Más allá del hielo (6 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Aventuras

BOOK: Más allá del hielo
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Se produjo un silencio elocuente.

—¿Qué tiene que ver con la ingeniería? —se decidió a preguntar McFarlane.

—Todo. EES ha sido pionera en la ciencia del análisis de fallos, que aún es la mitad de lo que hacemos. Para solucionar problemas de ingeniería, lo principal es entender por qué ha fallado algo.

—Ya, pero esto…

McFarlane hizo un gesto con la mano hacia la plaza recreada.

Glinn sonrió ambiguamente.

—¿Usted no diría que el asesinato de un presidente es un fallo grave? Y no digamos la investigación, porque vaya chapuza. Además, el análisis de esta clase de fallos nos ayuda a mantener perfecto nuestro historial.

—¿Perfecto?

—Sí. EES nunca ha fallado. Nunca. Es nuestra marca de fábrica. —Le hizo un gesto a Garza, y retrocedieron hacia la puerta—. No es suficiente saber cómo se hace tal o cual cosa.

También hay que analizar todas las posibilidades de que falle algo. Es la única manera de asegurarse el éxito. Por eso nunca hemos fallado. Sólo firmamos los contratos cuando sabemos que puede salir bien. Entonces damos garantías de éxito. En nuestros contratos no hay limitación de responsabilidad.

—¿Por eso todavía no ha firmado el contrato con el museo Lloyd?

—Por eso. Y por eso ha venido usted hoy. —Glinn se sacó del bolsillo un reloj de oro muy pesado con iniciales, consultó la hora y volvió a guardarlo. A continuación imprimió un giro brusco al pomo de la puerta y la cruzó—. Venga, que le esperan los demás.

Sede de EES 13 h

Un breve viaje en ascensor industrial, un recorrido laberíntico por blancos pasillos, y McFarlane se vio introducido en una sala de reuniones. Era baja de techo y de mobiliario austero; todo lo que tenía de suntuosa la de Palmer Lloyd lo tenía aquella de discreta. No había ventanas, ni grabados en las paredes; sólo una mesa redonda de madera exótica y, al fondo, una pantalla oscura.

Dos personas sentadas a la mesa le miraban con atención. La más cercana era una mujer joven y de pelo negro, que llevaba mono. No podía decirse que fuera guapa, pero en sus ojos marrones había una mirada perspicaz, y brillos dorados al fondo. Su manera sardónica de observar a McFarlane resultaba, para éste último, inquietante. La joven era de estatura mediana, delgada y sin nada que llamara la atención. Saludablemente morena, sobre todo en los pómulos y la nariz, tenía manos muy largas, y más todavía lo eran los dedos, con los que se dedicaba a quitarle la cáscara a un cacahuete sobre el cenicero grande que tenía en la mesa. Su aspecto era un poco de chicajo, pero en adulto.

El hombre de detrás llevaba bata blanca de laboratorio y parecía seco como un palo, con la piel enrojecida por el afeitado. Un párpado algo caído le prestaba al ojo una mirada chistosa, como si fuera a guiñarlo, pero el resto de su persona no tenía nada de chistosa: parecía un hombre extremadamente serio, muy poco natural. No se cansaba de girar un lápiz mecánico.

Glinn asintió con la cabeza.

—Le presento a Eugene Rochefort, ingeniero jefe. Es especialista en diseños de ingeniería excepcionales.

Rochefort aceptó el cumplido apretando los labios.

—Y a la doctora Rachel Almira. Entró en la empresa como física, pero tardamos poco en aprovechar sus excepcionales dotes de matemática. Si tiene un problema, ella le hará una ecuación. Rachel, Gene, os presento al doctor Sam McFarlane, buscador de meteoritos.

Contestaron con sendos movimientos de la cabeza. McFarlane, ocupado en abrir el maletín y repartir carpetas, se sentía observado por los dos, y notó que volvía a ponerse tenso.

Glinn cogió la que le ofrecía.

—Si no hay objeción, empezaremos repasando las líneas generales del problema y luego abriremos el debate.

—Adelante —dijo McFarlane, acomodándose en una silla.

Glinn miró a los presentes con sus ojos grises e inescrutables. A continuación se sacó un fajo de notas de dentro de la americana.

—Primero un poco de información general. La zona que nos interesa es una islita que recibe el nombre de Desolación y queda cerca de la punta sur del continente americano, entre las islas del cabo de Hornos. Está en territorio chileno y tiene unos trece kilómetros de longitud y cinco de anchura.

Hizo una pausa y miró alrededor.

—Nuestro cliente, Palmer Lloyd, insiste en que pongamos manos a la obra con la mayor rapidez. Le preocupa que puedan surgirle competidores entre los demás museos. Por lo tanto, habrá que trabajar en lo más crudo del invierno sudamericano. En las islas del cabo de Hornos, las temperaturas de julio oscilan entre máximas de pocos grados y mínimas de treinta y cinco bajo cero. Con la excepción de la Antártida, el cabo de Hornos es la masa continental más al sur de todo el planeta, casi dos mil kilómetros más cerca del Polo Sur que el cabo de Buena Esperanza, en África. Durante el mes de nuestra actividad, podemos esperar cinco horas de luz diurna.

