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Authors: Christian Cameron

Tags: #Novela histórica

Maratón (7 page)

BOOK: Maratón
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Yo me encogí de hombros.

—Si luchas, acabas matando —le dije.

El otro estaba aterrorizado. No era ciudadano, y el castigo que le esperaba por su delito serían los trabajos forzados en las minas de plata hasta la muerte. Y tampoco era valiente. Pero lo único que sabía era que algunos hombres y mujeres, todos embozados, habían pagado al titán para que me buscara y me matara. Les habían pagado al amanecer, en el bosquecillo de Pan.

No sabía más.

Lo miré, probé a hacerle algunas preguntas más, escuché sus lamentos… y le corté el cuello. Sófanes se quedó consternado. Me aparté para esquivar el flujo de la sangre, y di al propietario del burdel cinco dracmas más.

Este me hizo una seña de asentimiento con la cabeza, como de un depredador a otro.

Los dos muchachos a los que habían mandado para que me «protegieran» estaban mascullando incoherencias.

—Escuchad, mozos —les dije, asiéndolos de los brazos y sujetándolos—. Lo único que le esperaba era la esclavitud y trabajar hasta la muerte. ¿No es así? —les recalqué, mirando a uno y a otro—. Y ahora la única versión que se oirá será la nuestra. Es difícil pergeñar una mentira si no te queda ningún testigo vivo.

—¡Lo… has matado! —consiguió decir Glaucón, después de balbucir un poco.

—Él había intentado matarte a ti —le hice ver.

—Eso fue en el ardor del combate —dijo Sófanes—. Por Zeus Sóter, plateo, esto ha sido un asesinato. Es diferente.

—No lo es cuando has matado a tantos hombres como he matado yo —dije, encogiéndome de hombros—. Para consolarte, piensa que este era un meteco extranjero, seguramente un esclavo huido, y un hombre que no valía nada en absoluto. Ni siquiera era valiente.

Limpié mi cuchillo en el quitón del muerto, le eché un poco de aceite de oliva de mi
aryballos
para que no perdiera el brillo, lo envainé, y emprendí la subida por los escalones tallados en la roca.

Íbamos muy callados los tres, camino de mi juicio por asesinato. Yo estaba bastante convencido de que mis dos compañeros habían dejado de adorarme como a un héroe.

La justicia de Atenas es rápida. Aunque llegué con un poco de adelanto, la mayoría de los areopagitas estaban ya en la colina, y los últimos ancianos subían justo detrás de mí. Allí estaba Arístides. Tenía en un hombro una magulladura que no había tenido por la mañana.

—¿Han intentado matarte? —le dije en voz baja.

—Sí —dijo él—. ¿A ti también, supongo?

Le entregué las tablillas atravesadas por la daga. En toda la cumbre de la colina se volvieron las cabezas hacia nosotros.

Arístides se enfadó.

—Esto ya no es Atenas —exclamó—. ¿Esto qué es, una corte de medos? ¿Un montón de lidios remilgados? A este paso, acabaremos recurriendo al veneno —exclamó. Pero después se tranquilizó—. Esto te favorecerá. Lo haré pasar. Su simbolismo es tan claro, que parece un augurio: ¡la ley, atravesada por una daga!

Así pues, vi circular las tablillas de mano en mano, y los murmullos debieron de beneficiarme un poco.

Cuando comenzó el juicio, Arístides estaba tranquilo y enérgico. Permitidme una breve digresión: habréis observado que me movía por la ciudad sin gran dificultad. Podría haber huido. Pero no huí, claro está. Así eran las cosas por entonces: Atenas daba por supuesto que yo me presentaría en mi juicio, y yo me presenté.

En los juicios por asesinato, cada parte hace un discurso de un par de horas, medidas con una clepsidra. Primero habla la acusación, y después la defensa. Y el veredicto se pronuncia inmediatamente después de que la defensa termine de presentar su alegato. En Platea hacemos prácticamente lo mismo, aunque hace años que no celebramos un juicio por asesinato como es debido. Mi primo Simón prefirió suicidarse antes que presentarse ante el tribunal.

