—Enhorabuena —me respondió—. A medianoche vendrá el ermitaño a rezar en la capilla contigua; entonces bajaréis por esta escalerita y no dejaréis de encontrar vuestro aposento, cuya puerta dejaré abierta. No os quedéis aquí después de medianoche. El castellano se fue. Empecé a rezar y, de tiempo en tiempo, echaba un leño al fuego. Pero no me atrevía a pasear los ojos por la sala, pues los retratos parecían animarse. Si los miraba durante algunos instantes, se hubiese dicho que hacían guiños y torcían la boca, sobre todo los del senescal y su mujer, que estaban a cada lado de la chimenea. Me pareció que me lanzaban miradas llenas de amargura y que después se miraban el uno al otro. Una ráfaga aumentó mis terrores, pues no sólo hizo sacudir las ventanas sino que también agitó el haz de armas, que se entrechocaron estremeciéndome. Sin embargo, recé fervorosamente.
Por último oí salmodiar al ermitaño y, cuando éste hubo terminado, bajé por la escalera para llegar al aposento del castellano. Tenía en la mano el resto de una vela, pero el viento la apagó y subí para encenderla nuevamente. Cuál no sería mi sorpresa cuando vi al senescal y a su mujer que habían bajado de sus marcos y estaban sentados junto al fuego. Hablaban familiarmente, y podían oírse sus palabras:
—Amiga mía —decía el senescal—, ¿qué os parece el español que ha matado al comendador sin otorgarle confesión?
—Me parece —respondió el espectro femenino—, me parece, amigo mío, que ha cometido felonía y perversidad. Y yo, mi señor Taillefer, no dejaría partir al español del castillo sin arrojarle el guante.
Quedé aterrorizado y me precipité por la escalera; busqué la puerta del castellano y no pude encontrarla a ciegas. Tenía siempre en la mano mi candela apagada. Pensé en encenderla y me tranquilicé un poco; traté de persuadirme a mí mismo de que las dos figuras que había visto junto a la chimenea sólo existieron en mi imaginación. Volví a subir la escalera y, deteniéndome frente a la puerta de la «armería», observé que las dos figuras no estaban junto al fuego, como había creído verlas. Entré pues audazmente, pero apenas había dado algunos pasos cuando vi en el medio de la sala al señor Taillefer en guardia y presentándome la punta de su espada. Quise volver a la escalera, pero la puerta estaba ocupada por la figura de un escudero, que me arrojó un guantelete. No sabiendo qué hacer, me apoderé de una de las tantas espadas que formaban un haz de armas y caí sobre mi adversario. Me pareció haberlo partido en dos, pero inmediatamente recibí una estocada, debajo del corazón, que me quemó como lo hubiera hecho un hierro al rojo. Mi sangre inundó la sala y me desvanecí.
Me desperté por la mañana en el aposento del castellano. No viéndome llegar, se había provisto de agua bendita y había acudido a buscarme. Me había encontrado en el suelo, sin conocimiento, pero sin herida alguna. La que yo había creído recibir era un hechizo. El castellano no me hizo preguntas y me aconsejó que dejara el castillo. Partí y tomé el camino de España. Pasé ocho días en Bayona. Llegué un viernes y me alojé en un albergue. En medio de la noche me desperté sobresaltado y vi frente a mi lecho al señor Taillefer, que me amenazaba con su espada. Hice la señal de la cruz, y el espectro pareció deshacerse en humo. Pero sentí la misma estocada que había creído recibir en el castillo de Tête-Foulque. Me pareció que estaba bañado en sangre. Quise llamar y levantarme, pero una y otra cosa me fueron imposibles. Esta angustia indecible duró hasta el primer canto del gallo. Entonces me volví a dormir, pero al día siguiente estuve enfermo y en un lamentable estado. Tuve la misma visión todos los viernes. Las prácticas devotas no han podido librarme de ella. La melancolía me conducirá a la tumba, y allí descenderé antes de haber podido librarme de las potencias de Satán. Un resto de esperanza en la misericordia divina me sostiene aún y me permite soportar mis males. El comendador de Toralva era un hombre religioso. Aunque hubiese faltado a la religión batiéndose sin permitir a su adversario que pusiera orden en su conciencia, logré hacerle comprender que, si quería en realidad librarse de las obsesiones de Satán, debía visitar aquellos santos lugares a los que el pecador nunca va sin encontrar en ellos el consuelo de la gracia.
