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Authors: Nancy Huston

Tags: #Narrativa, #Drama

Marcas de nacimiento (19 page)

BOOK: Marcas de nacimiento
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Reflexiono sobre todo ello en el trayecto de regreso de la escuela. Cuando llego a casa veo la puerta del despacho de papá abierta de par en par, cosa insólita a esta hora del día con su nuevo régimen. Voy a buscarlo al salón y de pronto se produce un enorme estallido a mi espalda y me llevo un susto tremendo. Es papá, vestido de payaso con una sonrisa boba y enorme, que acaba de hacer estallar un globo. Para la víspera de Halloween me ha comprado un montón de golosinas y globos y un juego de maquillaje, todo un detalle por su parte. Justo cuando está empezando a pintarme de verde la nariz, suena el teléfono y deseo que deje de sonar porque quizá dé al traste con nuestro intento de pasarlo bien.

Papa va a la cocina a contestar. «¡Hola!» es lo único que alcanzo a oír.

La llamada no dura mucho pero luego le oigo hacer otra llamada, así que me enfado y voy a la cocina y pregunto:

—¿Qué pasa?

Está pidiendo un taxi, nada menos.

—¿Qué pasa con nuestro juego? —insisto con tono quejica y escandaloso, pero la mirada que me lanza destierra mi fastidio y provoca una descarga de puro miedo que me recorre de arriba abajo.

Está claro que se le ha olvidado absolutamente todo salvo las palabras que acaba de oír por teléfono, y ahora, al cogerme en brazos y echar a andar hacia la puerta para esperar el taxi, esas palabras brotan a trompicones de sus labios de un intenso rosa caramelo. Cada frase que pronuncia es más suave que la anterior.

—Mamá ha tenido un accidente. Ha chocado contra la barandilla en el bulevar Stella Maris y la ha atravesado. Está en el hospital. No parece nada bueno, Randall.

El taxista arquea las cejas al vernos y papá recuerda que aún va pintado de payaso, lo que ya no resulta apropiado para la situación. Así que en el taxi saca un pañuelo del bolsillo y se frota el maquillaje, logrando que los colores se emborronen, pero al final consigue quitarse la mayor parte, sólo le queda un poco de púrpura en torno a las orejas, aunque no se lo digo porque sé que le preocupan cosas más importantes.

Se supone que los niños no pueden entrar en la sala de cuidados intensivos, pero papá, que es buen actor, decide interpretar al americano impetuoso y descarado que conoce sus derechos y está dispuesto a aporrear el mostrador de recepción hasta que sean respetados, así que al final me dejan quedarme con él. Me aprieta la mano conforme entramos en la habitación donde han puesto a mamá. Me siento pequeño y asustado de veras cuando la veo conectada a un montón de máquinas. Nunca había visto nada parecido salvo en la tele, y apenas puedo respirar de lo mucho que me aterra que se vaya a morir mi propia madre. Está dormida y le miro la cara y murmuro en voz muy suave: «Lo siento mamá lo siento mamá lo siento mamá, sigue con vida por favor». Papá y el médico se van a una esquina de la habitación y hablan en voz queda y lo único que puedo pensar es que papá aún tiene maquillaje púrpura en torno a las orejas y si el médico se va a dar cuenta. Recuerdo una foto en uno de los periódicos árabes que compró cuando ocurrió lo de Sabra y Shatila: se veía una cabeza de niño y uno de sus brazos encima del cuerpo de otro niño más o menos de mi edad, unos siete u ocho años, que debía de ser su hermano. Detrás de ellos entre las ruinas de su casa estaba su madre, pero lo único que se veía de ella era su enorme trasero con un vestido de flores. Aunque estaba muerta, daba la sensación de que aún quería ser un muro que protegiese a sus pequeños muertos.