»Isla Desolación no es lo que se dice un lugar acogedor. Se trata de una isla casi desértica, con mucho viento y en su mayor parte volcánica, con algunas cuencas sedimentarias del Terciario. Está dividida en dos por un campo grande de nieve, y hacia el extremo norte hay un pitón de lava antiguo. Las mareas varían entre nueve y once metros verticales, y el grupo de islas está sujeto a una corriente invertida de seis nudos.

—Ideal para un picnic —musitó Garza.

—El asentamiento humano más cercano está en la isla Navariño, en el canal de Beagle, unos sesenta y cinco kilómetros al norte de las islas del cabo de Hornos. Es una base naval chilena, Puerto Williams. Aparte de la base hay una zona de chozas con población mestiza de indios.

—¿Williams? —dijo Garza—. ¿No está en Chile?

—Los primeros que exploraron la zona fueron los ingleses. —Glinn colocó las notas encima de la mesa—. Doctor McFarlane, me consta que ha estado usted en Chile.

McFarlane asintió.

—¿Qué puede decirnos de su marina?

—Un encanto de gente.

Se quedaron callados. Rochefort, el ingeniero, empezó a dar golpes en la mesa con el lápiz, como tocando el tambor. Se abrió la puerta y entró un camarero para servir bocadillos y café.

—Realizaron patrullajes agresivos por la costa —prosiguió McFarlane—, sobre todo al sur, por la frontera con Argentina. Estarán ustedes al corriente de que hace tiempo que los dos países tienen diferencias fronterizas.

—¿Tiene algo que añadir a lo que he comentado sobre el clima?

—He estado en Punta Arenas a finales de otoño, y las tormentas de nieve o granizo eran de lo más normal, como la niebla. Aparte de los
williwaws.


¿ Williwaws?
—preguntó Rochefort con un hilo de voz trémula.

—Ráfagas cortas de viento. Sólo duran uno o dos minutos, pero pueden llegar a ciento cincuenta nudos.

—¿Algún fondeadero decente? —preguntó Garza.

—A mí me han dicho que no hay. De hecho, que yo sepa no se puede anclar bien en ninguna isla del cabo de Hornos.

—Nos gustan los retos —dijo Garza.

Glinn recogió los papeles, los dobló con cuidado y volvió a metérselos en la americana.

McFarlane tenía la sensación de que había hecho las preguntas sabiendo las respuestas con antelación.

—Está claro —dijo Glinn— que nos enfrentamos con un problema complicado, aunque hagamos abstracción del meteorito; pero bueno, analicémoslo. Rachel, ¿verdad que tienes algunas preguntas sobre los datos?

—Más que preguntas, un comentario.

La mirada de Amira descansó en una carpeta que tenía delante y voló hacia McFarlane con cierta diversión. Tenía una actitud de superioridad que a McFarlane le molestaba.

—¿Cuál? —dijo éste.

—Que no me creo nada.

—¿El qué, concretamente?

Ella movió la mano por encima de la carpeta.

—Usted es experto en meteoritos, ¿no? Entonces sabrá la razón de que nunca se haya encontrado ninguno de más de sesenta toneladas. Por poco más grande que sea, la fuerza del impacto hace que se rompa. Por encima de doscientas toneladas los meteoritos se vaporizan con el impacto. Entonces, ¿cómo puede ser que siga intacto un monstruo así?

—No puedo… —empezó McFarlane, pero Amira le interrumpió.

—Lo segundo es que los meteoritos de hierro se oxidan. Por grandes que sean, sólo tardan cinco mil años en hacerse polvillo por el óxido; por lo tanto, suponiendo que sobreviviera al impacto, que ya es suponer, ¿por qué se conserva? ¿Cómo me explica este informe geológico que dice que cayó hace treinta millones de años, quedó enterrado en sedimentos y hasta ahora no ha empezado a destaparlo la erosión?

McFarlane se apoyó en el respaldo, mientras Amira, las cejas enarcadas, permanecía a la expectativa.

—¿Ha leído algo de Sherlock Holmes? —preguntó él, sonriendo a su vez.

Amira puso los ojos en blanco.

—¡No irá a citarme aquello tan trillado de que cuando se ha eliminado lo imposible, lo que queda, por improbable que sea, tiene que ser la verdad!

McFarlane le lanzó una mirada de sorpresa.

—¿No es así?

Amira disfrutó de su victoria con una sonrisa de suficiencia, mientras Rochefort negaba con la cabeza.

—¿Es su fuente de autoridad científica, doctor McFarlane? —dijo Amira con animación—. ¿Sir Arthur Conan Doyle?

McFarlane espiró con lentitud.

—Los datos de base los recogió otra persona, y no puedo responder de ellos. Lo único que puedo decir es que si son exactos no hay ninguna otra explicación: es un meteorito.

Se produjo un silencio.

—Datos de otra persona —dijo Amira, pelando otro cacahuete—. Por casualidad ¿no será el doctor Masangkay?

—Sí.

—Tengo entendido que se conocían.

