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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Aventuras

Más allá del hielo (50 page)

BOOK: Más allá del hielo
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Acaba de cortarnos del
Ramírez
una borrasca de nieve. No pueden vernos. Se han quedado ciegos, los muy hijos de puta.

—Rumbo uno nueve cero —dijo Britton.

Glinn se acercó al diagrama del GPS y examinó la disposición de los puntos verdes. La partida de ajedrez se acercaba a su conclusión. Quedaban pocas piezas en el tablero. El destino de todos se había reducido a la combinación de cuatro factores: dos barcos, la tormenta y el hielo. Los examinó con intensa concentración durante treinta minutos, mientras las posiciones de ambos barcos sufrían ligeros cambios. Cerró los ojos y retuvo la imagen de los puntos verdes en la cabeza. Aquella simplicidad entrañaba una falta total de alternativas.

Había hecho lo mismo que los maestros de ajedrez, reproducir mentalmente todas las secuencias posibles de movimientos, y todas menos una tenían cien posibilidades de fracaso sobre cien, mientras que las de éxito de aquella eran sumamente bajas. Para que se saldara con éxito la última jugada, tendría que salir todo a la perfección, sin despreciar un poco de suerte. Glinn odiaba la suerte. Las estrategias que la requerían solían ser fatales. Ahora el objeto de su odio era de todo punto necesario.

Se oyó ruido por la radio de Glinn, que la cogió.

—Soy Garza. —La voz sonaba débil, con mucha estática—. Estoy en el tanque. Hay mucha interferencia. No sé cuánto tiempo vamos a poder hablar.

—Te escucho.

—Cada vez que se mueve el barco se rompe alguna soldadura.

—¿Causa?

—La descarga del meteorito ha roto algunos puntos críticos del andamiaje y ha aflojado otros. Rochefort, además, lo diseñó para ángulos máximos de treinta y cinco grados.

Todavía faltan diez para el límite… —Se cortó unos segundos la comunicación—. Claro que el meteorito pesa doscientos cincuenta por ciento más que en las previsiones iniciales de Rochefort. Quizá nos quedemos un poco cortos.

—¿Cuánto?

—Para saberlo habría que… —Otro corte—. Aunque el diseñó incorporaba refuerzos por encima de la doble previsión. Stonecipher considera que en estas condiciones podemos durar bastante. Por otro lado, si fallan algunos puntos clave, el resto podría ceder deprisa.

—No me gustan tantos condicionales.

—No se puede ser más preciso.

—¿Y «deprisa» es muy deprisa?

—Dispondríamos de cinco o diez minutos. O más.

—¿Y luego?

—El meteorito se movería. Aunque fueran pocos centímetros, ya podría ser fatal y hacer que fallara el casco.

—Reforzad esos puntos críticos de soldadura.

Se produjo una pausa cargada de estática. Glinn le adivinaba el pensamiento a Garza: estaba acordándose de cuando habían soldado el andamiaje por última vez.

—A la orden —dijo Garza finalmente.

—Y que no entre en contacto con agua salada.

La única respuesta fue otro zumbido de estática.

El
Rolvaag
seguía rumbo al sur, siempre hacia el sur.

Rolvaag
17.00 h

Al fondo del puente había una salita de observación, un pequeño receso emparedado entre la cabina del telegrafista y el cuarto de derrota. Tenía ventanas muy altas, pero el mobiliario y la decoración eran nulos. Glinn se hallaba junto a las primeras con los prismáticos a la altura de los ojos, mirando hacia popa entre las chimeneas. La borrasca de nieve, una línea gris y temblorosa en el horizonte, empezaba a pasar. Les había concedido sesenta minutos. Necesitaban otros veinte. Sin embargo, en cuanto la luna volvió a tender el manto de su luz sobre el mar encolerizado, se hizo evidente que no dispondrían de ellos.

Lo confirmó la aparición del
Ramírez
en la cortina de nieve. Tenía todas las luces encendidas, e impresionaba su proximidad. Como máximo estaba a cuatro millas. El oleaje hacía subir y bajar la proa del barco. Glinn creyó discernir, sobre el telón de fondo de la noche, los cañones de proa apuntándoles. Tan claro debía de verse el
Rolvaag
desde el
Ramírez
como viceversa. En el puente se produjo un murmullo repentino, seguido por un silencio de tensión insoportable. Vallenar no perdía el tiempo: los cañones de proa ajustaron deprisa su elevación.

Lo peor fue que el
Ramírez
usó otro cañón para disparar una cadena de bengalas blancas y fosforescentes que se encendían y bajaban flotando, y cuyo efecto era iluminar el
Rolvaag
y el mar de alrededor.

Vallenar era un hombre metódico que rehuía cualquier precipitación. Estaba actuando con prudencia, consciente de tenerles a su merced. Glinn consultó su reloj de oro de bolsillo.

El
Ramírez
empezaría a disparar a cuatro millas sin molestarse en calcular la distancia exacta.

El
Rolvaag
estaba a veinte minutos de las islas de hielo. Necesitarían veinte minutos de suerte.

—Señora, cruzamos el Límite del Hielo —dijo Howell a Britton.

