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Authors: Nancy Huston

Tags: #Narrativa, #Drama

Marcas de nacimiento (23 page)

BOOK: Marcas de nacimiento
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Cuando termina la canción, mami tiene la cara cubierta de sudor (se supone que no hay que decir «sudor», es casi una palabrota, el abuelo siempre dice: «Sudan los caballos, los hombres transpiran y las mujeres sólo están radiantes», y también tiene otro dicho preferido acerca de caballos y mujeres: «A un caballo se lo puede acercar al agua, pero no se lo puede obligar a beber; a una mujer se la puede acercar a la cultura, pero no se la puede obligar a pensar») y la camiseta pegada a la piel por delante y por detrás. Peter se levanta del taburete del piano y la coge en brazos, la hace girar y dice: «¡Ha sido fantástico, Krissi!, y mami deja caer hacia atrás la cabeza como si fuera una muñeca y se deja llevar por el movimiento.

—¿Qué te parece, pequeña? —me pregunta cuando vuelve a posarla en el suelo.

—¡Guau! —Sigo siendo incapaz de decir una sola frase inteligente.

—¿Te ha gustado?

—¡Sí!

—¿Crees que puedo llegar a alguna parte con eso?

—¡¡Sí!!

—Ay, cariño —me lanza un beso—, vamos a alcanzar las estrellas juntas, ¿te das cuenta?

—Ahora me toca a mí recibir un besito de Krissy —dice Peter, que la vuelve hacia sí y la besa de lleno en la boca abierta como en las películas, sólo que la abuela siempre apaga el televisor en cuanto empiezan mientras que aquí puedo verlo todo de principio a fin. Una vez terminan, Peter no tiene aspecto de que haya terminado, sino de que aún continúa, sus labios están húmedos y tersos, se mete la mano en el bolsillo, saca un puñado de calderilla y dice:

—Igual a Sadie le apetece ir a comprarse unas golosinas en la tienda de la esquina.

Y mami se vuelve hacia mí y me dice:

—Buena idea. ¿Te apetece, Sadie?

Pero aunque me encantan las golosinas, que tengo prohibido comer excepto alguna que otra la víspera de Halloween y en Navidad porque hacen que se te pudran los dientes, no me apetece salir sola en este barrio desconocido y buscar una tienda en la que no he estado nunca.

—No, gracias —respondo.

Pero Peter se me acerca, me pone el dinero en la mano y dice:

—Seguro que en el fondo esta niña se muere de ganas de comer golosinas.

Y mamá me trae el abrigo y dice:

—Mira, cariño, sólo está a cuatro manzanas de aquí, calle abajo, acabaremos de ensayar mientras vas y así no tendrás que aburrirte escuchándonos.

—¡No estoy aburrida! —protesto, pero me hace callar y me lleva hasta la puerta al tiempo que dice:

—Vamos, cariño. Cuando vuelvas jugaremos todos a las cartas.

Las manzanas son largas y tengo miedo de perderme, tengo miedo de los perros, tengo miedo de que me rapte una panda de maleantes, pero quiero demostrarle a mami que soy una niña mayor y que no seré una carga si me deja venir a vivir con ella, así que me trago el miedo cada vez que me sube a la garganta y me da ganas de llorar, siento las piernas raras y lejanas, como si no estuvieran unidas a mi cuerpo, quieren correr pero las obligo a caminar izquierda derecha izquierda derecha con el pie derecho sobre las grietas siempre que tengo oportunidad. El barrio de mami es más decadente que el nuestro, en las grietas crecen malas hierbas y la pintura de las casas se ve desconchada y la gente está sentada en los pórticos charlando y bebiendo cerveza porque es el primer día cálido del año y para cuando por fin llego a la tienda tengo la sensación de que han transcurrido horas y horas.

