Read Más allá del planeta silencioso Online
Authors: C. S. Lewis
Tags: #Ciencia Ficción, Relato, otros
Ransom nunca pudo asegurar si lo que siguió tuvo algo que ver con los sucesos registrados en este libro o si fue simplemente un sueño irresponsable. Le pareció que él, Weston y Devine estaban de pie en un jardincito rodeado por un muro. El jardín era brillante, iluminado por el sol, pero, por encima de la pared, sólo se veía oscuridad. Estaban tratando de trepar para pasar por encima del muro, y Weston les pedía que lo ayudaran a subir. Ransom le repetía que no pasara por encima del muro porque al otro lado estaba muy oscuro, pero Weston insistía y los tres se pusieron manos a la obra. Ransom fue el último. Estaba a horcajadas sobre el muro, sentado sobre la chaqueta para protegerse de los trozos de botella. Los otros dos ya habían caído en la oscuridad del otro lado, pero antes de que él los siguiera se abrió desde afuera una puerta en el muro (que ninguno de los tres había notado) y la gente más extraña que hubiera visto en su vida entró en el jardín trayendo a Weston y Devine de vuelta. Los dejaron allí y se retiraron a la oscuridad, asegurando la puerta a sus espaldas. Ransom descubrió que le resultaba imposible bajar del muro. Se quedó sentado allí, no asustado pero bastante intranquilo porque la pierna derecha, que caía hacia afuera, se veía muy oscura y la pierna izquierda muy iluminada. «Mi pierna se caerá si se pone mucho más oscura», dijo. Luego bajó la cabeza hacia la oscuridad y preguntó: «¿Quiénes son ustedes?» y la Gente Extraña debía estar allí aún porque contestaron «¡Juuu… Juu… Juu!», como si fueran búhos.
Empezó a darse cuenta de que la pierna no estaba tan oscura como fría y rígida, porque había hecho descansar la otra sobre ella demasiado tiempo, y también que estaba en un sillón en un cuarto iluminado. Tenía la cabeza relativamente despejada. Advirtió que lo habían drogado o hipnotizado, o las dos cosas, y sentía que estaba recuperando el control sobre su cuerpo aunque aún se sentía muy débil. Escuchó con atención sin tratar de moverse.
—Esto me está cansando un poco, Weston, sobre todo porque lo que arriesgamos es mi dinero —estaba diciendo Devine—. Te aseguro que cumplirá su papel tan bien como el chico y en algunos aspectos mejor. Pero pronto volverá en sí y tenemos que subirlo a bordo en seguida. Tendríamos que haberlo hecho hace una hora.
—El muchacho era ideal —decía Weston de malhumor—. Incapaz de servir a la humanidad y apto sólo para seguir engendrando idiotez. Era el tipo de chico que en una comunidad civilizada sería entregado automáticamente a un laboratorio estatal para fines experimentales.
—Puede ser. Pero en Inglaterra es el tipo de muchacho en quien se interesaría con más probabilidad Scotland Yard. A este entrometido, en cambio, no lo extrañarán durante meses, y, aun entonces, nadie sabrá dónde estaba cuando desapareció. Vino solo. No dejó dirección. No tiene familia y, por último, metió la nariz en este asunto por propia voluntad.
—Bueno, confieso que no me gusta. Después de todo, es humano. El chico era en realidad casi una… una cobaya. De todos modos, es sólo un individuo y, probablemente, un individuo bastante inútil. Además estamos arriesgando nuestras propias vidas. En una gran causa…
—Por el amor de Dios, no empieces con esa monserga ahora. No tenemos tiempo.
—Estoy seguro de que habría consentido si le hubiéramos hecho comprender —contestó Weston.
—Cógelo por los pies y yo lo haré por la cabeza —dijo Devine.
—Si crees realmente que está volviendo en sí, sería mejor que le dieras otra dosis —dijo Weston—. No podemos irnos hasta que haya luz solar, y no sería agradable tenerlo luchando ahí adentro durante tres horas o más. Es mejor si no despierta hasta que hayamos salido.
—Es cierto. Vigílalo mientras subo a buscar otra dosis.