De modo que, mientras todos estábamos de pie bajo el sol ardiente, Cleito, de los alcmeónidas, empezó a pronunciar su discurso. No recuerdo todo lo que dijo, pero sí sé que me ponía en muy mal lugar y, al mismo tiempo, era absolutamente inexacto.

—Acuso a Arímnestos de Platea, el hombre que tenéis delante, del asesinato de mi primo Nepos. Nepos fue asesinado en el recinto de un santuario; asesinado vilmente, impíamente; estando desarmado, de pie ante los dioses, pronunciando una oración.

Cleito tenía buena voz.

Yo no podía hablar. Pero sí podía alzar los ojos al cielo. Y eso hice.

—Todos habéis oído hablar de este hombre, un pirata notorio, un hombre al servicio del cruel asesino Milcíades. Con Milcíades saqueó Naucratis. Con Milcíades atacó los barcos del Gran Rey, y los de nuestros aliados, en Éfeso y en otras partes, una y otra vez. Son hombres como este los que hacen caer sobre nuestra ciudad la justa ira del Gran Rey.

Y bien, en realidad yo no podía estar en desacuerdo con aquello, de modo que sonreí con simpatía.

—Pero no dejéis que la reputación que tiene de luchador este hombre os nuble la vista, caballeros. Miradlo. No es ningún Aquiles. Es un luchador formado en los pozos de la esclavitud; es un hombre desprovisto de
areté
y de magnanimidad. No es más que un matador. ¿Acaso ese ceño no es sino el de un destructor bestial? ¿En qué se distingue de un jabalí o de un león que mata a los hombres que cultivan nuestros campos?

»Este es un hombre criado en la esclavitud, y lo que posee ahora se lo ha robado a otros mejores que él; primero por medio de la piratería, y después robando abiertamente una finca en Platea. En Platea, nadie se atreve a plantarle cara, pues temen su ira. Pero aquí, en Atenas, somos hombres mejores, con leyes más fuertes.

Hubo más, mucho más. Dos horas de vilipendios detallados y falaces. Cleito no sabía nada de mí, salvo algunos detalles de Platea, muy adornados, y estaba claro de dónde los había sacado. Porque mi primo Simón, hijo de aquel otro Simón que se había ahorcado, estaba de pie cerca de Cleito, a su izquierda, con una expresión de odio gozoso estampada en el rostro.

Le miré a los ojos y le dediqué una expresión de indiferencia anodina.

Cuando Cleito hubo terminado de hablar, muchos de sus oyentes estaban dormidos. Al fin y al cabo, había repetido quince o veinte veces la acusación y los ataques contra mi reputación. Su arrogancia se apreciaba con demasiada claridad. Con Heráclito habría aprendido a hacerlo mejor. Una de las cosas que aprendíamos en Éfeso era a no molestar al jurado… y a no aburrirlo.

Por otra parte, en aquel jurado yo no tenía ningún amigo, y casi todos se aburrían simplemente porque ya habían tomado una decisión antes de que su sandalia pisara siquiera la roca resbaladiza de la justicia.

Acudieron unos esclavos que rellenaron la clepsidra. Me incliné hacia Arístides y le indiqué a Simón. Arístides lo miró y me hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

Arístides se puso de pie despacio. Caminó con elegancia hasta la tribuna de oradores y se volvió hacia mí. Nos miramos a los ojos durante unos largos momentos.

Después, se volvió hacia el jurado.

