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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Aventuras

Más allá del hielo (51 page)

BOOK: Más allá del hielo
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El barco norteamericano mantenía el rumbo hacia las islas de hielo. Flaca y breve protección le brindarían contra los cañones del
Ramírez.
Con todo, la capitana había demostrado mucho valor. No se rendiría sin haber probado todas las posibilidades. Vallenar lo comprendía. Esconderse detrás de la isla era un gesto noble, aunque fútil. Por lo demás, ni hablar de rendiciones. Sólo la muerte.

Consultó su reloj. En veinte minutos pasarían entre las dos islas de hielo y se acercarían al
Rolvaag.
A sotavento de las islas el mar estaría tranquilo y les proporcionarían estabilidad para disparar con precisión.

Empezó a imaginárselo. No cabían errores, ni marcha atrás. Dejaría al
Ramírez
como mínimo a una milla de distancia, a fin de impedir nuevas incursiones submarinas. Iluminaría el mar entero con bengalas de fósforo. La operación se haría sin prisas, minuciosamente; tampoco se alargaría más de lo debido, puesto que Vallenar no era ningún sádico, y si alguien merecía una muerte digna era la capitana.

Decidió que lo mejor era agujerear la popa por la línea de flotación, para que el barco se fuera a pique por la proa. Era fundamental que no hubiera supervivientes capaces de dar testimonio visual de lo ocurrido. Dispararía contra los primeros botes salvavidas con los cañones de cuarenta milímetros, a fin de que el resto permaneciera a bordo hasta el final.

Cuando se hundiera el barco, los supervivientes se agruparían en el castillo de proa, donde podría verles mejor. Lo principal era asegurarse de que muriera aquel listillo, el cabrón mentiroso que estaba detrás de todo. Si alguien había ordenado ejecutar a su hijo era él.

El petrolero, cuya velocidad se había reducido a cinco nudos, estaba pasando entre las islas de hielo muy cerca de la mayor. Casi pegado, de hecho. Quizá tuvieran el timón estropeado. Las islas eran tan altas y tan cortadas a pico que parecía que el petrolero penetrara en un hangar gigantesco, luminoso y azul. En el momento en que el
Rolvaag
se perdía de vista entre las dos, Vallenar vio que giraba hacia babor. La maniobra lo llevaría detrás y a sotavento de la mayor de las dos islas, donde quedaría temporalmente a salvo de los cañones del
Ramírez.
Era un esfuerzo triste y sin esperanza.

—¿Sónar? —dijo, bajando al fin los prismáticos.

—Despejado, señor.

Todo listo. No había sorpresas en forma de hielo submarino. La isla de hielo era de corte vertical. Había llegado el momento de rematar la tarea.

—Rumbo al canal entre las islas. Sigan el del barco.

Se volvió hacia el jefe de la guardia.

—Espere órdenes mías para disparar los cañones.

—Sí, señor.

Vallenar volvió a mirar por las ventanas y a levantar los prismáticos.

Rolvaag
17.20 h

El
Rolvaag
pasó entre las islas de hielo y accedió a un mundo tranquilo y en penumbra.

El viento amainó y dejó de penetrar por las ventanas rotas del puente. De repente el barco se había liberado de la férula maligna de la tempestad. Aquel silencio repentino en plena tormenta tuvo el efecto de poner nerviosa a Britton. Contempló los acantilados a babor y a estribor, que de tan rectos parecían cortados con hacha. Más abajo, donde se juntaban con el mar, el oleaje de barlovento había formado una cenefa de grutas de aspecto fantástico. El hielo reflejaba la luz de la luna con un azul tan puro que Britton lo consideró uno de los espectáculos más hermosos de su vida, y se sorprendió de que la proximidad de la muerte pudiera agudizar el sentido de la belleza.

Glinn, que había salido al ala de babor, regresó y cerró la puerta con sigilo. Quitándose espuma de los hombros, se acercó a la capitana.

—Proa —dijo en voz baja—. Mantenga el petrolero en este ángulo.

Ella no se tomó la molestia de transmitirle a Howell aquellas instrucciones inútiles y crípticas.

El giro de noventa grados detrás de la isla de hielo les había hecho perder todavía más velocidad. Ahora se deslizaban paralelamente al hielo más o menos a un nudo, y seguía a la baja. Cuando se detuvieran sería definitivamente.

Britton miró el perfil de Glinn y su rostro impenetrable. Estuvo a punto de preguntarle si de veras creía que se podía esconder un barco de casi medio kilómetro, pero se abstuvo.

Glinn había protagonizado un esfuerzo supremo, y nada más podía hacer ya. En breves minutos el
Ramírez
rodearía la isla de hielo y terminaría todo. Procuró no pensar en su hija.

Iba a ser lo más difícil, despedirse de ella.

A sotavento de la isla reinaba una calma peculiar, y en el puente un silencio terrible.

