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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Aventuras

Más allá del hielo (41 page)

BOOK: Más allá del hielo
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Todo ello lo pensaba Britton en posición de firmes.

Fuera se oyó otro crujido, y en el piso superior de la torre, con una docena de nubes de humo, salió disparada toda una hilera de puntales de titanio. Giraron en el aire, centellearon en la niebla y se perdieron de vista. El meteorito se hundió hasta el siguiente nivel de la torre; volvió a temblar todo el barco, y a oírse la vibración de las bombas. Acto seguido, mediante otra tanda de explosiones, se derrumbó otro piso estrecho de torre y el meteorito se hundió unos centímetros más hacia el tanque.

Por un lado, Britton se daba cuenta de estar presenciando una hazaña excepcional, algo de suma originalidad, perfectamente planeado y ejecutado a las mil maravillas; por otro, el placer que le deparaba era nulo. Recorrió con la mirada la longitud del buque. A trozos, la niebla se aclaraba, y la lluvia, o aguanieve, caía horizontal en las ventanas. Dentro de poco se disiparía la niebla. Entonces se acabaría el juego. Porque Vallenar no era ningún problema de ingeniería que pudiera resolver Glinn con una regla de cálculo. Y la única baza de que disponían para negociar estaba en lo más profundo del
Rolvaag;
no en el calabozo, sino en el depósito de cadáveres del doctor Brambell.

Rolvaag
2.50 h

Lloyd se paseaba por la penumbra de su despacho con la furia indómita de una fiera enjaulada. Había arreciado el viento, y cada pocos minutos el barco recibía una ráfaga de tal violencia que las ventanas de popa se combaban y temblaban. Lloyd casi no se daba cuenta.

Se detuvo un momento y miró por la puerta abierta de su despacho privado. Las superficies de la pieza de al lado, que era una sala de estar, recibían la escasa y roja luz de las bombillas de emergencia. Negra y vacía, la pared de pantallas de televisión devolvía el reflejo titilante y centuplicado del propio Lloyd, como una burla silenciosa.

Giró temblando sobre sus talones, henchido el cuerpo de tal rabia que se le tensaba la tela cara del traje. Era incomprensible. Glinn (a quien pagaba él, ¡él!, trescientos millones de dólares) le había dado órdenes en el puente de su propio barco. Había dejado sus aposentos sin suministro eléctrico, y a él, por lo tanto, mudo, sordo y ciego. En Nueva York había asuntos pendientes, asuntos urgentísimos. Aquel silencio forzoso le estaba saliendo muy caro.

Y aún había algo más, algo que dolía más que el dinero: Glinn le había humillado en presencia de los oficiales y de sus propios empleados. Lloyd podía perdonar muchas cosas, pero algo así jamás. Palmer Lloyd había plantado cara y derrotado a presidentes, primeros ministros, jeques, magnates de la industria y capos de la mafia, pero aquel hombre era diferente.

En un arrebato de ira dio un puntapié a uno de los sillones de orejas, pero de repente se giró y aguzó el oído.

Seguían oyéndose igual que antes el silbido del viento y los chirridos lejanos de maquinaria procedentes de la falsa excavación, pero se les había añadido otro ruido más regular, algo que Lloyd, iracundo como estaba, había tardado un poco en percibir. En efecto, volvía a oírse: el ruido entrecortado de una explosión. Estaba muy cerca; no sólo cerca, sino en el propio barco, puesto que Lloyd notaba cierta vibración en la planta de los pies.

Aguardó en la penumbra con la musculatura en tensión y un componente de curiosidad mezclándose a la rabia. Otra vez: el mismo ruido, y después el temblor.

Ocurría algo en la cubierta principal.