Devine salió del cuarto. Ransom vio a través de los ojos entrecerrados que Weston estaba de pie cerca de él. No podía prever cómo respondería su cuerpo, si es que lo hacía, a un súbito intento de movimiento, pero comprendió en seguida que debía aprovechar la oportunidad. Casi antes de que Devine hubiera cerrado la puerta se lanzó con todas sus fuerzas a los pies de Weston. El científico cayó hacia adelante atravesado sobre el sillón, y Ransom, apartándolo con un esfuerzo agónico, se puso de pie y se abalanzó hacia la sala. Estaba muy débil y se cayó al entrar, pero detrás de él estaba el terror y, en un par de segundos, había encontrado la puerta de la sala y se esforzaba con desesperación por abrir los cerrojos. La oscuridad y sus manos temblorosas jugaban en su contra. Antes de que hubiera podido abrir un solo cerrojo, sonaron pasos de botas detrás de él sobre el suelo sin alfombra. Lo agarraron de los hombros y las rodillas. Pateando, retorciéndose, bañado en sudor y gritando lo más alto que podía con la remota esperanza de que lo socorrieran, prolongó la lucha con una violencia de la que él mismo se hubiera creído incapaz. Durante un momento glorioso la puerta estuvo abierta, el fresco aire nocturno le dio en la cara, vio las reconfortantes estrellas y hasta su propia mochila descansando en el porche. Luego sintió un golpe pesado en la cabeza. Lo último que percibió antes de perder la conciencia fue que lo aferraban manos fuertes que lo llevaban de vuelta al pasaje oscuro y el sonido de una puerta al cerrarse.
Cuando Ransom volvió en sí le pareció estar acostado sobre una cama, en un cuarto oscuro. Tenía un fuerte dolor de cabeza, y eso, combinado con un estado general de letargo, le impidió al principio levantarse a investigar su alrededor. Al llevarse la mano a la frente, notó que sudaba mucho, y eso le hizo advertir que el cuarto (si es que era un cuarto) era notablemente cálido. Cuando movió los brazos para apartar las sábanas tocó una pared sobre el lado derecho de la cama: no estaba sólo cálida sino ardiente. Movió la mano izquierda y notó que allí el aire era más fresco: al parecer el calor venía de la pared. Se palpó la cara y descubrió una contusión sobre el ojo izquierdo. Eso le trajo a la memoria la pelea con Weston y Devine, y dedujo de inmediato que lo habían llevado a una habitación junto al horno del patio. Al mismo tiempo miró hacia arriba y reconoció el origen de la luz difusa, gracias a la cual, sin notarlo, había sido capaz de distinguir los movimientos de sus propias manos. Había una especie de tragaluz encima directamente de su cabeza: un cuadrado de cielo nocturno tachonado de estrellas. A Ransom le pareció que nunca había contemplado una noche tan clara.
Palpitando brillantes como por un dolor o placer insoportables, apiñadas en multitudes compactas e incontables, con una claridad onírica, centelleando en una negrura perfecta, las estrellas absorbieron toda su atención, lo turbaron, lo excitaron y lo llevaron a sentarse. Al mismo tiempo aceleraron el latir de su dolor de cabeza, lo que le recordó que había sido drogado. Estaba elaborando la teoría de que la sustancia que le habían dado podía tener algún efecto sobre la pupila y que eso podía explicar el esplendor y la plenitud sobrenaturales del cielo, cuando una alteración de luz plateada en un rincón del tragaluz, casi un pálido amanecer en miniatura, volvió a hacerle levantar la cabeza. Minutos después, la esfera de la luna llena entró lentamente en su campo de visión. Ransom se quedó sentado inmóvil, mirándola. Nunca había visto una luna semejante: tan blanca, tan deslumbrante y tan grande. «Como una gran pelota de fútbol pegada al vidrio», pensó, y luego, un momento más tarde: «No, es más grande». Para entonces ya estaba completamente seguro de que algo andaba mal en sus ojos: no había luna que pudiera tener el tamaño de lo que estaba viendo.
