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Authors: Cilla Börjlind,Rolf Börjlind

Tags: #Intriga, #Policíaco

Marea viva

BOOK: Marea viva
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Olivia Rönning está en su segundo año en la academia de policía. Antes del descanso estival, los alumnos deben elegir un «caso abierto» en el que trabajar durante las vacaciones. Olivia encuentra el antiguo expediente de una mujer embarazada que apareció asesinada en la playa.

Lo primero que debe hacer es encontrar a Tom Stilton, el inspector jefe que lo tuvo todo en contra cuando le encargaron el caso, pero parece que se lo ha tragado la tierra.

Cilla y Rolf Böjlind

Marea viva

ePUB v1.0

AlexAinhoa
31.03.13

Título original:
Springfloden

© Cilla y Rolf Börjlind, 2012

Traducción: Ana Sofía Pascual Pape

Editor original: AlexAinhoa (v1.0)

ePub base v2.1

«… mientras cae la noche inexorablemente.»

C. Vreeswijk

1

Finales de verano de 1987

En la ensenada de Hasslevikarna, isla de Nordkoster, la diferencia de nivel entre flujo y reflujo suele oscilar entre cinco y diez centímetros, salvo cuando hay marea viva, un fenómeno que se produce cuando el sol y la luna se alinean con la tierra. Entonces la diferencia alcanza casi el medio metro. La cabeza de un ser humano mide más o menos veinticinco centímetros de alto.

Se suponía que esa noche habría marea viva.

Pero en ese momento había marea baja.

La luna llena había absorbido las aguas renuentes hacía unas horas, dejando al descubierto un fondo alargado y húmedo. Unos pequeños cangrejos de playa iban y venían por la arena como reflejos resplandecientes en la luz acerada. Los caracoles resistían adhiriéndose con más fuerza que de costumbre a las piedras. Las criaturas vivas del fondo marino sabían que el mar lo inundaría todo al cabo de su momento cíclico.

Eso también lo sabían tres de las figuras que había en la playa. Incluso sabían cuándo ocurriría, precisamente dentro de un cuarto de hora. Entonces las primeras olas suaves humedecerían todo lo que se había secado y pronto la estruendosa presión allá fuera impulsaría una ola tras otra, hasta que la marea alta alcanzara su punto máximo.

La marea viva que supondría casi medio metro entre el fondo y la superficie.

Así pues, tenían tiempo. El hoyo que cavaban estaba casi listo. Tenía más o menos un metro y medio de profundidad y unos sesenta centímetros de diámetro. El cuerpo quedaría perfectamente encajado en la arena. Solo sobresaldría la cabeza.

La cabeza de la cuarta figura, la que estaba de pie un poco apartada de los demás, con las manos atadas a la espalda.

Su larga melena oscura ondeaba ligeramente en la suave brisa, su cuerpo desnudo resplandecía, su rostro estaba sin maquillar y sereno. Solo sus ojos revelaban una extraña ausencia. Contempló un rato cómo cavaban. El hombre de la pala la sacó del hoyo, vertió la arena sobre el montón acumulado y se volvió.

Listo.

Visto desde la lejanía, desde las rocas tras las que el chico se había escondido, reinaba un extraño silencio sobre la playa bañada por el claro de luna. Unas figuras oscuras en la arena, a lo lejos, ¿qué estarían haciendo? No lo sabía, pero oyó el estruendo del mar que se acercaba y vio cómo conducían a la mujer desnuda por la arena húmeda. No parecía ofrecer resistencia. También vio cómo la metían en un hoyo.

El chico se mordió el labio inferior.

Uno de los hombres volvió a rellenar de arena el hoyo. El barro húmedo se cerró alrededor de la mujer como cemento mojado. Cuando las primeras y escasas olas empezaron a lamer la playa, solo sobresalía la cabeza de la mujer. Su larga cabellera se fue mojando, un pequeño cangrejo se agarró a un mechón de su pelo oscuro. Entretanto, la mujer miraba fijamente la luna, la cabeza inmóvil.