—Mi amigo Arímnestos no puede hablar hoy aquí, porque es forastero —dijo—. Pero, aunque su lengua no puede hablar, su lanza ha hablado alto y claro por Atenas; más alto y más claro que ninguno de vosotros, alcmeónidas. Si el hombre se midiera por sus obras más que por sus palabras, si el precio de la ciudadanía se valorara en hechos de armas, y no en cebada ni en aceite, él estaría aquí sentado hoy como juez, y ninguno de vosotros seríais dignos siquiera de ser
thetes
.

Ay. Una retórica poderosa; pero una manera bastante molesta de ganarse a un jurado.

Arístides se acercó a Cleito.

—¿Mantienes que mi amigo es un esclavo? ¿O algo así como un extranjero sin dinero?

Cleito se puso de pie.

—Lo mantengo.

Arístides sonrió.

—¿Y has recibido la demanda que te he presentado por el robo de un caballo y de una mujer?

—Los he tomado en fianza contra la indemnización que tenga que pagar —dijo Cleito.

—En otras palabras, tú mismo reconoces que mi amigo era
propietario
del caballo y de la esclava —dijo Arístides, y retrocedió, tal como hace el espadista que ha asestado una herida mortal y esquiva el chorro de sangre.

Cleito se sonrojó.

—¡Los habrá robado! —gritó; pero el arconte
basileus
lo señaló con su bastón.

—¡Silencio! —rugió—. ¡Tu tiempo ha terminado, y no te toca hablar!

Arístides se volvió hacia el jurado.

—Mi amigo es hijo de Tecnes, jefe de los corvaxos de Platea. Si mi amigo pudiera hablar, os contaría cómo fue asesinado su padre, por el padre de aquel hombre que está de pie junto a Cleito; y cómo aquel mismo hombre le arrebató su finca, y corno Arímnestos regresó más tarde, tras diez años de guerras (de guerras a favor de Atenas, puedo añadir) y se encontró con que sus enemigos se habían apoderado de su finca. Podría hablar de cómo la asamblea de Platea votó castigar al usurpador, al padre de ese hombre; y podría hablar de la falsedad de la demanda que se le acaba de presentar, unas acusaciones desprovistas de verdad. Si llamásemos por testigo a cualquier hombre de Platea, nos diría que mi amigo es dueño de una finca que renta trescientas medidas de cereal, aceite y vino.

Arístides había captado la atención del jurado.

—Pero todo esto no tiene importancia. Lo que sí tiene importancia es sencillo. Mi amigo no mató al inútil del primo de Cleito. La verdad es que la acusación de Cleito ya es nula de suya, porque ya ha hablado y no puede volver a tomar la palabra, pero ni siquiera se ha molestado en demostrar que su primo ha muerto.

A Cleito se le había pasado aquello por alto por completo. Levantó la cabeza bruscamente y movió la boca.

—En verdad, primo… porque somos primos, Cleito, ¿no es así? Eres demasiado joven para presentar alegatos ante esta augusta institución. Debías haber probado, en primer lugar, que tu primo Nepos había muerto. Después, debías haber demostrado que mi amigo estaba relacionado de alguna manera con su muerte, aparte del hecho de que es de Platea. Si te hubieras acordado, habrías mantenido que tu primo murió en el santuario de Leito, en las laderas del Citerón. Pero, como joven que eres, te has dejado arrebatar por el rencor y has olvidado mencionar el lugar donde tuvo lugar aquel supuesto asesinato, ni ningún otro hecho relacionado con él. Lo que no has dicho a estos dignos señores es que lo único que sabes de esta cuestión es lo que te han contado dos esclavos aterrorizados que volvieron contigo alegando que alguien había matado a su señor. No has estado en Platea; no tienes idea de si la afirmación es exacta; te has fiado de la palabra de dos esclavos traicioneros, y la verdad es que, por lo que tú sabes, tu primo Nepos puede aparecer en cualquier momento entre los presentes y preguntar a qué se debe toda esta conmoción.

Cleito se puso de pie otra vez.


Está muerto
. Lo mataron en el santuario…

El arconte se puso de pie.

