Más allá del hielo (8 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Aventuras

BOOK: Más allá del hielo
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Cogió a Glinn por el codo y le condujo hacia unos bancos de piedra al otro lado de la pirámide.

McFarlane se instaló en el que quedaba enfrente de Lloyd y Glinn. Hacía fresco a la sombra de la pirámide.

Lloyd señaló la fina carpeta que llevaba Glinn bajo el brazo.

—¿Un millón de dólares da para tan poco?

Glinn no contestó directamente. Miraba la pirámide.

—Cuando esté acabada, ¿cuánto medirá? —preguntó.

—Veinticuatro metros —contestó orgulloso Lloyd—. Es la tumba de un faraón del Imperio Antiguo, Khefret II. Una figura menor en todos los aspectos; murió a los treinta, el pobre. Comprenderás que yo la quería más grande, pero bueno, sigue siendo la única pirámide fuera del valle del Nilo.

—¿Y la base? ¿Cuánto mide?

—Cuarenta y tres metros de lado.

Glinn se quedó callado y con la mirada en el suelo.

—Qué coincidencia más interesante —dijo al cabo.

—¿ Coincidencia ?

La mirada de Glinn volvió a posarse en Lloyd.

—Hemos vuelto a analizar los datos de su meteorito, y consideramos que su peso se acerca más a diez mil toneladas. Igual que esta pirámide. Si basamos el cálculo en los meteoritos estándar de níquel y hierro, nos sale un diámetro de unos doce metros.

—¡Fantástico! Cuanto más grande, mejor.

—Mover el meteorito será como mover esta pirámide; pero junta, no bloque a bloque.

—¿Y qué?

—Le voy a dar un ejemplo: la torre Eiffel —dijo Glinn.

—No la quiero. Es un adefesio.

—La torre Eiffel pesa unas cinco mil toneladas.

Lloyd le miró.

—El cohete
Saturno V
(el objeto más pesado movido por los hombres desde tierra) pesa tres mil toneladas. Mover su meteorito, señor Lloyd, será como mover dos torres Eiffel. O tres
Saturno V.

—¿Por qué lo dices? —preguntó Lloyd.

—Porque, si lo piensa, diez mil toneladas es un peso de vértigo. Diez millones de kilos.

Y aquí de lo que se trata es de llevarlos a cuestas por medio planeta.

Lloyd enseñó los dientes.

—El objeto más pesado movido por el hombre. Me gusta. Como gancho publicitario no se puede pedir nada mejor. Pero no veo el problema. Cuando esté en el barco, se podrá traer Hudson arriba prácticamente hasta nuestra puerta.

—Justamente. El problema es subirlo al barco, sobre todo los últimos quince metros entre la costa y la bodega. La grúa más grande del mundo levanta menos de mil toneladas.

—Pues se construye un espigón y se lleva por tierra hasta el barco.

—En isla Desolación, a seis metros de la costa ya hay sesenta de profundidad, o sea, que no se puede construir un muelle fijo. Y en uno flotante el meteorito se hundiría.

—Pues se busca un punto menos profundo.

—Ya lo hemos investigado y no hay ninguno. De hecho, el único punto donde se pueda cargar está en la costa este de la isla, y de ahí al meteorito hay un campo de nieve. En el centro la profundidad de la nieve es de sesenta metros, conque para llevar el pedrusco al barco tendremos que rodear el campo.

Lloyd gruñó.

—Empiezo a ver el problema. Y ¿por qué no vamos con un barco, lo arrimamos a la costa y hacemos que ruede el trasto a la bodega? Los superpetroleros más grandes tienen capacidad para medio millón de toneladas de crudo. Hay de sobra.

—Si metiéramos el meteorito rodando en la bodega de un barco, haría un agujero. No es tan cómodo como el petróleo, que reparte el peso a medida que va llenando la bodega.

—Bueno, y ¿todo esto a qué viene? —preguntó Lloyd con rudeza—. ¿Es para decirme que no?

Glinn negó con la cabeza.

—Al contrario. Estamos dispuestos a aceptar el encargo.

Lloyd sonrió de oreja a oreja.

—¡Genial! Pues ¿por qué pones tantas pegas?

—Sólo quería prepararle para la enormidad de lo que quiere hacer. Y, en proporción, para la enormidad de nuestros honorarios.

Los rasgos de Lloyd se contrajeron un poco.

—¿Que son…?

—Ciento cincuenta millones de dólares. Incluido el flete del barco. FOB1.

Lloyd palideció.

—Dios mío. Ciento cincuenta millones… —Se hundió la barbilla en las manos—. Para una roca de diez mil toneladas. Sale…

—A siete dólares y medio el kilo —dijo Glinn.

—No está mal —dijo McFarlane—. Teniendo en cuenta que ahora por un meteorito más o menos decente piden unos cien billetes por kilo…

Lloyd le miró.

-¿Sí?

McFarlane asintió.

—En todo caso —continuó Glinn—, y como el encargo se sale de lo habitual, nuestra aceptación tiene dos condiciones.

—¿ Cuáles ?

