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Authors: C. S. Lewis

Tags: #Ciencia Ficción, Relato, otros

Más allá del planeta silencioso (21 page)

BOOK: Más allá del planeta silencioso
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A cada minuto que pasaba aparecían más
jandramits
, largas líneas rectas, algunas paralelas, otras que se cruzaban, otras que construían triángulos. El paisaje se hacía cada vez más geométrico. Entre las líneas púrpuras, el páramo era perfectamente liso. En línea recta bajo él se hacía notar el tinte rosado de los bosques petrificados, pero, hacia el nordeste, los grandes desiertos arenosos de los que le habían hablado los sorns aparecían como extensiones ilimitadas de amarillo y ocre. Hacia el oeste comenzó a aparecer una enorme mancha. Era un parche irregular de color azul grisáceo que parecía hundirse bajo el nivel del
jarandra
circundante. Dedujo que eran las tierras bajas boscosas de los pfifltriggi o más bien una de sus tierras bajas boscosas, porque ahora aparecían parches similares en todas direcciones, algunos como simples burbujas en intersecciones de
jandramits
, otros muy extensos. Se le fue haciendo evidente que su conocimiento de Malacandra era minúsculo, local, de parroquia. Era como si un sorn hubiera viajado sesenta millones de kilómetros hasta la Tierra y al llegar allí se hubiera quedado todo el tiempo entre Worthing y Brighton. Pensó que si sobrevivía, tendría poco que mostrar de su asombroso viaje: un conocimiento superficial del idioma, unos pocos paisajes, un poco de física entendida a medias… pero ¿dónde estaban las estadísticas, la historia, el amplio informe de las condiciones extraterrestres que un viajero como él tenía la obligación de ofrecer? Los
jandramits
, por ejemplo. Vistos desde la altura alcanzada ahora por la astronave, con todo su inequívoco carácter geométrico, lo hacían avergonzarse de haberlos tomado originalmente por valles naturales. Eran gigantescas proezas de ingeniería sobre las que no había aprendido nada. Proezas cumplidas, si todo era cierto, antes de que comenzara la historia humana… antes de que comenzara la historia animal. ¿O eso era sólo mitología? Tenía la seguridad de que parecería mitología cuando hubiera regresado a la Tierra (si es que regresaba), pero la presencia de Oyarsa era un recuerdo demasiado fresco para permitirle auténticas dudas. Incluso se le ocurrió que la distinción entre la historia y la mitología podía no tener sentido fuera de los límites de la Tierra.

La idea lo desconcertó y volvió una vez más la mirada al paisaje, que poco a poco iba dejando de ser un paisaje para convertirse en un diagrama. En ese momento, hacia el este, una mancha mucho más grande y oscura que las que había visto hasta entonces se abrió camino dentro del ocre rojizo de Malacandra, una mancha extrañamente conformada, con largos brazos o cuernos que se abrían a cada lado y una especie de bahía entre ellos, como la parte cóncava de una media luna. Crecía y crecía. Los amplios brazos oscuros parecían tenderse para abarcar el planeta entero. De pronto vio un punto luminoso en medio de la mancha oscura y cayó en la cuenta de que no era una mancha sobre la superficie, sino el cielo negro apareciendo detrás del planeta. La suave curva era el borde de su disco. Ante ese espectáculo, el miedo se apoderó de él por primera vez desde que embarcaron. Lentamente, aunque no tanto para que no lo advirtiera, los brazos oscuros se alargaron más y más alrededor de la superficie iluminada hasta que al fin se encontraron. El disco entero, con un marco negro, estaba ante él. Los débiles golpes de los meteoritos se oían desde hacía rato, y la ventana por la que miraba ya no estaba claramente debajo de él. Aunque sus miembros ya eran muy livianos, estaban bastante rígidos para moverlos y tenía mucha hambre. Miró el reloj. Había estado en su puesto, hechizado, durante unas ocho horas.