Abro la puerta y una campanilla tintinea justo encima de mi cabeza, cosa que me provoca un susto de muerte y me hace desperdigar la calderilla de Peter por el suelo. La señora de la caja registradora dice «¡Ay!» en plan amable. Por suerte, no hay nadie más para reírse de mi torpeza, así que me agacho para recoger las monedas de uno y cinco centavos una por una, que se han ido rodando por todas partes, algunas debajo de las estanterías; eso me lleva una eternidad y para cuando vuelvo a ponerme en pie, estoy temblando de nervios porque creo que la mujer se habrá hartado de esperarme, pero está ahí sentada, pasando las páginas de una revista, y ni siquiera me presta atención. Es bastante gorda y debe de ir a algún sitio especial esta noche porque lleva rulos en el pelo y un vestido de lamé verde que se ve raro con los rulos pero, naturalmente, una vez se haya hecho el peinado, no querrá ponerse el vestido pasándoselo por la cabeza, eso es comprensible.

—Me gustaría comprar golosinas —digo con la mayor amabilidad posible, pero mi voz es un susurro y la señora no me oye.

Repito la frase más alto y, poniéndose en pie no sin esfuerzo, la mujer se llega con andares de pato hasta los botes de golosinas, abre las tapas de plástico y va metiendo las manos regordetas entre caramelos de bola y gominolas, tiras de regaliz negras y rojas y fresones de azúcar, para dejarlas en una bolsa de papel marrón e ir diciéndome sobre la marcha a cuánto asciende. Cuento el dinero sobre el mostrador, con la esperanza de que no se dé cuenta de que tengo los dedos mugrientos de andar rebuscando por el suelo y entonces, justo cuando estoy empezando a dar las gracias, me pregunta:

—¿Te importa subirme la cremallera, bonita? —Y se da media vuelta.

Veo que sólo lleva la cremallera del vestido subida hasta la mitad y que tiene la espalda blanca y carnosa como grasa de ballena y el vestido le queda muy ceñido. Mis dedos manejan con torpeza la cremallera y para ir subiéndola hasta arriba tengo que aplastar la carne en gruesos pliegues bajo la brillante tela verde, casi me parece que no voy a conseguirlo, me arde la cara de vergüenza y mientras tanto la mujer menea los hombros de aquí para allá intentando facilitarme la tarea, pero uno no puede encoger la espalda de la misma manera que encoge el estómago y cuando por fin consigo subir la cremallera hasta arriba me dice:

—¡Uy, más vale que no respire esta noche! —Y añade—: Un millón de gracias, bonita. —Y me da dos negritos como recompensa y estoy tan nerviosa que casi se me caen, aunque no llega a ocurrir.

Cuando por fin vuelvo a casa de mami sin que me haya arrancado las extremidades ningún pastor alemán, mami está arreglando la cama y tiene el pelo caído sobre la cara y le ha cambiado el semblante y Peter no está por ninguna parte.

—¿Dónde está Peter?

—Ha tenido que marcharse.

—¡Has dicho que íbamos a jugar a las cartas juntos!

—Lo sé, cariño, pero ha recibido una llamada, ha surgido algo, me ha dicho que te diera un beso de despedida de su parte.

No digo nada pero me siento triste y en cierta medida estafada.

—¿Te cae bien Peter? —me pregunta mami, que enciende un pitillo y expulsa el humo por la nariz (cosa que me encanta).

—Está bien.

—A él le caes de maravilla.

—Ni siquiera me conoce.

—¿Sabes lo que ha dicho de ti?

—No.

—Ha dicho: «Le pasan cantidad de cosas por esa mollera tan pequeña».

—¿Qué es «mollera»?

Mami se echa a reír.

—¡La cabeza!

—¿Te vas a casar con él? —le pregunto, pensando que más vale cambiar de tema.

—¿Cómo lo has adivinado?

Eso me sienta como un mazazo en la cabeza.

—¿Te vas a casar con él? —repito con una voz minúscula y entrecortada.