Cuando papá regresa de su conversación con el médico salta a la vista por su semblante aturdido que hoy va a ser un punto de inflexión en nuestra vida. Habrá, como suele decirse, un antes y un después del 31 de octubre de 1982. Se sienta junto a la cama de mamá y le coge la mano sin moverla porque tiene tubos que penetran en su brazo. Se inclina y le besa los dedos mientras murmura «Sexy Sadie» una y otra vez, cosa que no le oía decir hacía mucho tiempo. Justo entonces los ojos de mamá parpadean y susurra nuestros nombres, así que al menos el cerebro no lo tiene roto: «Aron… Randall… Aron… Randall… ay Dios mío…» Le sonrío con mi más sincera sonrisa de cariño para que quiera volver a la vida, y pienso en lo bueno que seré de ahora en adelante si no se muere.

Cuando regresamos a casa papá prepara la cena con suma seriedad. Cocina un plato que me encanta, la sopa de pollo con yogur. Me pide que le ayude a pelar las zanahorias y cebollas, trocea el hígado y la molleja del pollo en pedazos diminutos y me enseña que para espesar la sopa con yema de huevo hay que añadir la yema muy poquito a poco mientras se revuelve con un batidor, en vez de echar la yema sin más ni más a la sopa caliente, porque eso dejaría grumos y estropearía su suave textura. Me pide que ponga la mesa también, cosa que hago con mucho cuidado porque me da la impresión de que es algo importante y solemne. Nos sentamos y brindamos por la recuperación de mamá y luego tomamos la sopa en silencio. Con esta sopa se trata primero de tomar el caldo y luego comerse la carne y la verdura.

—A mamá se le han roto unas vértebras en el accidente —me explica papá justo cuando le estoy hincando el diente al cuello del pollo.

Suele ser mi parte preferida de la sopa, pero de repente me parecen vértebras, así que vuelvo a dejarlo en el plato.

—No ha sido culpa suya. Venía colina arriba cerca del Monasterio Carmelita y algún gilipollas derrapó al tomar la curva, se metió en el carril izquierdo y la obligó a atravesar la barandilla. Tenemos suerte de que siga con vida, Ran, una suerte milagrosa. Es uno de esos momentos en que a uno le gustaría creer en Dios para poder darle las gracias a alguien.

—Pero ¿se pondrá mejor?

—Mm —dice, y echa pimienta a las zanahorias para ganar tiempo—. Mejor sí, pero no bien del todo.

Vuelvo a recordar el trasero floreado de la madre muerta y la cabeza de su pequeño encima del estómago del hermano mayor. Me cuesta seguir con la comida.

—De ahora en adelante tendrá que ir en silla de ruedas.

—¿Te refieres a que será discapacitada?

Papá deja la cuchara para tener libre la mano derecha y palmearme suavemente la izquierda.

—Eso es, Ran. No podrá volver a andar. Por desgracia, esas dos vértebras son las que controlan sus piernas. Es un golpe muy duro, yo todavía me estoy tambaleando. Pero tenemos que ser fuertes, ¿de acuerdo? A tu madre siempre le ha ido más hablar que andar. Seguirá siendo capaz de hablar por los codos… y seguir adelante con su investigación… y viajar… Hoy en día hay excelentes…

No acaba la frase porque lágrimas saladas le resbalan por la cara y van a parar a su plato de sopa, pero al menos no se viene abajo y llora tal como hizo por Sabra y Shatila…

¿Por qué no dejo de pensar en lo de Sabra y Shatila?

Entonces lo entiendo. Me sobreviene con tanta fuerza que casi me caigo de la silla.

• • •

Nouzha. El mal de ojo de Nouzha. Nouzha me lanzó un golpe de ojo aquel día en la escalera —daraba bil-'ayn— y deseó que me sucediera alguna terrible desgracia. Ella es la culpable del accidente de mamá, estoy seguro. Su propia familia fue despedazada en Shatila y ha decidido vengarse de los judíos y yo era su amigo judío más próximo y estaba tan afectado que no podía recordar la fórmula para desviar el mal de ojo. «Ma sha Alá kan», ahora la recuerdo entera pero ya es tarde: lo que ocurra es la voluntad de Dios.

III.- Sadie, 1962

—¿Ya has hecho tu cama, Sadie?

—Sí. —He hecho mi cama y por tanto merezco desayunar.