Toralva se dejó fácilmente persuadir. Hemos visitado juntos los santos lugares de España. Después hemos pasado a Italia. Hemos ido a Loreto y a Roma. El penitenciario mayor le ha dado, no sólo la absolución condicional, sino la general, y acompañada de la indulgencia papal. Toralva, completamente librado ya de su obsesión, se ha vuelto a Malta, y yo he venido a Salamanca.
El caballero de Toledo, que fue nombrado gran bailío y segundo prior de Castilla, abandonó Malta revestido de estos nuevos honores, y me convidó a que hiciera con él una excursión por toda Italia. Acepté de buena gana. Nos embarcamos para Nápoles, a donde llegamos sin novedad. Partir no habría sido sencillo si el amable Toledo se hubiese dejado retener con la misma facilidad con que se dejaba encadenar por las damas; pero poseía el arte supremo de abandonar a las bellas sin que éstas tuviesen el coraje de enojarse con él. Se despidió pues de sus amores de Nápoles para ensayar nuevas y sucesivas cadenas en Florencia, Milán, Venecia y Génova. Sólo al año siguiente llegamos a Madrid. Toledo, desde el día de su llegada, se hizo presente en la corte; después montó el más hermoso caballo de la cuadra de su hermano, el duque de Lerna, me facilitó otro no menos hermoso, y fuimos a mezclarnos con el grupo de caballeros que caracoleaban en el Prado junto a los coches de las damas.
Nos llamó la atención una soberbia carroza abierta, ocupada por dos damas de medio luto. Toledo reconoció en ella a la altiva duquesa de Ávila, y se apresuró a saludarla. La otra dama se volvió; Toledo no la conocía y quedó sorprendido por su belleza.
Esta desconocida no era otra que la hermosa duquesa de Sidonia, que acababa de abandonar su retiro para entrar nuevamente en el mundo: ella reconoció a su antiguo prisionero y se puso un dedo en los labios para recomendarme silencio. Después volvió los ojos hacia Toledo, que demostró en los suyos no sé qué expresión entre severa y tímida que yo no le había visto jamás junto a ninguna mujer. La duquesa de Sidonia había declarado que no se volvería a casar; la duquesa de Ávila que nunca se casaría: un caballero de Malta era precisamente el hombre cuyo trato les convenía alternar: le manifestaron simpatía, y Toledo respondió a sus primeros pasos con la mayor amabilidad del mundo. La duquesa de Sidonia, sin hacer ver que me conocía, supo hacerme aceptar por su amiga: así formamos una suerte de contradanza, que se encontraba siempre en medio del tumulto de las fiestas. Toledo, amado en su vida por centésima vez, amaba por primera vez. Yo intenté ofrecer mi respetuoso homenaje a la duquesa de Ávila. Pero antes de hablaros de mis relaciones con esta dama, debo deciros algunas palabras acerca de la situación en que se hallaba por entonces.
