Authors: Kim Stanley Robinson
Marte rojo ya no existe, fue destruido por la fallida revolución del 2062. Una generación más tarde, Marte verde ha sido terraformado y areoformado. Pero también hay otros que quieren explotar las riquezas minerales de Marte, las materias primas que la Tierra necesita. La nueva generación de colonos está expuesta a insurrecciones, conflictos y pruebas. Sobrevivientes de los Primeros Cien, entre ellos Hiroko, Nadia, Maya y Simon, saben que la tecnología no es suficiente. La creación de un nuevo mundo requiere confianza y colaboración, pero esas cualidades son tan escasas como el aire mismo que respiran en Marte...
Kim Stanley Robinson
Marte Verde
Trilogía Marciana II
ePUB v1.2
Garland16.06.11
para Lisa y David
La cuestión no es crear otra Tierra, ni otra Alaska u otro Tibet, ni un nuevo Vermont o una nueva Venecia, ni siquiera otra Antártida. La cuestión es crear algo nuevo y extraño, algo marciano.
En cierto modo, nuestras intenciones tampoco importan. Aunque tratásemos de crear otra Siberia u otro Sahara, no lo conseguiríamos. La evolución no lo permitiría, y en esencia este es un proceso evolutivo, un empeño que escapa a la intención, como cuando la vida saltó milagrosamente de la materia, o cuando se arrastró de los mares a la tierra firme.
Luchamos otra vez en la matriz de un mundo nuevo, esta vez en verdad alienígena, A pesar de los grandes glaciares que las gigantescas inundaciones de 2061 dejaron atrás, éste es un mundo muy árido; a pesar de que se está creando una incipiente atmósfera, el aire es aún muy tenue; a pesar de todos los métodos para generar calor, la temperatura media todavía está muy por debajo del punto de congelación. Estas condiciones hacen que la supervivencia sea extremadamente difícil. Pero la vida es resistente y adaptable, es la fuerza verde de la viriditas que se agita en el universo. En la década que siguió a las catástrofes de 2061, la población se esforzó por reconstruir las cosas y salir adelante en las cúpulas resquebrajadas y las tiendas rasgadas, y la labor de formación de una nueva sociedad continuó en nuestros refugios ocultos. Y en el exterior, sobre la fría superficie del planeta, proliferaron nuevas plantas, que cubrieron los flancos de los glaciares y las cuencas templadas con una marea lenta e inexorable.
Naturalmente, todos los modelos genéticos de nuestra nueva biota son Terranos, y también las mentes que los diseñan, pero el suelo es marciano. Y el suelo es un poderoso ingeniero genético: determina qué florece y qué no, provocando una progresiva diferenciación, y por tanto la evolución de nuevas especies. Y a medida que se suceden las generaciones, todos los miembros de una biosfera evolucionan juntos, se adaptan al terreno mediante una compleja respuesta común, la capacidad creativa del autodiseño. Este proceso, no importa cuánto intervengamos en él, es en esencia incontrolable. Los genes mutan, las criaturas evolucionan: una nueva biosfera emerge, y con ella una nueva noosfera. Y al fin la mente de los diseñadores, igual que todo lo demás, ha cambiado para siempre. Éste es el proceso de areoformación.
Un día el cielo cayó. Las láminas de hielo se precipitaron en el lago y luego empezaron a estrellarse contra la playa. Los niños se dispersaron como chorlitos asustados. Nirgal corrió por las dunas hasta la aldea y entró como una tromba en el invernadero, gritando:
—¡El cielo se está cayendo, el cielo se está cayendo! —Peter se precipitó al exterior y corrió tan rápido hacia la playa que Nirgal no fue capaz de seguirlo.
En la playa las grandes placas de hielo caían como puñales sobre la arena, y algunos trozos de hielo seco burbujeaban en el agua del lago. Los niños se acercaron a Peter, que echó la cabeza hacia atrás y observó la cúpula lejana.
—Todos a la aldea —dijo, y su tono indicaba que no admitía tonterías. Mientras caminaban de regreso, rió—. ¡El cielo se está cayendo! —gritó con voz aguda, revolviéndole el pelo a Nirgal. Éste se sonrojó y Harmakhis y Jackie rieron y el aliento escarchado de ambos asomó en rápidos penachos blancos.