Caminó deprisa por la sala de estar, el pasillo y la suite central, donde estaban sentados sus secretarios y ayudantes hablando en voz baja y sin saber qué hacer entre teléfonos desconectados y ordenadores con la pantalla negra. Al pasar él por el espacio largo y bajo de techo, cesaron las conversaciones. Penfold, silencioso, emergió de las sombras y le tiró de la manga. Lloyd se apartó de él, pasó al lado de los ascensores cerrados y abrió la puerta insonorizada que daba a su apartamento privado, cuyas estancias cruzó hasta llegar al mamparo frontal de la superestructura. Limpió el vaho de un ojo de buey con el puño de la chaqueta y miró.

Debajo la cubierta era un hervidero de actividad, llena de trabajadores ajustando y verificando cierres, bajando escotillas y apresurando los últimos preparativos de un viaje por mar. Sin embargo, lo que le llamó la atención fue aquella torre tan rara que salía del tanque.

Estaba más corta que antes; mucho más, y envuelta en humo y vapor, los cuales, mezclados con la niebla, formaban nubes que se deslizaban por cubierta en un ballet a cámara lenta.

Mientras miraba se produjo otro tableteo de explosiones. El meteorito se hundió un poco, y volvió a temblar el barco. Entonces, antes de la siguiente tanda de explosiones, aparecieron varios grupos de trabajadores con la misión de recoger los escombros.

Ahora entendía lo que había querido decir Glinn con lo del fallo controlado de la torre.

Estaban volándola por partes. Siguió mirando y comprendió que era la mejor manera (probablemente la única) de bajar al tanque algo de tanto peso. Era tan brillante, y tan audaz, que se quedó sin respiración.

La idea desencadenó otro espasmo de rabia, pero Lloyd cerró los ojos, dio media vuelta y respiró hondo en un esfuerzo por tranquilizarse.

Glinn le había dicho que no viniera. También McFarlane, pero él, una vez más, había desoído sus consejos, como al ver desenterrado el meteorito y saltar. Pensó en lo ocurrido a Timmer y se estremeció.

Quizá no hubiera sido buena idea aquel regreso intempestivo, arrollador. Era un acto impulsivo, y Lloyd se conocía bastante para saber que no tenía por norma serlo. Aquella operación se había convertido en algo demasiado personal. En palabras de J. P. Morgan, «si quieres algo demasiado, no tendrás éxito en conseguirlo». Lloyd siempre se había guiado por aquella filosofía: nunca había tenido miedo de renunciar a un acuerdo, por lucrativo que fuera. Su mayor baza había sido la capacidad de poner las cartas boca abajo, aunque fueran cuatro ases. Ahora, por primera vez en su vida, no tenía más remedio que jugar las que le ha-bían tocado. Tanto si ganaba como si perdía, debía quedarse en la partida hasta el final.

La batalla que estaba librando le resultaba desconocida, porque tenía por objetivo aclararse las ideas. Lloyd consideraba que no había ganado treinta y cuatro mil millones de dólares siendo poco razonable y temperamental. Siempre había evitado cuestionar las decisiones de los profesionales a quienes contrataba. En aquel momento terrible de humillación, derrota y análisis interior, se dio cuenta de que podía ser verdad que Glinn, desalojándole del puente y aislándole del mundo, hubiera obrado por su bien. Sin embargo, hasta aquella idea desencadenó otra oleada de furia. Obrara o no por su bien, se había portado con arrogancia y prepotencia. La frialdad de Glinn, su imperturbabilidad, su asunción del liderato, enfurecían a Lloyd. Le había humillado delante de todos, cosa que no olvidaría ni perdonaría jamás. Cuando terminara todo, él y Glinn saldarían sus cuentas, tanto económicas como de otra índole.

Primero, no obstante, había que llevarse el puñetero meteorito. Y Glinn parecía el único capaz de conseguirlo.

Rolvaag
3.40 h

—Capitana Britton, dentro de diez minutos estará el meteorito dentro del tanque. El barco será suyo y podremos zarpar.

Las palabras de Glinn quebraron el largo mutismo que se había apoderado del puente.