—¡Silencio ahora mismo, jovenzuelo! —exclamó.

—¡Escuchadme! —exclamó Cleito.

El arconte hizo una señal, y dos arqueros escitas, vestidos de vivos colores, asieron a Cleito de los brazos y se lo llevaron de la colina.

Arístides miró a su alrededor en silencio.

—Alego que mi adversario no ha presentado ninguna acusación válida —dijo por fin—. No ha mostrado ningún cadáver. No ha ofrecido ningún testigo. No me queda nada a que responder, salvo a la acusación del hijo de un traidor. Pido que se sometan a votación las pruebas presentadas.

Sus palabras fueron recibidas con un silencio atónito. La clepsidra seguía funcionando con ruido; todavía estaba casi llena.

El arconte recorrió con la mirada a los miembros del jurado.

—Yo no puedo indicaros nada —dijo—. Pero si pretendéis que Cleito ha presentado una acusación válida, me las pagaréis.

Me declararon inocente por veintisiete votos contra catorce. Un resultado cuidadosamente preparado, pues significaba que no podía pedir una indemnización a Cleito.

Varios hombres intentaron forzar una nueva votación en virtud de la cual se me podría volver a juzgar si aparecían nuevas pruebas. Todavía lo discutían cuando se puso el sol y Arístides me hizo bajar de la colina con él.

—Eres el Aquiles de los oradores —le dije.

Arístides sacudió la cabeza.

—No ha estado bien. He ganado por medio de artimañas. Si hubiera tenido que defender el caso en sí, habrían encontrado el modo de matarte. Me siento sucio —añadió, frotándose la nariz—. Quizá debiera exiliarme voluntariamente. Esto no es la ley. Esto es una necedad.

—El arconte ha sido justo.

—El arconte odia a los alcmeónidas, por advenedizos y falsos. No es amigo mío, pero me levantaría hasta el Olimpo si ello sirviera para hacer daño a los hombres nuevos. Lo único que he tenido que hacer ha sido poner a Cleito en una situación en que su propia arrogancia se volviera contra él.

—¿Y ahora, qué? —le pregunté—. Quiero mi caballo y a mi muchacha esclava.

—En la primavera, quizá —dijo Arístides, sacudiendo la cabeza—. Y si te quedas aquí, estarás muerto por entonces. No tengo las suficientes tablillas de cera para mantenerte con vida.

Fuimos caminando hasta su finca, y Yocasta nos sirvió vino. Le conté todo el juicio. Mientras tanto, Glaucón y Sófanes estaban taciturnos. Ya no me querían.

Arístides se fijó en ellos. Los señaló con su larga barbilla mientras me dirigía a mí un gesto interrogante, enarcando una ceja.

—Hum —dije yo.

Yocasta miraba a su marido con ojos relucientes.

—¿Tengo que invitar a este extranjero tan guapo a que viva en nuestra casa, para poder enterarme por fin de lo que pasa en tus juicios, cariño? —le preguntó—. Nunca me cuenta una sola palabra de sus discursos —me explicó a mí.

El gran hombre la miró con altivez.

—Si te contara mis discursos, lo único que se te ocurriría sería intentar mejorarlos —dijo—. Y yo no lo soportaría.

Se miraron a los ojos, y yo sentí una punzada de celos. No de celos corporales, como los que tiene un chico cuando lo deja una chica por otro, sino algo dentro del alma. Aquellos dos tenían una cosa que yo no había tenido nunca, una cosa profunda y sosegada.

—¿Por qué están inquietos los muchachos? —preguntó Arístides en voz baja.

—Maté a unos asesinos a sueldo —dije. Advertí el efecto que tenían mis palabras sobre la señora. Matar formaba parte de mi vida. De la suya, no—. Lo siento,
despoina
—dije. Cuando Arístides se encogió de hombros, le aclaré por qué estaban alterados los dos jóvenes—. A uno lo maté a sangre fría.

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