—Fuimos socios.

—Ah. —Amira asintió con la cabeza, como si fuera la primera vez que lo oía—. ¿Eso quiere decir que si los datos los recogió el doctor Masangkay a usted le merecen un alto grado de confianza? ¿Confía en él?

—Totalmente.

—No sé si Masangkay diría lo mismo de usted —comentó Rochefort con su voz afectada y aguda.

McFarlane miró fijamente al ingeniero.

—Sigamos —dijo Glinn.

McFarlane dejó de mirar a Rochefort y dio un golpecito a la carpeta con el dorso de una mano.

—En esta isla hay un enorme depósito circular de coesita fundida. Justo en el centro hay una masa densa de material ferromagnético.

—Un depósito natural de mineral de hierro —dijo Rochefort.

—El reconocimiento aéreo indica que en la zona se da una inversión de los estratos sedimentarios.

Amira puso cara de sorpresa.

—¿Una qué?

—Capas sedimentarias cambiadas.

Rochefort suspiró exageradamente.

—¿O sea?

—Cuando un meteorito grande choca con capas sedimentarias se invierten los estratos.

Rochefort siguió dando golpes con el lápiz.

—¿Cómo? ¿Por arte de magia?

McFarlane le dedicó otra mirada aún más larga.

—¿Quiere una demostración, señor Rochefort?

—Pues sí.

McFarlane cogió su bocadillo, lo examinó y lo olió.

—¿Mantequilla de cacahuete y jalea?

Hizo una mueca.

—¿Nos lo demuestra, por favor? —pidió Rochefort con voz tensa de impaciencia.

—Cómo no.

McFarlane puso el bocadillo encima de la mesa, entre él y Rochefort, inclinó la taza de café y poco a poco vertió su contenido.

—Pero ¿qué hace este hombre? —dijo Rochefort, vuelto hacia Glinn y con voz aguda —. Ya sabía yo que era un error.

McFarlane levantó la mano.

—Un poco de paciencia, por favor, que estamos preparando el depósito sedimentario.

—Cogió otro bocadillo y lo puso encima del primero. A continuación lo empapó de café—.

Listo. Este bocadillo es el depósito sedimentario: pan, mantequilla de cacahuete, jalea y más pan, todo en capas. Y mi puño… —levantó la mano por encima de la cabeza— es el meteorito.

Lo estampó aparatosamente contra el bocadillo.

—¡Pero hombre! —exclamó Rochefort, sobresaltado y con la camisa manchada de mantequilla de cacahuete. Se levantó quitándose migas de pan mojado de los brazos.

Garza, que estaba sentado al final de la mesa, no salía de su asombro. En cuanto a Glinn, permanecía impasible.

—Ahora examinaremos los restos del bocadillo que han quedado en la mesa —continuó McFarlane con la misma tranquilidad que si estuviera dando clase en la universidad—. Hagan el favor de fijarse en que los componentes se han invertido. Ahora la capa inferior de pan está encima, la mantequilla de cacahuete y la jalea han cambiado de orden, y la capa superior de pan se ha convertido en la inferior. Es lo que hace el meteorito cuando choca con rocas sedimentarias: pulveriza las capas, las invierte y vuelve a depositarlas al revés. —Miró rápidamente a Rochefort—. ¿Alguna otra pregunta o comentario?

—Esto es indignante —dijo Rochefort, limpiándose las gafas con un pañuelo.

—Por favor, señor Rochefort, siéntese —dijo Glinn, todo calma.

Para sorpresa de McFarlane, Amira prorrumpió en una risa grave y poco escandalosa.

—Felicidades, doctor McFarlane. Ha sido muy entretenido. A nuestras reuniones les conviene un poco de animación. —Se giró hacia Rochefort—. Tendrías que haberme hecho caso y pedir sandwiches. Así te lo habrías ahorrado.

Rochefort volvió a su asiento con mala cara.

—A lo que íbamos —dijo McFarlane, echándose hacia atrás limpiándose la mano con una servilleta—: la inversión de estratos sólo es señal de una cosa: un cráter de impacto muy grande. Sumados todos los indicios, apuntan a la caída de un meteorito. Ahora bien, si tienen alguna explicación mejor tendré mucho gusto en oírla.

Esperó.

—¿Y si es una nave extraterrestre? —intervino Garza, esperanzado.

—Eso ya lo hemos pensado, Manuel —repuso secamente Amira.

—¿Y?

—La navaja de Occam. Nos pareció inverosímil.

Rochefort seguía limpiándose las gafas de mantequilla de cacahuete.

—No sirve de nada hacer conjeturas. ¿Por qué no mandamos a un equipo de exploración para que consiga mejores datos?

McFarlane miró a Glinn, que escuchaba con los ojos entrecerrados.

—El señor Lloyd y yo nos fiamos de los datos de que disponemos; además, el señor Lloyd no quiere llamar más la atención sobre la isla. Y tiene razón.

De repente tomó la palabra Garza.

—Exacto. Y eso nos lleva al segundo problema: el de sacar algo de Chile. Me parece que usted tiene experiencia en esa clase de… digamos que operaciones.

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