La abuela se inclina sobre mí y me roza la coronilla con los labios. Sigue con el camisón pero ya se ha maquillado la cara y no quiere emborronarse el carmín dándome un beso de verdad, que, de todos modos, no estoy segura de que sepa lo que es. Lleva el pelo cepillado y peinado a la moda, de un castaño oscuro hoy en día, aunque la verdad sobre su cabello es que lo tiene blanco por completo y se lo tiñe de castaño para que nadie sepa que es vieja. Un asunto interesante en el que pensar es el de cuál es la auténtica abuela: cuando se pone las gafas o cuando se las quita, cuando se tiñe el pelo o cuando deja que se le vean las canas, cuando está desnuda por completo en la bañera o cuando va vestida hasta el cuello. Me refiero a que el significado de «auténtico» es un asunto interesante, me parece.

Saca un huevo perfectamente escalfado de la escalfadora, me lo pone en un plato junto a una perfecta rebanada de pan tostado y me sirve un perfecto vaso de leche.

—Sadie, cuántas veces tengo que decirte que no bajes descalza. Ahí fuera estamos bajo cero.

—¡Pero dentro estamos a más de veinte grados!

—No me contestes, señorita. Quiero que tengas el propósito de Año Nuevo de ponerte las zapatillas sin que haya que recordártelo, ¿de acuerdo? Ahora date prisa, voy a cubrir el huevo para que no se te enfríe. ¡Rápido, rápido!

Quiere hacerlo bien. Ella y el abuelo fracasaron con mi madre, creen que probablemente fueron poco estrictos y están decididos a no cometer los mismos errores esta vez, así que me toca disciplina. Detesto estas enormes zapatillas afelpadas, el presente navideño de mami, aunque como siempre «presente» significa «ausente»: tenía un concierto el día de Navidad. (Si ella no quería vivir con sus padres, ¿por qué tiene que dejarme a mí con ellos?) Me miro en el espejo del armario y dejo que asomen mis auténticos sentimientos, bizqueo y enseño los dientes en una monstruosa mueca de ira y locura (la abuela dice que no debería bizquear porque algún día se me quedarán los ojos así), luego, al bajar la escalera, me pongo la máscara de niña buena porque si soy simpática y obediente y lo hago todo bien mami me llevará a vivir con ella y dirá: «No era más que un juego, cariño, sólo estaba poniendo a prueba tu carácter. Ahora has pasado la prueba con excelente nota y por fin podemos vivir juntas».

El huevo está templado y a la espera, con una película blanca sobre la yema tal como debe ser, la clara solidificada y la yema oro líquido que se derrama sobre el plato de porcelana cuando lo pincho con el tenedor para untar la tostada con mantequilla teniendo mucho, mucho cuidado de no salpicar la mesa de yema, la abuela me mira, mi Demonio también está mirando como siempre y el tenedor de plata me pesa en la mano, si me cortas la mano y la pesas en la balanza del baño, ¿sería más o menos pesada que el tenedor de plata? Muchas veces las hormigas llevan cargas más pesadas que ellas mismas. La abuela se pesa todas las mañanas (después de ir al baño y antes de desayunar: dice que es el momento del día que menos pesas porque hace horas que comiste por última vez), me lo enseña todo acerca de la buena salud y una dieta equilibrada y cómo cocinar de manera que cuando me haga mayor sea una excelente ama de casa como ella y a diferencia de mami, que vive en Yorkville en un pisito asqueroso rebosante de amigos y cucarachas y sólo limpia la casa cuando el desorden amenaza con abrumarla.

—Ahora sube y prepárate para ir al colé. ¡Rápido, rápido!

Mm, no se me habría ocurrido si no me lo habiese dicho. Digo «habiese» y «teniese» a propósito porque sé que está mal, pero sólo lo pienso y no lo digo en voz alta, en lo más hondo digo toda clase de cosas prohibidas, incluidas palabrotas como mierda y joder y maldita sea y caramba; los novios de mami suelen hablar así en mi presencia (cosa que me gusta), maldicen y critican al gobierno, fuman cigarrillos y llaman a mamá Krissy en vez de Kristina, y no parece importarles que tenga una bastardilla de seis años que se llama Sadie.