—Ven a sentarte en mi regazo, cariño —me dice, y me tiende los brazos desde donde está sentada en el borde de la cama—. Escucha, en realidad es un secreto, no debes decírselo a la abuela ni al abuelo por el momento, ¿vale? Peter es una persona estupenda y está encauzando mi carrera, me está preparando conciertos de costa a costa, pasaré de gira la mayor parte de la primavera. ¡Va a hacerme famosa, Sadie!

—Pero ¿lo quieres?

—Bueno… querer… —Me mira intensamente a los ojos y continúa—: ¿Sabes, pequeña?, lo cierto es que no estoy muy segura de entender mucho de amor, pero lo que sí sé con seguridad es que a ti… ¡te quiero! ¿De acuerdo? Por lo que respecta a todos los demás… déjalos de mi cuenta y no te preocupes.

—Y entonces, si estás casada, ¿podré venir a vivir contigo porque ya no será tan vergonzoso?

—¡Vergonzoso! ¡Ay, cariño mío! Nunca se ha tratado de vergüenza. ¿Qué cosas pasan por esa mollera tuya tan pequeña? Ha sido una cuestión de dinero. Y tal como parece que van las cosas, la respuesta a tu pregunta es un rotundo… ¡sí! Pero de eso tampoco digas ni pío por el momento, ¿de acuerdo? ¿Me lo prometes?

Se levanta y recorre la habitación encendiendo lámparas porque el sol se está poniendo y está tan oscuro que apenas se ve nada. La sigo a la parte de la estancia que hace las veces de cocina y ella me coge en brazos y me sube a un taburete alto delante de la encimera para que pueda verla cocinar.

—¡Voy a preparar unas hamburguesas! ¿Qué te parece?

Me pregunto si debería decirle que me encantaron las hamburguesas en la fiesta de cumpleaños de Lisa, pero decido no hacerlo porque podría pensar que soy una desagradecida o que estoy metiéndome con su manera de cocinar, así que me limito a decir:

—¡Estupendo!

Saca carne de la nevera, la corta en trocitos y la pasa por la máquina de picar y eso la hace pensar en una canción, todo hace pensar a mi madre en una canción, y mientras pica la carne canta esa canción acerca de un pequeño holandés llamado Johnny Burbeck que inventa una máquina de salchichas y la gente del vecindario teme que haga picadillo sus perros y gatos para hacer salchichas, cosa que me hace reír a carcajadas. En la última estrofa la máquina se rompe y Johnny Burbeck se mete dentro para arreglarla pero su esposa se levanta sonámbula y accidentalmente hace picadillo a su marido, lo que es para desternillarse tal como lo cuenta mami:

¡Le dio un golpe de aúpa a la manivela

y Johnny Burbeck quedó hecho picadillo!

Me hace señas para que cante con ella el estribillo, así que afino al unísono mientras río encantada:

Ay, señor, señor Johnny Burbeck,

¿cómo puede ser tan malvado?

¡Ya le advertí que lamentaría

haber inventado semejante aparato!

Y así sucesivamente, e intento que mi voz suene tan plena e intensa como la suya, pero me sale muy aflautada por contraste, como suero en comparación con nata.

—¿Sabes qué es una hamburguesa? —me pregunta mientras con manos desnudas y diestras va dando forma de pequeñas empanadas a la carne.

La respuesta evidente no puede ser la correcta, así que digo:

—No, ¿qué?

—¡Una señora de Hamburgo! ¿Y sabes que es un
wiener
?

—No, ¿qué?

—¡Una persona de Viena! ¿Y sabes qué es un
frankfurter
?

—No, ¿qué?

—¡Una persona de Frankfurt? ¿Y sabes qué es un bistec?

—¿Una persona de Villabistec? —digo, en un intento de seguirle el ritmo.

—¡No, tontita, es un buen pedazo de carne de ternera! —Ríe, y estoy convencida de que ninguna de mis compañeras de clase tiene una madre que bromee con ella así.

Mientras está de espaldas friendo la hamburguesa, recuerdo que quería contarle que la señorita Kelly me pega con la regla, así que, aunque estando de tan buen humor me parece un tanto irrelevante, se lo cuento.