El duque de Ávila, su padre, había muerto mientras nosotros estábamos en Malta. El fin de un ambicioso, causa siempre un gran efecto entre los hombres: es una gran caída, y quedan por ello sorprendidos y conmovidos. En Madrid se recordó a la infanta Beatriz y a su unión secreta con el duque; volvió a hablarse de un hijo, sobre el cual descansaban los destinos de aquella casa. Se esperaba que el testamento del difunto sacaría a los curiosos de su expectativa. La espera fue infundada: el testamento nada aclaró. En la corte no se habló más del asunto, pero la altiva duquesa de Ávila volvió a frecuentar el mundo más orgullosa, más desdeñosa y más alejada del matrimonio de lo que siempre estuvo. Pertenezco a una muy buena familia. Sin embargo, dadas las ideas de España, ninguna especie de igualdad podía existir entre la duquesa y yo; si se dignaba aceptar que me acercara a ella, sólo podía ser a título de protegido a cuya fortuna quería contribuir. Toledo era el caballero de la dulce Sidonia; yo era como el escudero de su amiga. Esta servidumbre no me disgustaba: sin traicionar mi pasión, yo podía adelantarme a los deseos de Beatriz, ejecutar sus órdenes y consagrarme a cumplir todos sus caprichos. Mientras servía a mi soberana, me cuidaba de que ninguna palabra, ninguna mirada, ningún suspiro traicionasen los sentimientos de mi corazón. El temor de ofender y, más aún, el de ser excluido de su trato me daban la fuerza suficiente para contener mi pasión. Durante el curso de aquella dulce esclavitud, la duquesa de Sidonia no dejó pasar ninguna oportunidad de hacerme valer ante los ojos de su amiga; pero los favores que obtenía para mí llegaban, a lo sumo, a alguna sonrisa afable que sólo expresaba protección. Todo esto duró más de un año: yo veía a la duquesa en la iglesia, en el Prado; recibía órdenes de ella para el empleo del día, pero no iba a su casa. Una vez me hizo llamar: estaba rodeada por sus servidoras y trabajaba a la par de ellas. Me hizo sentar y me dijo con expresión altiva:
—Señor Avadoro, haría poco honor a mi sangre si no empleara el crédito de mi familia para recompensar las atenciones que me dispensáis todos los días; mi tío Sorrento me lo ha observado él mismo y os ofrece el título de coronel en el regimiento que lleva su nombre. ¿Le haríais el honor de aceptar? Reflexionad sobre ello.
—Señora —le respondí—, he unido mi suerte a la del amable Toledo y sólo acepto los beneficios que él obtenga para mí. La más dulce recompensa a las atenciones que tengo la dicha de dispensaros todos los días, es que me permitáis continuarlas. La duquesa no respondió. Inclinando levemente la cabeza, me hizo señas de retirarme.
Ocho días después, la altiva duquesa me llamó nuevamente. Me recibió como la primera vez y me dijo:
—Señor Avadoro, no puedo soportar que pretendáis emular en generosidad a los Ávila, los Sorrento y a todos los grandes cuya sangre corre por mis venas; quiero haceros nuevas proposiciones, que favorecerán vuestra suerte; un gentilhombre, cuya familia nos está muy apegada, ha hecho una gran fortuna en México; sólo tiene una hija, cuya dote es de un millón…
No dejé a la duquesa terminar su frase y, levantándome con cierta indignación, le dije:
—Señora, aunque la sangre de los Ávila y los Sorrento no corre por mis venas, el corazón que éstas alimentan está colocado demasiado arriba para que un millón pueda alcanzarlo.
Iba a retirarme cuando la duquesa me pidió que me volviera a sentar; en seguida ordenó a sus servidoras que pasaran al aposento contiguo y dejaran la puerta abierta. Después me dijo:
—Señor Avadoro, no me queda sino ofreceros una sola recompensa, y vuestro celo por mis intereses me hace esperar que no la rechazaréis: es la de hacerme un servicio esencial.
—En efecto —le respondí—, la dicha de serviros es la única recompensa que os pediré por mis servicios.