Glinn echó un vistazo al mar, y la luz de la luna le permitió distinguir un cambio repentino en el color de las aguas. Ya no era verde oscuro, sino un negro un poco azulado. Se desplazó hacia la parte delantera del puente y examinó el sur del horizonte con los prismáticos. Veía delgadas franjas de hielo cabeceando. Al subir el barco, tuvo una visión impresionante de las islas, dos líneas finas de color turquesa. Levantó los prismáticos y las observó con mayor detalle. La que estaba más al este era enorme. Le calculó más de treinta kilómetros de longitud, mientras que la del oeste tendría unos ocho. Las dos, vastas mesetas sobre un mar cambiante, guardaban una gran estabilidad; tan grandes eran, que ni siquiera aquel oleaje tan violento era capaz de hacerlas subir o bajar. Entre las islas había una separación de unos mil metros.

—Ni rastro de niebla —dijo Britton, que se había acercado a él con sus prismáticos.

Mientras Glinn seguía mirando hacia el sur, le oprimió el plexo solar una sensación espantosa, acaso la peor de su vida. El Límite del Hielo no les daba protección. Al sur, el cielo estaba igual o más despejado. La luna plateaba la enorme espalda de las olas como un foco gigantesco. Las bengalas que bajaban flotando en proximidad del petrolero inundaban la marina de una claridad diurna. No tenían donde esconderse. Eran del todo vulnerables. Era intolerable, un dolor vivísimo que Glinn jamás había experimentado.

En un acto de supremo autocontrol, volvió a levantar los prismáticos y a examinar las islas. El
Ramírez
no disparaba. Se tomaba su tiempo con la seguridad de que no se le escaparían. Por espacio de varios minutos, los pensamientos de Glinn volvieron a visitar los callejones sin salida recién explorados. Su mente persistía en hurgar hasta el fondo, hasta el final de todas las ramificaciones, de todas las posibilidades, en busca de otra solución al problema; pero, aparte de aquel plan descabellado, no la había. Se prolongó el silencio.

Un proyectil silbó por encima de la superestructura y levantó un fino penacho de espuma. Luego otro, y otro más, cada vez más cerca de la posición del
Rolvaag.

Glinn se volvió rápidamente hacia Britton.

—Pasa entre las dos islas acercándote más a la mayor —murmuró—. Presta atención: lo más cerca posible. Después, coloca el barco a sotavento de ella y vira.

Britton seguía mirando por los prismáticos.

—Será convertirnos en blanco seguro en cuanto el
Ramírez
rodee la isla. Eli, no es un plan viable.

—Es nuestra única posibilidad —repuso él—. Confía en mí.

Surgió un geiser a babor, seguido de otro. Volvía a cruzar su posición una hilera de proyectiles. No tenían tiempo de virar ni de hacer ninguna maniobra evasiva. Glinn se preparó. Brotaron alrededor altas columnas de agua que se aproximaban. Se produjo un paréntesis muy tenso, angustioso. Justo después, una explosión brutal arrojó a Glinn a la cubierta. Se reventaron algunas ventanas del puente, sembrando el suelo de esquirlas como gemas y dejando paso libre al ulular del viento.

Glinn, aturdido, oyó (o sintió) desde su posición yacente una segunda explosión. Fue cuando se apagaron las luces.

Rolvaag
17.10 h

Cesó el fuego. Britton, que estaba en el suelo entre trozos de plexiglás, obedeció al impulso de escuchar los motores. Funcionaban, pero había cambiado la vibración; un cambio de mal agüero. Al encenderse las luces naranjas de emergencia, se levantó temblando. El tremendo oleaje hacía cabecear el barco, y ahora se le sumaba el ruido ensordecedor del viento y las olas que irrumpían por las ventanas rotas y le echaban encima espuma salada y ráfagas de aire gélido. Ahora tenían la tormenta dentro del puente. Se acercó dificultosamente a la consola principal, que estaba llena de lucecitas parpadeando, y se sacudió trozos de plástico del pelo.

Recuperó la voz.

—Informe de daños, señor Howell.

El primer oficial también estaba de pie, tecleando la consola y hablando por teléfono.

—La turbina de babor está perdiendo suministro.

—Diez grados a babor.

—Sí, señora, diez grados a babor. —Howell dijo unas palabras por el intercomunicador—. Capitana, parece que hemos recibido dos impactos en la cubierta C. Uno en el tanque seis del ala de estribor y el otro cerca de la sala de máquinas.

—Que evalúen los daños. Necesito conocerlos enseguida, y el número de heridos.

Señor Warner, ponga en marcha las bombas de achique.

—A la orden.

Entró en el puente otra ráfaga de viento acompañada por su correspondiente espuma.

A medida que bajaba la temperatura interior, se congelaban las gotas que habían salpicado la cubierta y las consolas, pero Britton apenas acusaba el frío.

Lloyd se acercó moviendo los hombros para quitarse los trozos de cristal. Tenía un corte profundo en la frente, que le sangraba en abundancia.

—Señor Lloyd, baje a enfermería… —empezó Britton automáticamente.