Se dirigió trabajosamente a la parte soleada de la nave y retrocedió tambaleando, casi enceguecido por la gloria de la luz. A tientas, encontró las gafas oscuras en su antigua cabina y se sirvió agua y comida —Weston había racionado estrictamente las dos cosas—. Abrió la puerta de la sala de control y miró. Los dos socios, con los rostros consumidos por la ansiedad, estaban sentados ante una especie de mesa metálica, cubierta de instrumentos delicados que vibraban con suavidad y en los que predominaban el cristal y el alambre fino. Ambos ignoraron su presencia. Durante el resto del viaje silencioso, Ransom tuvo a su disposición toda la nave.

Cuando volvió al lado oscuro, el mundo que estaban abandonando parecía colgar en el cielo sembrado de estrellas, no mucho mayor que nuestra luna terrestre. Aún eran visibles sus colores: un disco amarillo rojizo manchado de azul grisáceo, con un casquete blanco en cada polo. Vio las dos pequeñas lunas malacándricas (su movimiento era bastante perceptible) y pensó que estaban entre el millar de cosas que no había notado durante su permanencia en el planeta. Durmió, se despertó y vio el disco colgando aún en el cielo. Ahora era más pequeño que la Luna. Sus colores habían desaparecido salvo un leve y uniforme tinte rojizo de su luz; hasta la luz había dejado de ser incomparablemente más intensa que la de las estrellas que lo rodeaban. Había dejado de ser Malacandra: era sólo Marte.

Pronto cayó en la vieja rutina de dormir y tomar sol, interrumpida sólo para escribir algunas notas apresuradas para su diccionario de malacándrico. Sabía que había muy pocas posibilidades de que pudiera comunicar su nuevo saber a los seres humanos y que, casi con seguridad, la muerte anónima en la profundidad del espacio sería el fin de su aventura. Pero ya le era imposible pensar en ello como «espacio». Tuvo algunos momentos de miedo frío, pero cada vez eran menores y más rápidamente absorbidos por un sentimiento de reverencia, que hacía que su destino individual pareciera insignificante por completo. No podía sentir que fueran una isla de vida viajando a través de un abismo de muerte. Sentía casi lo opuesto: que la vida esperaba fuera de la pequeña cáscara de huevo de acero en la que viajaban, lista para irrumpir en su interior y que, si los mataba, lo haría por el exceso de su vitalidad. Tenía la ardiente esperanza de que si morían, fuera por la descorporización de la astronave y no por asfixia. En algunos momentos, salir al exterior, liberarse, disolverse en ese océano de eterno mediodía le parecía una culminación aún más deseable que el regreso a la Tierra. Y si había experimentado un éxtasis parecido en el viaje de ida, ahora lo sentía multiplicado por diez, porque tenía la convicción de que el abismo estaba lleno de vida en el sentido más literal: lleno de criaturas vivientes.

A medida que avanzaban, su confianza en las palabras de Oyarsa sobre los eldila aumentaba en vez de disminuir. No vio ninguno; la intensidad de la luz en la que viajaban no permitía ninguna de las fugaces variaciones que habrían traicionado su presencia. Pero oía, o creía oír, toda clase de sonidos delicados o de vibraciones afines al sonido, mezclándose con la lluvia tintineante de los meteoritos y, a menudo, la sensación de presencias invisibles, incluso dentro de la astronave, se hacía irresistible. Era eso, más que cualquier otra cosa, lo que le restaba importancia al hecho de que sobreviviera o no. Él y su raza se veían pequeños y efímeros contra un fondo de plenitud tan inconmensurable. Su cerebro se tambaleaba ante la idea de la verdadera población del universo, la infinitud tridimensional de su territorio y los eones no registrados del pasado, pero su corazón se había vuelto más firme que nunca.