Peter fue uno de los que escaló el costado de la cúpula para repararla. Kasei, Michel y Peter treparon como arañas sobre la aldea a la vista de todos, por encima de la playa y luego sobre el lago, y pronto parecieron más pequeños que los niños. Se descolgaron en eslingas y rociaron la grieta de la cúpula con agua hasta que se congeló formando una nueva capa transparente que recubrió el hielo seco. De nuevo abajo, hablaron del mundo cada vez más caliente del exterior. Hiroko había salido de su pequeña casita de bambú, y Nirgal le preguntó:
—¿Tendremos que irnos?
—Siempre tendremos que irnos —dijo Hiroko—. Nada perdurará en Marte.
A Nirgal le gustaba la vida bajo la cúpula. Por la mañana se despertaba en la redonda habitación de bambú, en la parte alta del Creciente Guardería, y bajaba corriendo hasta las dunas escarchadas con Jackie, Rachel, Frantz y el resto de los madrugadores. Veía a Hiroko en la orilla lejana, paseando por la playa como una bailarina, flotando sobre su propio reflejo húmedo. Le hubiera gustado acercarse a ella, pero era hora de ir a la escuela.
Volvían a la aldea y se apiñaban en el vestuario de la escuela, colgaban las chaquetas de plumas y extendían las manos amoratadas hacia la parrilla del calefactor, mientras esperaban al maestro del día. Podía ser el Doctor Robot, y en ese caso se morirían de aburrimiento y contarían los parpadeos del hombre como si fueran los indicadores de segundos de un reloj. Podía ser la Bruja Buena, vieja y fea: entonces saldrían y pasarían el día construyendo, disfrutando de las herramientas. O podía ser la Bruja Mala, vieja y hermosa, y pasarían la mañana pegados a los atriles tratando de pensar en ruso, arriesgándose a recibir un golpe en la mano si reían o se quedaban dormidos. La Bruja Mala tenía el pelo plateado y una mirada feroz sobre la nariz ganchuda, como los halcones pescadores que vivían en el pinar del lago. Nirgal le tenía miedo.
Así que, al igual que los demás, ocultó su desaliento cuando la puerta de la escuela se abrió y por ella entró la Bruja Mala. Sin embargo, ese día parecía cansada y los dejó salir antes a pesar de que la clase de aritmética había sido desastrosa. Nirgal siguió a Jackie y Harmakhis; doblaron la esquina y se metieron en el callejón entre el Creciente Guardería y la parte trasera de la cocina. Harmakhis orinó contra el muro y Jackie se bajó los pantalones para demostrar que ella también era capaz, y justo en ese momento la Bruja Mala apareció en la esquina. Los arrastró fuera del callejón por el brazo, Nirgal y Jackie aferrados por la misma garra, y en la plaza le dio unos azotes a Jackie mientras gritaba furiosamente a los chicos:
—¡Vosotros dos, manteneos lejos! ¡Es vuestra hermana! —Jackie, que lloraba y se debatía intentando subirse los pantalones, descubrió las miradas de Nirgal y lanzó un golpe furioso contra él y contra Maya, pero erró y cayó al suelo con el trasero al aire y se puso a berrear.
No era cierto que Jackie fuese su hermana. Había en Zigoto doce sansei, o niños de la tercera generación, y se conocían como si fueran hermanos, y muchos lo eran, pero no todos. Raras veces se hablaba del tema, demasiado confuso. Jackie y Harmakhis eran los mayores, Nirgal una estación más joven, y el resto había llegado una estación después: Rachel, Emily, Reull, Steve, Simud, Nanedi, Tiu, Frantz y Huo Hsing. Hiroko era la madre de todo el mundo en Zigoto, aunque en verdad sólo de Nirgal y Harmakhis y otros seis de los sansei, y de varios de los nisei adultos también. Hijos de la diosa madre.