Las figuras se alejaron un poco y se situaron entre las dunas. Dos de ellas parecían inquietas, la tercera estaba tranquila. Contemplaban la solitaria cabeza iluminada por la luna en lo que pronto sería el fondo del mar.

Esperaron.

La marea viva llegó súbitamente. La altura de las olas aumentaba con cada pasada y el agua cubría la cabeza, metiéndose en la boca y la nariz de la mujer. Tragó agua y al volver la cabeza recibió una nueva ola en el rostro.

Una de las figuras se acercó a ella y se puso en cuclillas. Sus miradas se cruzaron.

Desde su escondite, el chico advirtió la subida del nivel de las aguas. La cabeza de la mujer desaparecía y volvía a aparecer. Dos de las figuras oscuras habían desaparecido, la tercera estaba subiendo por la playa. De pronto se oyó un terrible grito: la mujer en el hoyo aullaba fuera de sí. Resonaba en la ensenada llana y reverberó contra la roca tras la cual se escondía el chico, justo antes de que la siguiente ola cubriera la cabeza de la mujer y el grito se ahogara.

Entonces el chico echó a correr.

Y el nivel del agua subió y el mar se calmó, oscuro y brillante, y bajo la superficie la mujer cerró los ojos. Lo último que sintió fue otra suave patadita, apenas apreciable, en el vientre.

2

Verano de 2011

Vera
la Tuerta
, la obstinada, tenía dos ojos sanos y una mirada capaz de paralizar a un halcón en pleno vuelo. Veía muy bien y discutía como un quitanieves. Empezaba esgrimiendo una opinión y luego se abría camino hasta que el argumento contrario empezaba a salpicar en todas direcciones.

Obstinada.

Pero querida.

Se había colocado de espaldas al sol poniente; la luz avanzaba sobre la ensenada de Värtafjärden, se reflejaba en el puente de Lidingö y llegaba hasta el parque de Hjorthagen, justo para envolver la silueta de Vera en una preciosa aura a contraluz.

—¡Se trata de mi realidad! —exclamó.

Su vehemencia habría impresionado a cualquier grupo parlamentario, aunque su voz cascada sonara un tanto extraña en mitad de un pleno. Tal vez también su indumentaria, un par de camisetas usadas de diferentes colores y una falda desgastada de tul. Además, iba descalza. Pero en aquel momento no había ningún grupo de la oposición en su auditorio privado, un pequeño parque apartado cerca del puerto de Värta, y su grupo parlamentario estaba integrado por cuatro míseros sin techo dispersos por unos bancos entre encinas, fresnos y maleza. Uno de ellos era Jelle, un hombre alto y reservado, que estaba sentado solo, absorto en sus pensamientos. En otro banco se sentaban Benseman y Muriel, una drogadicta del barrio de Bagarmossen; apretaba una bolsa de plástico del supermercado Coop contra el pecho.

En el banco de enfrente dormitaba Arvo Pärt.

En las afueras del parque, ocultos tras unos arbustos, había dos jóvenes vestidos de negro, sus miradas clavadas en los bancos.

—¡Es mi realidad y no la suya! ¿O no? —Vera
la Tuerta
hizo un movimiento con el brazo en dirección a un punto lejano—. ¡Aparecieron de repente y llamaron a la puerta de mi caravana cuando todavía no había tenido tiempo de colocarme los dientes! ¡Allí estaban, frente a la puerta! ¡Tres tipos mirándome! «¿De qué coño se trata?», les dije.

»—Somos del ayuntamiento. Tienes que mover la caravana.

»—¿Por qué?

»—Necesitamos disponer de la zona.

»—¿Para qué?

»—Para una pista.

»—¿Una qué?

»—Una pista para hacer ejercicio, pasará por aquí.

»—¿Qué coño quieres decir? ¡No puedo mover la caravana! ¡No tengo coche!

»—Lo sentimos, pero no es problema nuestro. Tendrás que sacarla de aquí antes del próximo lunes.

Vera
la Tuerta
cogió aire y Jelle aprovechó para bostezar discretamente, porque a ella no le gustaba que nadie bostezara en medio de una de sus arengas.