Felizmente alcanzó ese estado espiritual antes de que comenzaran los verdaderos sufrimientos del viaje. Desde que partieron de Malacandra, el termómetro había subido sin cesar, ahora marcaba una temperatura mayor a la de cualquier momento del viaje de ida. Y seguía subiendo. La luz también aumentó. Por lo común, Ransom mantenía los ojos cerrados con fuerza bajo las gafas, abriéndolos el mínimo tiempo posible, sólo cuando necesitaba guiarse en sus movimientos. Sabía que si llegaban a la Tierra, tendría la vista dañada de forma permanente. Pero eso no era nada comparado con el tormento del calor. Los tres permanecían despiertos las veinticuatro horas soportando la agonía de la sed con los ojos dilatados, los labios ennegrecidos y las mejillas manchadas de saliva espumosa. Aumentar sus escasas raciones de agua habría sido una locura, consumir aire discutiendo el asunto también.

Comprendía bastante bien lo que pasaba. En su esfuerzo final por salvarles la vida, Weston se estaba aventurando dentro de la órbita terrestre, conduciéndolos más cerca del sol de lo que el hombre y quizás la vida habían estado nunca. Supuso que era algo inevitable; no se podía seguir a una Tierra en retirada alrededor del borde de su propio curso giratorio. Debían de estar tratando de salirle al paso, de cortar su trayectoria… ¡Era una locura! Pero el asunto no ocupó mucho su mente, no era posible pensar demasiado en algo que no fuera la sed. Uno pensaba en el agua, luego en la sed, luego pensaba que pensaba en la sed, luego en el agua otra vez. Y el termómetro seguía subiendo. El calor impedía tocar las paredes de la nave. Era obvio que se acercaba una crisis. En las próximas horas el calor los mataría o disminuiría.

Disminuyó. Llegó un tiempo en que yacieron exhaustos y estremeciéndose en algo que se parecía al frío, aunque seguía haciendo más calor que bajo cualquier clima terrestre. Hasta allí, Weston había triunfado; se había arriesgado a llevarlos a la temperatura más alta a la que podía sobrevivir en teoría la vida humana y la habían soportado. Pero no eran los mismos hombres. Hasta entonces Weston había dormido muy poco incluso en sus períodos de descanso: después de más o menos una hora de sueño intranquilo, volvía siempre a sus cartas de vuelo y sus cálculos infinitos, casi desesperantes. Se le podía ver luchando contra la desesperación, acosando una y otra vez las cifras en su cerebro aterrado. Ahora ni las miraba. Hasta parecía descuidado en la sala de control. Devine se movía como un sonámbulo. Ransom vivía cada vez más sobre el lado oscuro y pasaba largas horas sin pensar en nada. Aunque habían superado el primer gran peligro, a estas alturas ninguno de los tres tenía serias esperanzas de que el viaje terminara bien. Habían pasado ya cincuenta días sin hablarse, dentro de la cáscara de acero, y el aire ya estaba muy viciado.

Weston había cambiado tanto su forma de ser que hasta le permitió a Ransom compartir la dirección de la nave. Sobre todo por signos, aunque con la ayuda de algunas palabras susurradas, le enseñó todo lo que era necesario en esa etapa del viaje. Al parecer, iban a toda velocidad hacia el hogar (aunque con pocas probabilidades de alcanzarlo a tiempo) gracias a una especie de «viento alisio» cósmico. Unos pocos golpes de pulgar le permitían a Ransom mantener la estrella que Weston le había indicado en el centro del tragaluz, aunque siempre con la mano izquierda lista para hacer sonar la campanilla de la cabina de Weston.

