podía extraer energía alguna de mi propia destrucción, como me pasó una vez, la única vez que he estado enamorada, y no sabía esperar, no podía verme a mí misma como la herramienta precisa e insensible de mi propio odio, no podía contemplar mi vida como un instrumento exclusivamente abocado a un fin, el amor hizo todo esto conmigo, pero el odio no, tal vez no odié lo bastante, el caso es que, de todas formas, me libré por un pelo… Mamá me anunció en Semana Santa que iba a heredarla en vida, y me sentí obligada a montar una pequeña función, a rechazar su dinero, a afirmarme en mi voto de pobreza, y cuando ella dijo que le parecía bien, yo creí que me daba algo, que me quedaba tiesa allí mismo creí, pero mi padre se negó en redondo, y eso que él no sabía nada, no tenía ni idea de mis planes, pero incluso entonces se las arregló para cuidar de mí, y no lo consintió, una cosa es que sea monja y otra cosa es que esté muerta, dijo, y al final heredé y aquí estoy… El día que me largué del convento, me sentí igual que si llevara una semana fumando opio sin parar, estaba a la vez excitada y atontada, despierta y dormida, nerviosa y tranquila, todo al mismo tiempo, tu padre se dio cuenta nada más verme y se echó a reír, hoy sí que pareces una novia, me dijo, él fue la última persona de la familia a la que vi en Madrid, me había ayudado mucho, desde el principio, había corrido muchos riesgos, él encontró esta casa, vino a verla y firmó en tu nombre para que pudiera comprarla, y cuando sentía que ya no podía más, le llamaba con cualquier excusa y él me hacía reír por teléfono durante horas enteras, por eso me dije que debería recompensarle, y además me apetecía hacerlo… Aquella mañana me fui derecha a verle, vistiendo el hábito todavía, y él adivinó mis intenciones al primer vistazo, así que ni siquiera tuve que proponérselo, él ya sabía que aquel día era el día, y que aquella hora era la hora, y sabía también que su otro… digamos proyecto, nunca se realizaría, que jamás podría hacerlo con su mujer y conmigo a la vez, por muchas veces que me lo propusiera, por muy pesado que se pusiera, por todas las trampas que me tendiera, él sabía que aquello no saldría nunca, y sabía de sobra por qué, y que tu madre, llegado el caso, acogotada contra la pared, y fíjate bien en lo que te estoy diciendo, Malena, él contaba con que tu madre, bajo amenazas y en último extremo, habría aceptado, pero yo no, a mí no habría logrado convencerme nunca, jamás, y si lo hubiera intentado en serio alguna vez, que no llegó a hacerlo ni en broma, aquella vez habría sido la última por los siglos de los siglos amén, y lo sabía, pero lo del hábito, que a él le hacía tanta ilusión, a mí me daba lo mismo, así que le concedí aquel capricho, el último, y lo último que hice en Madrid fue acostarme con tu padre vestida de monja, siendo monja todavía, y luego desaparecí… Al principio me sentía de puta madre, satisfecha y contenta, creía que todo había ido bien, hice amigos muy deprisa, tuve un par de novios de ocasión, me divertía, tenía dinero y me lo gastaba, eso era lo que había querido tener y eso tenía, aunque la venganza dejó muy pronto de alimentarme, porque nunca pude ver la cara de mi madre mientras leía la carta que le escribí, ni la cara de la tuya, e imaginar su vergüenza, el irreparable daño que mi último pecado había infligido en su reputación, nunca llegó a compensarme por todo lo que había pasado… Después, volví a mi padre, claro, a él también le escribí, una carta muy larga, se lo conté todo, todo lo que le podía contar sin estropear más las cosas, y él se quedó horrorizado, ¿qué hemos hecho contigo, hija mía?, me dijo por teléfono, y no quiso seguir, pero yo me di cuenta, aunque nunca quisiera decir más, y la primera vez que nos vimos, cuando pasamos juntos una semana, en Mojácar, me dijo que no quería hablar de aquello, pero se empeñó en describirme una por una todas las cosas que había hecho mal durante toda su vida, y aquélla fue su manera de reprocharme mis propios errores… El me sugirió la verdad, pero yo tardé todavía algún tiempo en comprender que en realidad no poseía nada, nada aparte de dinero, y no es que lo que había dejado atrás fuera gran cosa, era más bien que ya no había cosas, ni grandes ni pequeñas, delante de mí, sólo el mar, eso fue al menos lo que creí durante algún tiempo, hasta que me faltó valor para acudir a la última cita y comencé a soñar yo también sueños extraños, y desde entonces vivo en esa compañía, sueño cada noche los sueños de mi padre, y lo veo en Madrid, absolutamente solo, sin Pacita y sin mí, solo del todo, abriéndose la cabeza con un adoquín mientras sonríe, sentado en su despacho, rodeado de cadáveres, los de sus mujeres muertas y los de todos sus hijos, muertos también, menos Pacita y yo, que faltamos siempre, pero él vive aún, y llora, y se duele aunque no deja nunca de sonreír, y de vez en cuando me llama, Magda, ven, Magda, ven, dice, pero yo nunca aparezco, yo le veo, y me digo que tengo que ir pero no puedo moverme, ni siquiera sé dónde estoy, sólo sé que le veo y que tendría que ir hacia él, pero no voy, y él sigue llamándome, me llama todas las noches, casi todas.