—¿Os dais cuenta? ¡De repente aparecen tres tipos que se han criado en un archivador de los años cincuenta y me dicen que me vaya a la puta calle! ¡Para que unos idiotas sobrealimentados se quiten la grasa sobrante correteando en el lugar de mi casa! ¿Entendéis por qué estoy furiosa?

—Ya —resopló Muriel. Tenía una voz desgarrada, fina y arrastrada, y siempre evitaba dar su opinión si antes no se había metido un pico.

Vera se apartó su rala cabellera pelirroja y volvió a tomar impulso.

—Pero no se trata de una maldita pista para correr, se trata de todos esos que sacan a pasear sus pequeñas ratas peludas y a los que molesta que allí viva alguien como yo, en su barrio elegante., ¡No encajo en su realidad aseada! ¡Es así de sencillo! ¡Les damos igual!

Benseman se inclinó hacia delante.

—Pero, Vera, también podría ser que ellos…

—¡Nos vamos, Jelle! ¡Ven!

Vera avanzó unos pasos y empujó el brazo de Jelle. No le interesaban las opiniones de Benseman. Jelle se puso en pie, se encogió de hombros y la siguió. No sabía muy bien adónde.

Benseman esbozó una leve mueca, conocía a su Vera. Con las manos ligeramente temblorosas encendió una colilla torcida y abrió una cerveza, un sonido que propició que Arvo Pärt volviera en sí.

—Ahora la pasamos bien.

Pärt era oriundo de Estonia y tenía su propia manera de tratar el idioma. Muriel siguió a Vera con la mirada y se volvió hacia Benseman.

—Aunque creo que tiene razón en lo que dice: en cuanto no encajas, te obligan a irte… ¿no es así?

—Ya, supongo que sí…

Benseman era del norte, conocido por dar unos apretones de mano innecesariamente fuertes y por sus ojos amarillentos escabechados en alcohol. Corpulento, tenía un acento muy marcado y un aliento rancio que salía a ráfagas entre sus escasos dientes. En una vida anterior había sido bibliotecario en Boden, un hombre muy leído e igualmente dado a las bebidas alcohólicas. A toda la gama, desde el aguardiente de mora hasta el alcohol destilado en casa. Un abuso que en diez años condujo su vida social al vertedero y a él hasta Estocolmo en una furgoneta robada. Allí se mantenía a flote mendigando y robando como un náufrago permanente. Pero era muy leído, eso sí.

—Si hasta parece que nos perdonen la vida —dijo Benseman.

Pärt asintió con la cabeza y alargó la mano para coger la cerveza. Muriel sacó una bolsita y una cucharilla. Benseman reaccionó.

—¿No ibas a dejar esa mierda?

—Sí, lo sé. Tengo que hacerlo.

—¿Cuándo?

—Pues ya mismo.

Y lo hizo, inmediatamente. No porque no quisiera meterse un pico, sino porque de repente avistó a dos chavales jóvenes que se acercaban a paso lento entre los árboles. Uno llevaba una chaqueta negra con capucha y el otro una verde oscuro. Los dos vestían pantalones de chándal grises, guantes y botas con punteras.

Habían salido de caza.

El trío de sin techo reaccionó relativamente rápido. Muriel se desprendió de su bolsita de plástico y salió corriendo. Benseman y Pärt la siguieron a trompicones. De pronto Benseman se acordó de las cervezas que había escondido detrás de la papelera. Podían significar la diferencia entre una noche en vela o una noche descansada. Volvió atrás y dio un traspié frente a uno de los bancos.

Su sentido del equilibrio no estaba todo lo bien que debería.

Tampoco su capacidad de reacción. Intentó levantarse, pero recibió una fuerte patada en la cara y cayó de espaldas. El chaval de la chaqueta negra estaba de pie a su lado. Su compañero había sacado un móvil y accionó la cámara.

Fue el inicio de un episodio de violencia extremadamente brutal, filmado en un parque donde nadie podía oír nada y solo había dos testigos aterrados que se escondían tras unos matorrales lejanos.

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