Desaparecido el viento, las olas que lamían la isla eran bajas y mansas. La pared de hielo sólo quedaba a unos cuatrocientos metros. Estaba atravesada en sentido vertical por una serie de fisuras, de canales ocasionados por el deshielo y la lluvia. Vio algunas cascadas pequeñas cayendo en la superficie del mar, y oyó el crujir lejano del hielo, su ruido como de cristal.

Todo ello tenía como sonido de fondo el lamento del viento en la superficie de la isla. Era un lugar etéreo, como de ensueño. Vio bogar hacia el oeste un iceberg recién desprendido de la isla, y tuvo ganas de estar donde se fundía lentamente y desaparecía en el mar. Habría preferido estar donde fuera, pero no en el barco.

—Aún no es el final, Sally —dijo Glinn en voz baja, para que sólo lo oyera ella. La miraba atentamente.

—¿Que no? El destructor nos ha dejado sin corriente.

—Volverás a ver a tu hija.

—No digas eso, por favor.

Britton se enjugó una lágrima, y se llevó la sorpresa de que Glinn le cogiera la mano.

—Si salimos de esta —dijo él con un titubeo desacostumbrado—, me gustaría volver a verte. ¿Me das permiso? Me gustaría saber algo más de poesía. Quizá pudieras enseñarme tú.

—Eli, por favor. Será más fácil si no decimos nada.

Le estrechó suavemente la mano.

Y en ese momento vio la proa del
Ramírez
asomar por detrás del hielo.

Estaba a menos de dos millas, deslizándose cerca de la pared azul de la isla de hielo; seguía la estela del
Rolvaag, y
se acercaba como un tiburón a una presa indefensa. Las torretas de los cañones les apuntaban con fría parsimonia.

Cuando Britton miró los cañones por las ventanas traseras del puente, en espera de que escupiesen los proyectiles mortales, el tiempo se ralentizó, como si se alargase el intervalo entre los latidos de su corazón. Se fijó en los que la rodeaban, Lloyd, McFarlane y los oficiales de guardia. Estaban todos callados y a la espera. ¿De qué? De la muerte en aquellas aguas oscuras y frías.

Con un ruido procedente del destructor, se elevaron hacia el cielo varias bengalas que al explotar formaron una línea torcida de luces. Britton se protegió la vista, porque la luz, que era intensísima, se reflejaba en todo: la superficie del agua, la cubierta del petrolero y el acantilado de la isla de hielo. Superado el momento de mayor intensidad lumínica, Britton volvió a mirar por las ventanas con los ojos entornados. Los cañones del
Ramírez
se inclinaron hacia abajo y les apuntaron hasta quedar reducidos a agujeros negros. Ya había cruzado el estrecho medio destructor, y reducía por momentos su velocidad. Serían disparos casi a quemarropa.

En el aire reverberó una explosión, cuyo eco rebotó entre las islas. Britton obedeció al instinto de echarse atrás, y notó en su mano la presión de la de Glinn. Murmuró una oración por su hija, y por que la muerte fuera misericordiosa y rápida.

Sin embargo, los cañones del destructor no habían escupido ninguna llama. Britton, confusa, miró por las ventanas y vio movimiento en la parte alta de su campo de visión.

Encima del acantilado que se cernía sobre el
Ramírez,
el aire se había poblado de esquirlas de hielo que daban vueltas lentamente sobre cuatro columnas torcidas de humo. Se apagaron los ecos, y por unos instantes volvió a prevalecer el silencio. Luego pareció la isla moverse, y la fisura azul que dividía el acantilado del resto de la isla se ensanchó rápidamente. Britton advirtió que empezaba a caerse un bloque de hielo gigantesco, de unos sesenta metros de altura. La placa se separó del acantilado y empezó a descender al mismo tiempo que se hacía pedazos como en una especie de lento y majestuoso ballet. Cuando entró en contacto con el mar, empezó a surgir una pared de agua, que, de negra que era al principio, se volvió verde y blanca. El agua no dejaba de subir, impulsada por el hundimiento de la masa enorme de hielo. En un momento dado empezó a llegar el ruido a oídos de Britton, una cacofonía cuyo volumen iba en ascenso de manera regular. La ola seguía creciendo, tan vertical que empezó a romper sobre sí misma en el propio momento de su formación. Crecía, rompía, crecía… El bloque de hielo desapareció, hundido por su propio impulso, y la escarpada ola se dispuso a embestir el flanco del
Ramírez.

Rugieron los motores diesel del destructor, que intentaba realizar una maniobra de escape, pero enseguida tuvo la ola encima. El buque sufrió un bandazo y se elevó todavía más, tan escorado que quedó a la vista el color rojo del óxido de las planchas de proa.

Durante un momento de angustia, cabalgando la cresta espumosa de la titánica ola, pareció que el
Ramírez
quedara en suspenso, muy ladeado a estribor y con los dos mástiles casi horizontales con el mar. Pasaban los segundos y seguía pegado a la ola, sin saber si enderezarse o sucumbir. Britton notó que el corazón le palpitaba. De repente el barco osciló y empezó a recuperar la verticalidad, derramando agua por la cubierta. No ha funcionado, pensó Britton; Dios mío, no ha funcionado.