—¿No tengo tiempo para otro pedazo de pan? —pregunto con mi voz más dulce y apaciguadora, impregnada de una entrañable esperanza.

—Bueno, supongo que sí —dice la abuela, y cruza la cocina hasta la brillante tostadora plateada que limpia y lustra todas las mañanas en cuanto acabamos de desayunar—, pero es más educado decir rebanada que pedazo de pan.

El abuelo sale de su despacho en la planta baja, provisto de una entrada independiente que da a la calle Markham con una placa que reza «Doctor Kriswaty, consulta psiquiátrica», de manera que sus pacientes puedan entrar y salir sin tener que pasar por la casa porque no quieren que los vean porque les da vergüenza porque están locos. Nunca había imaginado que pudiera haber tantos locos en la ciudad de Toronto pero los hay, todo un raudal de locos que entran y salen de la consulta del abuelo de la mañana a la noche (antes me asomaba a la ventana y estaba al acecho porque tenía curiosidad por ver qué aspecto tenían pero transcurrido un tiempo lo dejé porque tienen el mismo aspecto que todo el mundo), y no sólo de la suya, sino de las consultas de cientos, tal vez miles de psiquiatras más; me pregunto cómo se sabe el número exacto de psiquiatras que tienen que preparar para el número exacto de locos, pero supongo que lo saben, aunque igual hay algún que otro psiquiatra que no pueda encontrar pacientes y esté sentado el día entero de brazos cruzados esperando a que suene el teléfono, o algún loco que llama desesperado a todos los psiquiatras de la guía y recibe una y otra vez la misma respuesta —«No, lo siento, estoy al completo»—, pero no parece así, es como si el equilibrio entre los dos grupos de población fuera perfecto. Me pregunto: si hay una guerra o algo así y un montón de gente empieza a volverse loca, ¿se ponen automáticamente a preparar más psiquíatras en la universidad?

Se supone que no debo decir «locos» sino «pacientes». «Rebanada» y no «pedazo». «No tendría» en vez de «no teniese».

Tal como hace todas las mañanas, el abuelo dice: «Bueno, ¿qué tal estás esta mañana?», y se sienta a la mesa de la cocina con aire de exagerada fatiga, y la abuela le acerca sin mediar palabra una taza de café de la cafetera de filtro, es su ritual de las ocho y media, lleva siéndolo desde antes de que yo naciera y nunca varía, salvo que en algunas ocasiones, en vez de «Bueno, ¿qué tal estás esta mañana?» el abuelo dice: «Ay, ¿por qué querría nadie elegir esta profesión? Es para tirarse de los pelos», lo que es una broma porque el abuelo es calvo, no tiene más que una franja de pelo corto que le rodea la parte inferior del cráneo de una oreja a la otra. Su primer chalado llega a las seis y media, así que para las ocho y media ya ha visto a dos, y luego, tras un descanso para tomarse un café, trabaja de las nueve a las doce y luego otra vez de las dos a las cinco, lo que arroja un total de ocho locos al día todos los días de la semana incluido el sábado, lo que son cuarenta y ocho locos a la semana, salvo que algunos vienen dos o incluso tres veces a la semana, así que resulta difícil calcularlo con exactitud. No sé cómo funciona el tratamiento. ¿Les da pequeñas dosis de felicidad cada vez que vienen, justo la suficiente para seguir tirando hasta su siguiente cita? ¿Y van acumulando poco a poco la suficiente felicidad para poder apañárselas sin sus sesiones? Pero el caso es que el abuelo no es precisamente una de esas personas que desbordan alegría, es muy callado y casi cada vez que abre la boca lo que sale es un mal chiste, y por mucho que hubiera vivido con él toda mi vida apenas lo conocería. Ahora, por ejemplo, en vez de hablar conmigo mientras toma el café y yo como la tostada, lee el periódico que le ha traído la abuela del porche.

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