—Acercaos —me dijo la duquesa—, porque podrían oírnos del otro aposento. Avadoro, sabéis sin duda que mi padre ha sido, en secreto, el esposo de la infanta Beatriz, y quizá os hayan dicho, en gran secreto, que había tenido de ella un hijo; efectivamente, mi padre hizo correr este rumor, pero fue para desorientar mejor a los cortesanos. La verdad es que tuvieron una hija, y que vive aún; la han educado en un convento cerca de Madrid; mi padre, al morir, me reveló el secreto de su nacimiento, que ella misma ignora; me explicó también los proyectos que había hecho para ella; pero su muerte lo ha destruido todo. Hoy sería imposible reanudar el hilo de las ambiciosas intrigas que había urdido a ese respecto; sería imposible, creo, obtener la completa legitimación de mi hermana, y la primera gestión que hiciéramos traería consigo, quizá, la eterna reclusión de esta infortunada. Yo he ido a verla: Leonor es una buena muchacha, sencilla, alegre, y he sentido por ella una verdadera ternura; pero tanto ha dicho la abadesa que se parecía a mí, que no me he atrevido a volver. Sin embargo, me he declarado su protectora, y he dejado a entender que era ella uno de los frutos de los innumerables amores que mi padre tuvo en su juventud. Desde hace poco, la corte ha pedido al convento informaciones que me inquietan, y he resuelto que mi hermana venga a Madrid. Tengo, en la calle del Retiro, una casa de apariencia modesta: he hecho alquilar la casa de enfrente; os ruego que os alojéis allí y vigiléis el depósito que os confío: aquí tenéis la dirección de vuestro nuevo alojamiento, y aquí una carta que presentaréis a la abadesa de las ursulinas del Peñón; iréis con cuatro hombres a caballo y un coche con dos mulas; una dueña vendrá con mi hermana y permanecerá junto a ella. Trataréis solamente con la dueña. No tendréis entrada en la casa: la reputación de la hija de mi padre y de una infanta debe ser intachable. Después de haber hablado así, la duquesa hizo esa leve inclinación de cabeza que en ella era siempre señal de que me retirara; la dejé, pues, y fui a ver mi nueva morada. Era cómoda y estaba bien amueblada: dejé en ella a dos criados fieles, y guardé mi alojamiento en casa de Toledo.
Después visité la casa de Leonor: había dos mujeres destinadas a servirla y un antiguo criado de la casa de Ávila, que no usaba librea. La casa estaba abundante y elegantemente provista de todo lo que es necesario a una familia burguesa. Al otro día, acompañado por cuatro jinetes, fui al convento del Peñón. Me introdujeron en el locutorio de la abadesa. Leyó mi carta, sonrió y suspiró.
—¡Jesús! —dijo—. Muchos pecados se cometen en el mundo: me felicito de haberlo abandonado. Por ejemplo, señor caballero, la señorita que venís a buscar se parece a la duquesa de Ávila. Más no se parecerían dos imágenes del niño Dios. ¿Y quiénes son los padres de la señorita? Nada se sabe. El difunto duque de Ávila, Dios tenga su alma en la santa…
Es probable que la abadesa no hubiera concluido tan pronto su charla, pero le hice presente que tenía prisa en acabar mi misión. La abadesa sacudió la cabeza, profirió varios ¡Ay! y después me dijo que fuera a hablar con la hermana tornera. Lo hice: la puerta del claustro se abrió; de él salieron dos damas veladas de igual manera; subieron al coche sin decirme una palabra; monté a caballo y las seguí en silencio. Cuando llegamos cerca de Madrid, tomé la delantera y recibí a las damas a la puerta de su alojamiento; yo fui a la casa de enfrente, desde la cual las vi tomar posesión de la suya. Por la noche, fui a visitar a la duquesa y le di cuentas de mi cometido.
—Señor Avadoro —me dijo—, Leonor está destinada al matrimonio. De acuerdo con nuestras costumbres, no podéis ser admitido en su casa; sin embargo, le diré a la dueña que deje abierta una celosía del lado que da a vuestras ventanas; pero exijo que vuestras celosías estén cerradas. Debéis darme cuenta de qué hace Leonor. Sería peligroso para ella conoceros, sobre todo si sentís por el matrimonio el alejamiento que me habéis demostrado los otros días.