El barco se enderezó con mayor lentitud, quedó inmóvil y volvió a escorarse. Al salir aire de la superestructura, se oyó una especie de suspiro y salieron chorros en todas las direcciones. El destructor volcó y elevó al cielo su quilla pesada y viscosa. Hubo otro suspiro, pero más fuerte. Luego el barco desapareció en las gélidas profundidades con un remolino de agua, espuma y burbujas. Se produjo otro breve estallido de burbujas, que desaparecieron a su vez, dejando agua negra.

Había durado menos de noventa segundos.

Britton vio que la ola monstruosa se dirigía hacia ellos, al mismo tiempo que se propagaba y se atenuaba.

—Sujétate —murmuró Glinn.

El petrolero, que recibió la ola a lo largo, subió mucho, se escoró y recuperó el equilibrio sin mayor dificultad.

Glinn soltó la mano de Britton y levantó los prismáticos, notando el frío de la goma en las órbitas de los ojos. No acababa de entender que ya no estuviera el destructor. Nada, ni nadie, apareció en la superficie; ni un bote salvavidas ni un simple cojín o botella. El
Almirante Ramírez
había desaparecido sin dejar rastro.

Glinn contemplaba la isla. Britton le imitó. Al borde de la meseta de hielo había cuatro manchas negras, hombres levantando los puños con los brazos cruzados. Las bengalas fueron cayendo al mar con ruidos sibilantes, y volvió a reinar la oscuridad.

Glinn cogió la radio.

—La operación ha tenido éxito —dijo en voz baja—. Dispónganse a recibir la lancha.

Rolvaag
17.40 h

Palmer Lloyd se quedó un momento sin habla. Había estado tan seguro de morir que le parecía un milagro estar en el puente, respirando.

Cuando recuperó la voz, se dirigió a Glinn.

—¿Por qué no me lo habías dicho?

—Había muy pocas posibilidades de éxito. No me lo creía ni yo. —Sus labios dibujaron una sonrisa irónica y fugaz—. Se necesitaba suerte.

En una brusca exhibición física de sentimientos, Lloyd se le echó encima y le dio un abrazo de oso.

—¡Joder! ¡Es como si me hubieran condenado a muerte y me llegara el indulto! ¿Hay algo que no puedas hacer, Eli? —Notó que lloraba, pero le daba igual.

—Todavía no ha acabado.

La única reacción de Lloyd a la falsa modestia de Glinn fue una sonrisa burlona.

Britton se volvió hacia Howell.

—¿Entra agua?

—Ya se encargan las bombas de achique de sacarla, capitana. Eso mientras tengamos corriente auxiliar.

—¿Cuánto tiempo será?

—Desactivando todos los sistemas que no sean esenciales, y usando el diesel de emergencia, más de veinticuatro horas.

—¡Fantástico! —dijo Lloyd—. Hemos salido bien parados. Arreglamos los motores y a casita. —Sonrió primero a Glinn, después a Britton, y su expresión se volvió algo vacilante al preguntarse por qué estaban tan serios—. ¿Pasa algo?

—No tenemos propulsión, señor Lloyd —dijo Britton—. La corriente vuelve a arrastrarnos hacia la tormenta.

—Si hemos sobrevivido hasta ahora, peor no puede ser. ¿Verdad que no?

Su pregunta quedó sin respuesta.

Britton habló con Howell.

—Infórmeme del estado de las comunicaciones.

—Desactivadas todas las de largo alcance y por satélite.

—Emita un SOS a Georgia del Sur por el canal de emergencia dieciséis.

De repente Lloyd se quedó helado.

—¿Cómo que un SOS?

Volvió a no recibir respuesta. Dijo Britton:

—Señor Howell, ¿en qué estado están los motores?

Howell contestó después de un rato.

—No tiene arreglo ninguna de las dos turbinas.

—Prepárense por si hay que evacuar el barco.

Lloyd no daba crédito a sus oídos.

—Pero bueno, ¿qué es todo este rollo? ¿Se hunde el barco?

Recibió la fría mirada de los ojos verdes de Britton.

—Abajo está mi meteorito. Yo me quedo en el barco.

—Usted y todos, señor Lloyd. Sólo lo abandonaremos como último recurso. Además, con esta tormenta casi seguro que sería suicida usar los botes salvavidas.

—¡Pues hombre, no exageréis! Podemos capear la tormenta y que nos remolquen a las Malvinas. No es tan grave.

—No tenemos gobierno ni propulsión. Cuando volvamos a estar en la tormenta, habrá vientos de ochenta nudos, olas de treinta metros y una corriente de seis nudos empujándonos en la misma dirección, hacia el estrecho de Bransfield. Eso, señor Lloyd, es la Antártida. Es grave.

Lloyd estaba aturdido. Ya notaba el movimiento del barco. Entró una ráfaga de aire en el puente.

—A ver si me entienden —dijo con voz grave—. Me es indiferente el qué y el cómo lo hagan, pero no suelten mi meteorito. ¿Me explico?

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