No me responde nada.

—¿Me has oído, mami?

—¿Mm?

—¿Me has oído decirte que la señorita Kelly me pega en las muñecas con una regla, muy fuerte, casi todas las veces que voy a clase?

—Sí, te he oído, cariño… No debe de resultar muy agradable —dice sin comprometerse, y salta a la vista que está en otra parte, muy lejos, no sé dónde, así que intento recuperar el buen ánimo que reinaba hace un momento, y digo:

—Así que si haces picadillo a Johnny Burbeck, ya no puede volver a ser un holandés, sólo puede ser un hamburgués.

Y mamá se parte de risa.

De postre, comemos mermelada de uva a cucharadas directamente del tarro, cosa que no podría hacer nunca en casa de la abuela, y se me queda en los labios, dejándolos morados, y mamá saca la lengua y también la tiene morada, cosa que nos hace reír, y ella dice:

—¿Puedes sacar la lengua y tocarte la punta de la nariz? —Así que lo intento pero no puedo, y entonces ella añade—: Es fácil, mira. —Y al tiempo que saca la lengua, se toca la nariz con el dedo.

Me pregunto si seré capaz de hacer ese truco en la escuela el lunes para ser un poco más popular, o si las chicas se limitarán a decir: «Qué broma tan tonta».

Le enseño cómo puedo bizquear manteniendo los ojos fijos en la punta del dedo conforme voy acercándomelo a la nariz y mamá no dice que no debería bizquear porque se me quedarán los ojos cruzados y ojalá no acabara nunca esta tarde.

Dormimos juntas en su cama. Al principio su cuerpo está cálido y cercano al mío, y me parece que estoy en el paraíso, pero un rato después se levanta y va a la encimera de la cocina, se pone un whisky y enciende un cigarrillo. La observo entre las pestañas fingiendo estar dormida porque no quiero perder ni un solo segundo de encontrarme en presencia de mi madre y luego me duermo a mi pesar. En sueños veo a mami introducir un bebé diminuto en un sobre, escribir el nombre del bebé con rotulador rojo y dejarlo en el buzón de otra persona, luego hace lo mismo con otro bebé y empieza a inquietarme tremendamente la idea de todos esos paquetes con niños desnudos sin nada que comer.

Cuando despierto por la mañana mami duerme a pierna suelta a mi lado. Su brazo izquierdo curvado por encima de la cabeza deja a la vista la marca de nacimiento, que observo durante un rato, preguntándome por qué tuvo que ir a ubicarse en un lugar tan bochornoso en mi cuerpo, y en cuanto lo pienso, todos los malos pensamientos acerca de ser una persona mancillada y despreciable me vienen al cerebro en estampida y mi pie derecho empieza a golpear a mi pie izquierdo sin que yo se lo diga siquiera y me da miedo que despierte a mami, así que me levanto con cuidado y voy al baño. Luego no sé qué hacer porque ella sigue durmiendo, así que como unos caramelos y regalices para desayunar y mi Demonio empieza a meterse conmigo diciendo: «Niña gorda, las golosinas te van a hacer engordar más», y no puedo dejar de pensar en ello, así que me acerco a las estanterías para ver si hay algún libro infantil pero no hay ninguno, de manera que como más golosinas y luego me siento mal debido al olor de la sartén grasienta de anoche, así que vuelvo al cuarto de baño y vomito. No quiero que el fin de semana en casa de mami se estropee pero he de reconocer que ahora mismo no estoy pasándolo en grande, llueve a mares y me gustaría que mami se despertara pero no me atrevo a despertarla porque igual pasó toda la noche pensando y bebiendo, eso suelen hacer los artistas, tengo un regusto ácido y abrasador en la garganta de vomitar así que voy a la nevera a ver si hay leche pero la nevera está vacía salvo por medio racimo de uvas y un trozo de queso azul mohoso que me revuelve el estómago de nuevo, de modo que cierro la puerta de la nevera lo antes posible.

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