Pero Jackie era hija de Esther, que se había mudado después de una pelea con Kasei, el padre de Jackie. No había muchos que conociesen a sus progenitores. Cierto día Nirgal gateaba por una duna persiguiendo un cangrejo cuando Esther y Kasei aparecieron arriba; Esther lloraba y Kasei gritó:
—¡Si vas a dejarme, déjame ahora! —y se echó a llorar también. Kasei llevaba un colmillo de piedra rosada y era uno de los hijos de Hiroko; por tanto, Jackie era nieta de Hiroko. Así funcionaban las cosas. Jackie tenía el cabello largo y negro y era la corredora más rápida de Zigoto, después de Peter. Nirgal era el que tenía más resistencia, y a veces corría dos o tres veces seguidas el perímetro del lago sólo por el placer de hacerlo, pero Jackie era más rápida en trayectos cortos. Siempre estaba riendo. Si Nirgal discutía con ella, se burlaba de él y le decía:
—De acuerdo, tío Nirgie. —Aunque fuese una generación mayor, era su sobrina. Pero no su hermana.
La puerta de la escuela se abrió de par en par y apareció Coyote, el profesor ese día. Coyote había recorrido el mundo entero en sus viajes y pasaba muy poco tiempo en Zigoto. Tenerlo de profesor era como estar de fiesta. Los llevaba por la aldea, les buscaba ocupaciones extrañas, hacía que uno de ellos leyera en voz alta todo el tiempo fragmentos de libros imposibles de comprender, escritos por filósofos, que eran personas muertas hacía mucho. Bakunin, Nietzsche, Mao, Bookchin; los pensamientos comprensibles de esas gentes yacían como guijarros inesperados en una larga playa de galimatías. Las historias que Coyote les había leído de la
Odisea
o de la Biblia eran más sencillas, aunque también más inquietantes, porque la gente de la que hablaban no hacía más que matarse entre ellas e Hiroko decía que eso no estaba bien. Coyote se reía de Hiroko y aullaba con frecuencia sin ninguna razón aparente mientras leían aquellos cuentos espantosos, les hacía preguntas difíciles sobre lo que habían escuchado y discutía con ellos como si supieran de lo que estaban hablando; algo muy desconcertante.
—¿Qué haríais
vosotros
? ¿
Por qué
lo haríais? —Y mientras tanto les enseñaba cómo funcionaba el reciclador de combustible del Rickover o les pedía que comprobasen los émbolos del sistema hidráulico de la máquina de olas del lago, hasta que las manos les pasaban del azul al blanco y los dientes les castañeteaban tanto que no podían hablar con claridad.— Os enfriáis en seguida, chicos —les decía Coyote—. Todos menos Nirgal.
Nirgal aguantaba bien el frío. Lo conocía íntimamente y no le desagradaba sentirlo. La gente que detestaba el frío no comprendía que es posible adaptarse a él, que uno puede contrarrestar sus efectos adversos. Estaba muy familiarizado también con el calor. Si se empujaba el calor al exterior con la suficiente fuerza, el frío se transformaba en una especie de envoltura intensa en la que uno se movía. Y así el efecto último del frío era estimulante, pues hacía que uno deseara echar a correr.
—Eh, Nirgal, ¿cuál es la temperatura ambiente?
—Doscientos setenta y uno.
La risa de Coyote era espantosa, un cacareo animal que incluía todos los sonidos posibles, y cada vez diferentes.
—Atended, vamos a parar la máquina de olas y veremos qué aspecto tiene el lago tranquilo.
El agua del lago se mantenía siempre líquida, y el hielo de agua recubría la parte inferior de la cúpula. Esto explicaba en su mayor parte el clima del mesocosmos, según Sax: brumas y vientos súbitos, lluvia y nieblas, y a veces nieve. Ese día la máquina meteorológica estaba casi silenciosa, y en el gran espacio hemisférico bajo la cúpula apenas corría viento. Con la máquina de olas desconectada, las aguas del lago pronto se aquietaron y sobre la superficie se formó una lámina circular del mismo blanco que la cúpula; pero el fondo del lago, cubierto de algas verdes, podía verse aún a través de la capa blanca. Así, el lago mostraba al mismo tiempo un blanco inmaculado y un verde intenso. En la orilla lejana esta agua de dos tonalidades reflejaba invertidos las dunas y los pinos achaparrados con la perfección de un espejo. Nirgal contempló el espectáculo extasiado, y todo lo demás desapareció, no quedó otra cosa que esa vibrante visión verde y blanca: había dos mundos, no uno, dos mundos que coexistían en el mismo espacio, ambos visibles, separados y diferentes, pero superpuestos, de tal modo que sólo desde ciertos ángulos podía verse que eran dos. Empujó la envoltura de la visión, como cuando uno empuja contra la envoltura del frío:
¡Empuja!
¡Qué colores!...