McFarlane, como todos los demás, se había dedicado a observar la bajada lenta y regular del meteorito hacia la bodega del
Rolvaag.

Pasó otro minuto, u otros dos, sin que Britton se moviera; similar a una estatua, hacía lo mismo que desde la partida de Lloyd: mirar por las ventanas del puente. Al cabo, se giró y miró a Glinn. Tras una pausa significativa, se volvió hacia el segundo oficial.

—¿Velocidad del viento?

—Treinta nudos por el sudoeste con ráfagas de cuarenta y en aumento.

—¿Corrientes?

Prosiguió el intercambio de murmullos, mientras Glinn se inclinaba hacia el operador de la consola:

—Por favor, que vengan Puppup y Amira a informar.

Se produjo otra serie rápida de explosiones. El barco sufrió un bandazo, compensado por la acción de las bombas.

—Se acerca un frente —murmuró Howell—. Estamos quedándonos sin niebla.

—¿Visibilidad? —preguntó Britton.

—Aumentando a quinientos metros.

—¿Posición del destructor?

—Invariable. A dos mil doscientos metros, cero cinco uno.

El barco sufrió el embate de una ráfaga de viento muy fuerte, seguida por una detonación sorda y de gran intensidad que no se parecía a nada que McFarlane hubiera experimentado. Fue como si un escalofrío recorriera toda la espina dorsal del barco.

—El casco acaba de chocar con el acantilado —dijo Britton sin alterarse.

—Aún no podemos movernos —dijo Glinn—. ¿Resistirá el casco?

—Sí, un rato —contestó Britton—. Posiblemente.

Se abrió una puerta al fondo del puente y entró Rachel, cuyos ojos despiertos y brillantes se formaron una idea rápida de la situación. Se acercó a McFarlane y musitó:

—Más vale que Garza meta el trasto ese en el tanque, antes de que se nos abra un boquete.

Hubo otra serie de explosiones, y el meteorito se hundió un poco más. Ahora tenía escondida la base en la estructura del barco.

—Doctor McFarlane —dijo Glinn sin girarse—, cuando esté seguro el meteorito en el tanque quedará en sus manos. Usted y Amira, vigílenlo las veinticuatro horas del día y avísenme de cualquier cambio en sus características. No quiero más sorpresas de esa roca.

—Descuide.

—El laboratorio está listo, y encima del tanque hay una plataforma de observación. Si necesitan algo me lo dicen.

—Ahora hay más rayos —dijo el segundo oficial—. A diez millas.

Se produjo un breve silencio. De repente dijo Britton a Glinn:

—Acelérelo.

—No puedo —murmuró el segundo, casi distraído.

—Visibilidad mil metros —dijo el segundo oficial—. Velocidad del viento aumentando a cuarenta nudos.

McFarlane tragó saliva. Se había desarrollado todo con la precisión y la previsibilidad de un mecanismo de relojería, con el efecto de que casi se había olvidado del peligro. Se acordó de la pregunta de Lloyd: ¿qué piensas hacer con el destructor? En efecto: ¿qué? Tuvo curiosidad por saber qué hacía Lloyd en la penumbra de su camarote, y le sorprendió estar tan poco preocupado por la pérdida probable de sus setecientos cincuenta mil dólares de paga, dado lo que le había dicho a Lloyd. Ahora que tenía el meteorito, le importaba muy poco.

Otro crepitar de explosiones, y salieron disparados varios puntales de titanio que rebotaron y resbalaron por la cubierta hasta chocar con la baranda. McFarlane oyó el impacto de algunos más en el fondo del tanque. Ahora en las ventanas del puente se oía el choque de algunas piedrecitas traídas del acantilado por el viento, que arreciaba. Se les echaba encima el panteonero.

La radio de Glinn escupió sonidos que se convirtieron en la voz metálica de Garza.

—Sesenta centímetros más y estará todo listo.

