A mi regreso de Italia, había vuelto yo a vivir en casa de Toledo; pero continuaba manteniendo la casa que tenía en la calle del Retiro. Allí iba a dormir uno de mis criados que se llamaba Ambrosio. La casa de enfrente, que era aquella en que me había casado, pertenecía a la duquesa. Estaba cerrada, y nadie vivía en ella. Una mañana, Ambrosio vino a pedirme que lo reemplazara por otro criado, sobre todo por alguien valiente, dado que después de medianoche no pasaba nada bueno, ni en mi casa ni en la de enfrente. Quise hacerme explicar de qué naturaleza eran las apariciones que inspiraban temor a Ambrosio. Éste me confesó que el temor mismo le había impedido discernirlas; además, estaba decidido a no acostarse más en la casa de la calle del Retiro, ni solo ni acompañado. Estas palabras despertaron mi curiosidad. Esa misma noche decidí tentar la aventura. La casa contenía aún algunos muebles. Me trasladé a ella después de cenar. Hice acostar a un lacayo en la escalera y ocupé el aposento que daba a la calle y quedaba enfrente de la antigua casa de Leonor. Tomé algunas tazas de café para no dormirme y oí dar las doce. Ambrosio me había dicho que ésa era la hora del aparecido. Para que nada lo espantara, apagué mi bujía. Muy pronto vi luz en la casa de enfrente. Pasaba de un cuarto y de un piso al otro; las celosías me impedían ver de dónde provenía la luz. Al día siguiente le hice pedir a la duquesa las llaves de la casa y me trasladé a ella. La encontré completamente vacía y tuve la certeza de que no estaba habitada. Arranqué una celosía de cada piso y después fui a ocuparme de mis asuntos.
A la noche siguiente volví a ocupar mi puesto y, cuando dieron las doce, vi la misma luz. Pero esta vez supe de dónde provenía. Una mujer, vestida de blanco y con una lámpara en la mano, atravesó lentamente todos los cuartos del primer piso, pasó al segundo y desapareció. La lámpara la iluminaba demasiado débilmente para que yo pudiese distinguir sus rasgos, pero por su rubia cabellera reconocí en ella a Leonor. A la mañana siguiente, muy temprano, fui a ver a la duquesa. No la encontré; me hice conducir a donde estaba el niño. Había agitación e inquietud entre las criadas. Al principio, no quisieron explicarme nada. Por último la nodriza me dijo que una mujer, vestida de blanco, había entrado durante la noche, con una lámpara en la mano, que había mirado largo rato al niño, lo había bendecido y se había ido.
Volvió la duquesa. Me hizo llamar y me dijo:
—Tengo razones para desear que vuestro hijo no esté más aquí. He dado órdenes para que se prepare para él la casa de la calle del Retiro: allí vivirá con su nodriza y la mujer que pasa por ser su madre. También os propondría vivir con él, pero podría traer inconvenientes.
Le contesté que conservaría la casa de enfrente, donde algunas veces dormiría. Nos conformamos a las disposiciones de la duquesa. Di orden para que el niño durmiera en el cuarto que daba a la calle y para que no se colocara de nuevo la celosía.
Dieron las doce. Me aposté en la ventana. Vi, en el cuarto de enfrente, al niño y a la nodriza dormidos. La mujer, vestida de blanco, apareció con la lámpara en la mano. Se acercó a la cuna, miró largo rato al niño y lo bendijo. Después se llegó a la ventana y miró largo rato hacia mi casa. Después salió del cuarto y vi luz en el segundo piso. Por último la misma mujer apareció en el techo, y caminó rápidamente por la cornisa; de allí pasó a una casa vecina y desapareció.
Quedé desconcertado, lo confieso. Dormí poco; al día siguiente esperé la medianoche con impaciencia. Dieron las doce; fui hasta la ventana. Muy pronto vi entrar, no a la mujer vestida de blanco, sino a una especie de enano que tenía el rostro azulado, una pierna de palo, y una linterna en la mano. Se aproximó al niño, lo miró atentamente; después fue hasta la ventana, se sentó sobre ella, con las piernas cruzadas, y me observó largo rato. Después saltó desde la ventana hasta la calle, o, mejor dicho, pareció resbalar hasta ella y vino a llamar a mi puerta. Desde la ventana le pregunté quién era. En vez de responderme, me ordenó:
—Juan Avadoro, busca tu capa y tu espada y ven conmigo.