La estrella no era la Tierra. Los días (los «días» puramente teóricos que tenían un significado terriblemente práctico para los viajeros) llegaron a sumar cincuenta y ocho antes de que Weston cambiara de rumbo y un astro distinto apareciera en el centro del tragaluz. A los sesenta días se hizo evidente que era un planeta. A los sesenta y seis era como un planeta visto con prismáticos de campaña. A los setenta era algo distinto a lo que Ransom hubiera visto alguna vez: un pequeño disco fulgurante, demasiado grande para ser un planeta y demasiado chico para ser la Luna. Ahora que se encontraba dirigiendo la nave, su humor celestial se había hecho pedazos. Surgió en él la sed salvaje, animal por la vida, mezclada con una ansiedad nostálgica por el aire libre y las imágenes y los olores de la Tierra: la hierba y la carne y la cerveza y el té y la voz humana. Al principio, su dificultad principal había sido resistir el sueño; ahora, aunque el aire era cada vez peor, una excitación febril lo mantenía alerta. Al dejar la cabina de control, descubría a menudo que tenía el brazo derecho rígido y dolorido; durante horas lo había estado apretando contra el panel de control, como si su insignificante empujón pudiera aumentar la velocidad de la astronave.

Faltaban veinte días. Diecinueve… dieciocho… Y en el blanco disco terrestre, ahora un poco mayor que una moneda de seis peniques, Ransom creyó distinguir Australia y la región sudoriental de Asia. Hora tras hora, aunque los detalles se movían lentamente en el disco con su rotación diurna, la Tierra parecía negarse a crecer. «¡Vamos! ¡Vamos!», murmuraba Ransom a la nave. Ahora faltaban diez días y era como la Luna, tan brillante que no podía mirarla mucho tiempo de frente. En la pequeña esfera, el aire era casi irrespirable, pero Ransom y Devine se arriesgaron a susurrar algo al cambiar de turno.

—Lo lograremos —dijeron—. Lo vamos a lograr.

Cuando Ransom relevó a Devine en el día ochenta y siete, pensó que algo andaba mal respecto a la Tierra. Antes de que terminara su turno estaba seguro. Ya no era un verdadero círculo; sobresalía un poco sobre un lado, tenía casi forma de pera. Cuando Weston llegó a ocupar su puesto miró la escotilla, hizo sonar furiosamente la campanilla que despertaba a Devine, empujó a Ransom a un lado y se sentó en el asiento del piloto. Tenía el rostro blanco como la cal. Pareció a punto de hacer algo con los controles, pero, mientras Devine entraba en el cuarto, miró hacia arriba y se encogió de hombros con un gesto desesperado. Luego hundió la cara entre las manos y dejó caer la cabeza sobre el panel de controles.

Ransom y Devine intercambiaron una mirada. Sacaron a Weston del asiento (lloraba como un niño) y Devine tomó su lugar. Ransom comprendió al fin el misterio de la Tierra deformada. Lo que parecía un bulto sobre un costado del disco era cada vez con mayor evidencia un segundo disco, un disco casi tan imponente como el primero. Cubría más de media Tierra. Era la Luna, interponiéndose entre ellos y la Tierra, trescientos ochenta mil kilómetros más cerca que esta última. Ransom no sabía qué podía significar eso para la astronave. Era obvio que Devine sí lo sabía y nunca se mostró tan admirable como en esos momentos. Tenía el rostro pálido como el de Weston, pero sus ojos estaban diáfanos, con un brillo casi sobrenatural.

Se sentó agazapado sobre los controles como un animal a punto de saltar y silbaba suavemente.

Unas horas después, Ransom comprendió lo que ocurría. Ahora, el círculo de la Luna era más grande que el de la Tierra y advirtió que los dos discos disminuían de tamaño de forma muy gradual. La nave ya no se acercaba a la Tierra y a la Luna: estaba más lejos que media hora antes, como resultado de la febril actividad de Devine con los controles. No sucedía simplemente que la Luna se había cruzado en su camino y los aislaba de la Tierra; al parecer por algún motivo (probablemente gravitacional) era peligroso acercarse mucho a la Luna, y Devine los estaba apartando hacia el espacio. En vista de que arribaban al puerto equivocado se veían obligados a salir otra vez al mar. Miró el cronómetro. Era la mañana del día ochenta y ocho. Quedaban dos días para alcanzar la Tierra y se estaban apartando de ella.

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