—No diga tonterías —contestó él con impaciencia, pasándose un mano por la frente y sacudiéndose la sangre—. Vengo a ayudar.

Parecía que le hubiera reanimado la explosión.

—Pues tráiganos a todos ropa para el mal tiempo —dijo Britton, señalando un armario que había al fondo del puente.

Crepitó una radio. Contestó Howell.

—Aún no está preparada la lista de heridos. El equipo de evaluación de daños informa de que hay fuego en la sala de máquinas. Nos han alcanzado de lleno.

—¿Se puede contener con extintores portátiles?

—Negativo. Se propaga demasiado deprisa.

—Que usen el sistema fijo de CO2 y vapor de agua en los mamparos exteriores.

La capitana miró a Glinn, que había estado hablando urgentemente con el encargado de la consola de EES. El operador se levantó y desapareció del puente.

—Señor Glinn, por favor, necesito un informe de la bodega —dijo ella.

Glinn se volvió hacia Howell.

—Pase a Garza por el general.

Un minuto después hizo ruido el altavoz.

—¡Pero bueno! ¿Qué coño ha pasado? —preguntó Garza.

—Hemos recibido otros dos proyectiles. ¿Y vosotros?

—Las explosiones han coincidido con una ola y han roto más soldaduras. Trabajamos todo lo deprisa que se puede, pero el meteorito…

—Seguid, Manuel. Y sin perder un segundo.

Lloyd volvió del armario y empezó a distribuir chaquetas al personal del puente.

Britton cogió la suya, se la puso y miró hacia proa. Ahora tenían delante las dos islas de hielo, ligeramente azules a la luz de la luna; quedaban a unos tres kilómetros y sobresalían del agua un mínimo de sesenta metros. En sus bases rompía furioso el oleaje.

—Posición del barco enemigo, señor Howell.

—A cinco kilómetros y acercándose. Vuelven a disparar.

Se produjo otro estallido a babor, un geiser de agua que justo después de brotar se torció casi en horizontal por la fuerza del panteonero. Ahora Britton oía directamente los cañones, un ruido lejano, extrañamente desvinculado de las cercanas explosiones. Hubo otro impacto, otra sacudida, y Britton se estremeció al ver varios fragmentos de metal al rojo vivo sobrevolando las ventanas del puente.

—Nos han alcanzado de refilón en la cubierta principal —dijo Howell. La miró—.

Están conteniendo el incendio, pero las dos turbinas han sufrido daños graves. La explosión ha desactivado las turbinas de alta y baja presión. Perdemos impulso a gran velocidad.

Britton bajó la mirada y observó el panel digital donde parpadeaba la velocidad del barco. Descendió a catorce nudos, a trece. La disminución de velocidad agravó el movimiento del barco. Britton notaba que empezaban a quedar bajo el anárquico dominio de la tormenta.

Diez nudos. Las olas más grandes empujaban al barco en todas las direcciones imaginables, haciéndole bailar un mareante ballet. Hasta ese momento no había creído posible que el mar pudiera jugar así con un barco tan grande. Se concentró en la consola.

Estaban encendidas las luces de alarma de motores, aunque no le decían nada que no supiera. Sentía retumbar los motores debajo de sus pies, con un ruido forzado e intermitente.

Volvieron a fallar las luces. Se estaban quedando sin corriente. Se activaron los sistemas de refuerzo.

El petrolero surcaba las aguas, y sus ocupantes callaban. Seguía impulsado por una inercia muy grande, pero cada ola que rompía en su casco le arrebataba un nudo o dos. Tanto más deprisa acortaba distancias el
Ramírez.

Britton paseó la mirada por los oficiales del puente, los cuales la miraron a su vez con semblantes pálidos y serios. La persecución había terminado.

Lloyd rompió el silencio. Le caían gotas de sangre en el ojo derecho. Parpadeó para quitárselas, sin darle mayor importancia.

—Pues nada, parece que ya está —dijo.

Britton asintió.

Lloyd se volvió hacia McFarlane.

—¿Sabes qué te digo, Sam? Que ahora me gustaría estar en la bodega. No sé, tengo ganas de despedirme. Te parecerá que estoy loco. ¿A que sí?

—No —contestó McFarlane—. En absoluto.

Britton miró con el rabillo del ojo y vio que Glinn, al oírlo, se giraba hacia ellos; pero se quedó callado, mientras se deslizaban hacia ellos las oscuras sombras de las islas de hielo.

Almirante Ramírez 17.15 h

—Alto el fuego —dijo Vallenar al jefe de la guardia.

Levantó los prismáticos y examinó el barco. Por el flanco de babor del petrolero salían columnas espesas y bajas de humo negro que flotaban a gran velocidad sobre un mar iluminado por la luna. Como mínimo dos blancos confirmados, incluido lo que tenía todo el aspecto de ser un proyectil en plena sala de máquinas, más daños graves en los palos de comunicaciones. Brillantes disparos, teniendo en cuenta el estado de la mar; suficientes para dejar inutilizado el buque. Se cumplían sus esperanzas. Vio que ya perdían velocidad, y esta vez iba en serio. No era ninguna estratagema.

BOOK: Más allá del hielo
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