Hice lo que me decía, bajé a la calle y vi al enano a una veintena de pasos, cojeando sobre su pierna de madera y mostrándome el camino con su linterna. Después de haber andado unos cien pasos, tomó a la izquierda y me condujo a un barrio desierto que se extiende entre la calle del Retiro y el Manzanares. Pasamos bajo una bóveda y entramos en un patio con algunos árboles. En el extremo del patio había una pequeña fachada gótica que parecía ser el portal de una iglesia. De allí salió la mujer vestida de blanco. El enano iluminó mi rostro con su linterna.
—¡Es él —exclamó ella—, es él mismo, esposo mío, mi querido esposo!
—Señora —le dije—, os creía muerta.
—¡Estoy viva!
Y, efectivamente, era ella. La reconocí por el sonido de su voz y, más aún, por el ardor de sus legítimos transportes. Su agitación no me dejó tiempo para hacerle preguntas sobre lo que había de maravilloso en nuestra situación. Leonor se escapó de mis brazos y se perdió en la oscuridad. El enano cojo me ofreció el auxilio de su pequeña linterna. Lo seguí a través de ruinas y de barrios completamente desiertos. De pronto se apagó la linterna. El enano, a quien llamé, no respondió a mis gritos; la noche era completamente oscura. Tomé el partido de tenderme por tierra y esperar de tal modo el día. Me dormí. Cuando desperté, era completamente de día. Estaba acostado junto a una urna de mármol negro. Leí en ella, en letras de oro: Leonor Avadoro. En suma, estaba junto a la tumba de mi mujer. Recordé entonces los acontecimientos de la noche y su recuerdo me turbó. Desde hacía mucho que no me había acercado al tribunal de la penitencia. Fui a los teatinos y pregunté por mi tío abuelo, el padre jerónimo. Estaba enfermo. Se presentó otro confesor. Le pregunté si era posible que los demonios revistiesen formas humanas.
—Sin duda —me dijo—, los súcubos son mencionados formalmente en la Suma de Santo Tomás, y es un caso reservado. Cuando un hombre deja pasar mucho tiempo sin participar de los sacramentos, los demonios adquieren sobre él cierto imperio. Se hacen ver con los rasgos de una mujer y lo inducen en tentación. Si creéis, hijo mío, haber sucumbido a súcubos, recurrid al gran penitenciario. Daos prisa. No perdáis el tiempo.
Respondí que me había ocurrido una singular aventura, en la cual me habían engañado meras ilusiones. Le pedí permiso para interrumpir mi confesión. Fui a casa de Toledo. Me dijo que me llevaría a cenar a casa de la duquesa de Ávila, y que allí encontraría también a la duquesa Sidonia. Le parecí preocupado y me preguntó el motivo. Yo estaba efectivamente soñador y no podía fijar mis ideas en nada razonable. Durante la cena con las duquesas me mostré triste; pero su alegría era tan viva, y Toledo respondía tan bien a ella, que terminé por compartirla.