—La primera, doble presupuesto. Verá por nuestro informe que no hemos calculado precisamente a la baja, pero consideramos que para no correr ningún riesgo hay que presupuestar el doble de la cantidad que le he dicho.

—O sea que en realidad costará trescientos millones de dólares.

—No. A nosotros nos parece que costará ciento cincuenta. Si no, le habríamos facilitado otra cantidad. Pero, habiendo tantas variables desconocidas, faltando tantos datos y pesando tanto el meteorito, necesitamos margen de maniobra.

—Margen de maniobra. —Lloyd meneó la cabeza—. ¿Y la segunda condición?

Glinn se sacó la carpeta de debajo del brazo y se la apoyó en la rodilla.

—Una compuerta de seguridad.

—¿Es decir?

—Una trampilla especial en el fondo del barco para que en caso de emergencia grave se pueda soltar el meteorito.

Lloyd puso cara de no entenderlo.

—¿Soltar el meteorito?

—Si llega a desprenderse de su fijación, podría hundir el barco. En previsión de ello, necesitamos una manera de quitárnoslo de encima lo más deprisa posible.

Al oírlo, Lloyd pasó de estar pálido a enrojecer de ira.

—¿Qué quieres decir, que a la que se ponga el mar un poco bravo tiraréis el meteorito por la borda? Ni hablar.

—Según la doctora Amira, nuestra matemática, sólo hay una posibilidad sobre cinco mil de que haga falta llegar a ese extremo.

Intervino McFarlane.

—Yo creía que el señor Lloyd pagaba una millonada porque ustedes le garantizaban el éxito. Tirar el meteorito porque hay tormenta me parece un fracaso.

Glinn le miró.

—Lo que garantizamos es que en el trabajo de EES no habrá ningún fallo. En eso la garantía es rotunda. Lo que no podemos garantizar es lo que haga Dios. Los sistemas naturales, de por sí, son imprevisibles. Si de repente apareciera una tormenta muy fuerte y hundiera el barco, no lo consideraríamos necesariamente un fracaso.

Lloyd se levantó de un salto.

—Pues yo no tiro el meteorito al mar ni muerto. Vaya, que no tendría sentido dejarles poner una trampilla.

Se alejó varios pasos hasta detenerse frente a la pirámide con los brazos cruzados.

—Es lo que hay —dijo Glinn. Hablaba con calma, pero su voz transmitía absoluta convicción.

Lloyd tardó un poco en contestar. Primero sacudió la cabeza, y se notaba que libraba una batalla interna. Se giró.

—De acuerdo —dijo—. ¿Cuándo empezamos?

—Si quiere, hoy mismo. —Glinn se levantó, dejando la carpeta en el banco—. Aquí dentro hay un resumen de los preparativos que vamos a tener que hacer, y un desglose de los gastos relacionados. Sólo falta su visto bueno y un anticipo de cincuenta millones. Verá que EES se ocupa de todos los detalles.

Lloyd cogió la carpeta.

—Lo leeré antes de comer.

—Creo que le interesará. En fin, va siendo hora de que vuelva a Nueva York. —Glinn saludó con la cabeza a los dos hombres—. Que disfruten de su pirámide.

Les dio la espalda, caminó por la arena de la explanada y desapareció en la sombra tupida de los arces.

Millburn, Nueva Jersey 9 de junio, 14.45 h

Eli Glinn estaba al volante de un vulgar coche de cuatro puertas con el motor apagado.

Su instinto le había hecho aparcar en un ángulo de máximo reflejo solar en el parabrisas, a fin de dificultarle a la gente la visión del ocupante. El panorama visual y sonoro, de típico barrio residencial de la costa Este (céspedes cuidados, árboles viejos, zumbido lejano de autopista), no le provocaba ninguna reacción especial.

A dos edificios de distancia se abrió la puerta de una casita de estilo georgiano y apareció alguien. Glinn se irguió con un movimiento casi imperceptible y observó a la mujer, que bajó al porche, vaciló y miró por encima del hombro. La puerta, sin embargo, ya se había cerrado. La mujer echó a caminar hacia Glinn a paso ligero, erguida la cabeza, erguidos los hombros y con el sol vespertino arrancando reflejos a su pelo rubio.

Glinn abrió la carpeta del asiento del copiloto y examinó una fotografía sujeta con un clip a los papeles de dentro. Era ella. Dejó la carpeta en el asiento trasero y volvió a mirar por la ventanilla. Aunque no estuviera de uniforme, la mujer seguía exudando autoridad, competencia y autodisciplina. Y en toda su persona no había nada que delatase lo difíciles que debían de haber sido sus últimos dieciocho meses. Excelente. Viéndola acercarse, Glinn bajó la ventanilla del lado del copiloto: según el perfil de personalidad, lo que mejor resultado podía dar era la sorpresa.

—¿Capitana Britton? —dijo—. Me llamo Eli Glinn. ¿Me permite unas palabras?

La mujer se detuvo, y Glinn reparó en que la expresión de su rostro pasaba de la sorpresa a la curiosidad. No había inquietud ni miedo, sino calma y seguridad.

Se acercó al coche.

—Usted dirá.