—Sigue en este canal y avisa de cada bajada.

Puppup abrió la puerta y entró en el puente frotándose los ojos y bostezando.

—Visibilidad hasta dos mil metros —dijo el segundo oficial—. La niebla se está despejando muy deprisa. El destructor establecerá contacto visual con nosotros en cualquier momento.

McFarlane oyó un trueno, al que se sobrepuso, por segunda vez, el impacto del buque contra el acantilado.

—¡Aumenten las revoluciones de los motores principales! —exclamó Britton.

Se añadió otra vibración a la mezcla.

—Faltan cuarenta y cinco centímetros —dijo la voz de Garza desde la cubierta principal.

—Relámpagos a cinco millas. Visibilidad dos mil quinientos metros.

—Apaguen las luces —dijo Glinn.

La cubierta, muy iluminada, quedó sumida de inmediato en la penumbra, al igual que todo el barco. La luz ambiente de la superestructura proyectaba una luz mortecina sobre el meteorito, cuya parte superior apenas se vislumbraba. Ahora vibraba todo el barco, aunque McFarlane no sabía si atribuirlo al descenso del meteorito, al oleaje o al viento. Se produjo otra serie de explosiones y se hundió un poco más el meteorito. Ahora daban órdenes tanto Britton como Glinn, y hubo un momento embarazoso en que pareció que el barco tuviera dos capitanes. Al apartarse la niebla, McFarlane vio que el canal era un hervidero de olas blancas a merced de otras más grandes de fondo. Su mirada se mantuvo fija en la marina nocturna del otro lado de los ventanales, en espera de que se materializase la aguda proa del destructor.

—Quince centímetros —dijo Garza por radio.

—Preparen el cierre de la escotilla —dijo Glinn.

Se vio el resplandor tenue de un relámpago al sudoeste, seguido en breve por el eco de un trueno.

—Visibilidad cuatro mil metros. Rayos a tres mil.

McFarlane reparó en que Rachel le apretaba el codo.

—¡Demasiado cerca! —murmuró ella.

Y allí estaba: el destructor a la derecha, borroso cúmulo de luces titilando en la tormenta. Ante la mirada de McFarlane, la niebla se apartó del destructor. Estaba parado y con todas las luces encendidas, como haciendo ostentación de su presencia. Se produjo otra explosión y otro temblor.

—Ya está dentro —dijo la voz de Garza.

—Cierren las compuertas mecánicas —ordenó enérgicamente Britton—. Suelten amarras, señor Howell. Y deprisa. Ponga rumbo uno tres cinco.

Los cables que amarraban el barco al acantilado se soltaron con otra tanda de explosiones y se abatieron sobre él con lasitud.

—Quince grados manteniendo rumbo uno tres cinco —dijo Howell.

Almirante Ramírez 3.55 h

A poco más de un kilómetro, el comandante Vallenar se paseaba por su puente. No había calefacción, y la dotación era la mínima, tal como prefería él. Miró por las ventanas de proa hacia el castillo del barco. Estaba disipándose la niebla, pero no se veía nada. De repente se giró hacia el oficial de guardia en la mar, que estaba de pie en el nicho del radar, y agachó la cabeza para escudriñar el radar de infrarrojos orientado hacia proa. La posición del petrolero no le decía nada que no supiera, ni contestaba a las preguntas que se formulaba.

¿Por qué seguía anclado a la costa? Con la tormenta encima, era cada vez más peligroso quedarse. ¿Era posible que intentaran mover el meteorito hacia el barco? No; antes de bajar la niebla, Vallenar había presenciado sus vanos esfuerzos por desenterrarlo en el interior de la isla. De hecho seguía oyéndose el chirrido de la maquinaria, así como el intercambio de mensajes radiofónicos. A pesar de todo, parecía una tontería poner en peligro al barco dejándolo amarrado a la costa. Y Glinn no era tonto.

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