Durante la cena, observé señales de inteligencia y risas que parecían relacionarse conmigo. Nos levantamos de la mesa y mis compañeros, en vez de dirigirse a la sala, tomaron el camino de los departamentos interiores. Cuando estuvimos allí, Toledo cerró la puerta con llave y me dijo:
—Ilustre caballero de Calatrava, poneos de rodillas ante la duquesa. Es vuestra mujer desde hace un año. No vayáis a decirnos que lo sospechabais. Quizá lo adivinarán las personas a quienes contaréis vuestra historia, pero el gran arte es impedir que la sospecha nazca. En realidad, los misterios del ambicioso Ávila nos han beneficiado. Tenía de verdad un hijo que pensaba hacer reconocer. Ese hijo murió, y entonces exigió de su hija que no se casara para que sus feudos volviesen a los Sorrento, que son una rama de los Ávila. La altivez de la duquesa le hacía desear no darse ningún señor. Pero, después de nuestra vuelta de Malta, esta altivez no sabía bien qué objeto tenía y corría el peligro de arrastrarla a un gran naufragio. Felizmente, la duquesa de Ávila tiene una amiga, que también es la vuestra, mi querido Ávadoro. Como goza de su absoluta confianza, nos hemos concertado para salvar intereses que nos son preciosos. Inventamos entonces una Leonor, hija del duque y de la infanta, que no era sino la duquesa, tocada con una peluca rubia y con ligeros afeites. Pero vos no pensasteis en reconocer a vuestra altiva soberana en la candorosa pupila de las carmelitas. He asistido a algunos ensayos de ese papel, y os aseguro que también habría sucumbido al engaño. La duquesa, viendo que rechazabais los más brillantes partidos por el solo deseo de permanecer unido a ella, se decidió a casarse con vos. Estáis casado ante Dios y la Iglesia, pero no ante los hombres, o a lo menos buscaríais en vano las pruebas de vuestro matrimonio. Pero la duquesa no falta nunca a los compromisos contraídos. Estabais pues casados, y la consecuencia fue que la duquesa tuvo que ir a pasar algunos meses a sus tierras para sustraerse a las miradas de los curiosos. Busqueros acababa de llegar a Madrid. Lo puse sobre vuestra pista y, con el pretexto de desconcertar al hurón, hicimos partir a Leonor a la campiña. Después convinimos en haceros partir a Nápoles, porque ya no sabíamos qué deciros a propósito de Leonor, y la duquesa no quería hacerse reconocer ante vos hasta que una prueba viva de vuestros amores aumentara los derechos que tenéis sobre ella. Aquí, mi querido Avadoro, imploro que me perdonéis. He hundido el puñal en vuestro pecho al anunciaros la muerte de una persona que no ha existido jamás. Pero vuestra sensibilidad no ha sido inútil. La duquesa está conmovida de pensar que la habéis amado tan perfectamente bajo dos formas tan diferentes. Desde hace ocho días, arde por declararse a vos. También aquí la culpa es mía: me obstiné en hacer volver a Leonor del otro mundo. La duquesa ha tenido a bien representar el papel de la mujer vestida de blanco, pero no es ella quien ha corrido tan ágilmente por la cornisa de la casa vecina: esa Leonor no era sino un pequeño deshollinador disfrazado.
El mismo chiquillo ha reaparecido la noche siguiente, disfrazado de diablo cojuelo. Se ha sentado en la ventana y se ha deslizado a la calle por una cuerda atada con anticipación. Ignoro lo que sucedió en el patio del viejo convento de las carmelitas; pero esta mañana os he hecho seguir y sé que os habéis confesado largamente. No me gusta tener que habérmelas con la Iglesia, y temo las consecuencias de una broma que llevaríamos demasiado lejos. No me he opuesto, pues, a los deseos de la duquesa, y hoy hemos decidido confesaros toda la verdad.
Tal fue, poco más o menos, el discurso del amable Toledo. Pero yo no lo escuchaba: estaba a los pies de Beatriz. Una amable confusión se pintaba en sus rasgos. Expresaba la plena confesión de su derrota. Mi victoria no tenía y no tuvo nunca más que dos testigos: no por ello me fue menos cara.
JAN POTOCKI, El conde Jan Potocki (Pików, 1761; Uladawka, 1815) recibió una sólida educación, ampliada a lo largo de los años. Viajero incansable, escribió un sinfín de tratados sobre diversos países que, sin duda, contribuyeron a crear el imaginario que puebla su obra principal y más conocida, Manuscrito encontrado en Zaragoza. Otras obras serán Viaje a Turquía y Egipto (1789 y Viaje al Imperio de Marruecos (1792). Se suicidó en 1815, utilizando una bala de plata que él mismo había fabricado.
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Va de suyo que «por la primera parte de mi historia» se alude aquí a las Diez jornadas de la vida de Alfonso van Worden, es decir, a las jornadas 1 a 10 y a la jornada 14 de la obra completa.
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