Glinn, automáticamente, tomó una serie de notas mentales. No llevaba perfume, y caminaba con el bolso (pequeño pero funcional) muy pegado al cuerpo. Era alta, pero de constitución delgada. Aunque tuviera la piel blanca, se le veían arruguitas alrededor de los ojos verdes, y bastantes pecas: señal de que había pasado muchos años expuesta al sol y el viento. Tenía la voz grave.

—Es que es un poco largo de contar. ¿La llevo a alguna parte?

—No, gracias, no hace falta. Tengo la estación de tren a unas manzanas.

Glinn asintió con la cabeza.

—¿Vuelve a casa, a New Rochelle? Hay que hacer transbordo. Si quiere la llevo con mucho gusto.

Esta vez la sorpresa duró un poco más, y al desaparecer dejó una mirada de especulación en los ojos verde mar.

—Mi madre siempre me decía que no subiera a ningún coche sin conocer al conductor.

—Y tenía razón, pero me parece que lo que tengo que decirle le interesará.

La mujer se lo pensó y asintió.

—De acuerdo —dijo, y subió.

Glinn reparó en que conservaba el bolso en el regazo y en que su mano derecha, significativamente, seguía cogiendo el tirador de la puerta. No le sorprendía que hubiera aceptado, pero estaba impresionado por su capacidad de evaluar una situación, calibrar las opciones y llegar a una solución rápida. Estaba dispuesta a correr riesgos pero con prudencia.

Era lo que cabía esperar de su dossier.

—Tendrá que guiarme —dijo él, apartándose de la acera—. Esta parte de Nueva Jersey la conozco mal.

No era del todo exacto. Glinn conocía una docena de maneras de ir al condado de Westchester, pero quería verla a ella en situación de autoridad, por modesta que fuera.

Britton mantuvo la serenidad durante todo el camino, dando indicaciones escuetas con el estilo de alguien acostumbrado a ver obedecidas sus órdenes. Admirable mujer, en verdad, y más quizá por la única catástrofe que había protagonizado.

—Ante todo, permítame una puntualización —dijo él—. Conozco su pasado, y no tiene nada que ver con lo que voy a decirle.

Vio de reojo que se ponía tensa. Sin embargo, al hablar lo hizo con calma.

—Creo que en un momento así, lo propio de una dama sería contestar: «Estoy en desventaja, caballero».

—Aún no puedo entrar en detalles, pero he venido a ofrecerle el puesto de capitana de un petrolero.

Hubo un largo silencio, hasta que ella miró a Glinn.

—Si conociera mi pasado tan bien como dice, dudo que me lo ofreciera.

Su tono seguía siendo tranquilo, pero Glinn le leyó varias cosas en la cara: curiosidad, orgullo y tal vez esperanza.

—Se equivoca, capitana Britton. Conozco la historia de pe a pa. Sé que era una de las pocas mujeres capitanas de la flota petrolera. Sé que le hacían el vacío y que tendía a seguir las rutas menos populares. Estaba sometida a presiones enormes. —Hizo una pausa—. Sé que en su última misión la encontraron en el puente en estado de embriaguez. Le diagnosticaron alcoholismo, e ingresó en un centro de rehabilitación. Gracias al tratamiento pudo conservar el permiso, pero desde que salió, hace un año, no ha tenido más ofertas de trabajo. ¿Se me escapa algo?

Quedó atento a la reacción.

—No —contestó ella sin inmutarse—. Viene a ser eso.

—Voy a serle sincero, capitana. Es una misión muy especial. Dispongo de una lista muy corta de otros capitanes, pero no tengo muy claro que aceptaran.

—No como yo, que estoy desesperada —dijo Britton con su voz grave, sin apartar la mirada del parabrisas.

—Si lo estuviera habría aceptado el vapor volandero panameño que le ofrecieron en noviembre, o el carguero de Liberia con vigilantes armados y cargamento sospechoso. —Vio contraerse un poco los párpados de Britton—. Es parte de mi trabajo, capitana Britton.

Analizo las características de los fallos.

—Y ¿qué trabajo es, señor Glinn?

—La ingeniería. Nuestros análisis demuestran que la gente que ha fallado una vez tiene noventa por ciento menos de posibilidades de volver a fallar.

Soy el ejemplo que confirma la teoría.

Glinn no lo dijo en voz alta, pero le faltó muy poco. Se permitió mirar brevemente a la capitana Britton. ¿A qué se debía que hubiera estado a punto de abandonar una reserva que le era tan consustancial como respirar? Dejó la cuestión pendiente de análisis, porque lo merecía.

Volvió a mirar la carretera.

—Hemos evaluado a fondo todo su historial. Antes era una capitana de primera con problemas de alcohol. Ahora sólo es una capitana de primera. Una capitana en cuya discreción sé que puedo confiar.

Britton reaccionó con un leve movimiento de la cabeza.

—Discreción —repitió con un matiz sardónico.

—Si acepta la misión, podré explicarle muchas más cosas, pero de momento sólo puedo decirle esto: no será un viaje largo. Máximo tres meses. Tendrá que realizarse en el mayor secreto. El destino está muy al sur, en unas latitudes que creo que usted conoce bien.

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