La luz de la enorme luna, si es que era una luna, iluminaba ahora su entorno casi con tanta claridad como la luz del día. Era un cuarto muy extraño. El suelo era tan pequeño que la cama y una mesa que había a su lado ocupaban toda su extensión; el techo parecía ser casi dos veces mayor y las paredes se inclinaban hacia afuera según subían, de modo que Ransom tuvo la impresión de estar acostado en el fondo de una carretilla estrecha y profunda. Eso le confirmó la creencia de que tenía la vista temporal o permanentemente dañada. En otros aspectos, sin embargo, iba recuperándose con rapidez y hasta empezaba a sentir una anormal levedad de espíritu y una excitación nada desagradable. El calor seguía siendo opresivo y se sacó toda la ropa, con excepción de la camisa y los pantalones, antes de levantarse a investigar. El acto de ponerse en pie tuvo efectos desastrosos y despertó en su mente temores aún más graves sobre las consecuencias de estar drogado. Aunque no había sido consciente de realizar ningún esfuerzo muscular anormal, se encontró saltando de la cama con tal vigor que chocó la cabeza con violencia contra el tragaluz y se vio lanzado de nuevo hacia abajo, aplastado contra el suelo. Se encontraba sobre la pared opuesta, la pared que debería inclinarse hacia afuera como el lado de una carretilla, según su reconocimiento previo. Pero no era así. La tocó y la observó: se unía al suelo en ángulos inequívocamente rectos. Volvió a ponerse de pie, esta vez con más cuidado. Sentía el cuerpo extraordinariamente liviano: le resultaba difícil mantener los pies pegados al suelo. Por primera vez le cruzó por la mente la idea de que podía estar muerto y ser ya un fantasma. Se estremeció, pero un centenar de hábitos mentales le prohibían considerar esa posibilidad. En cambio, exploró su prisión. El resultado no daba lugar a dudas: todas las paredes parecían inclinarse hacia afuera como si el cuarto fuera más amplio en el techo que en el suelo, pero si uno estaba de pie a su lado y se agachaba y examinaba con el dedo el ángulo que formaba con el suelo, cada pared resultaba perfectamente perpendicular… no sólo a la vista, sino también al tacto. El mismo examen reveló otros dos hechos curiosos. El cuarto tenía paredes y suelo de metal, y éste se encontraba en un estado de vibración débil y continua: una vibración queda con un extraño efecto de cosa viva, no mecánica. Pero aunque la vibración era silenciosa, había bastantes ruidos: una serie de golpeteos o percusiones musicales a intervalos bastante irregulares que parecían venir del techo. Era como si la cámara de metal en la que se encontraba fuera bombardeada con proyectiles pequeños, tintineantes. Ahora Ransom estaba totalmente asustado; no con el miedo trivial que sufre un hombre en la guerra, sino con un tipo de miedo intoxicante, frenético que era difícil distinguir de su estado de excitación general —se encontraba suspendido en una especie de cuenca emotiva a partir de la cual sentía que podía pasar en cualquier momento a un terror delirante o a un éxtasis de gozo—. Ahora sabía que no estaba en una casa, sino en una embarcación en movimiento. Era evidente que no se trataba de un submarino, y el ínfimo temblor del metal no sugería el movimiento de un vehículo con ruedas. Así que se trataba de una nave, supuso, o algún tipo de aeronave… pero en todas sus sensaciones había un carácter extraño que no podía ser explicado por ninguna suposición. Confundido, volvió a sentarse sobre la cama y contempló la portentosa luna.
Una aeronave, algún tipo de máquina voladora… pero ¿por qué la Luna se veía tan grande? Era mayor de lo que había creído al principio. Ninguna luna podía tener realmente ese tamaño, y ahora advertía que lo había sabido desde un principio, pero había reprimido el conocimiento con el terror. En el mismo instante recordó algo que le cortó la respiración: no podía haber luna llena esa noche. Recordaba con precisión que había caminado desde Nadderby en una noche sin luna. Aunque se le hubiera pasado por alto la delgada línea creciente de la luna nueva, no podía haber crecido hasta ese extremo en unas pocas horas. No podía haberse convertido en aquel disco megalomaníaco, mucho más grande que la pelota de fútbol con que lo había comparado al principio, más grande que el aro con el que juega un niño, llenando casi la mitad del cielo. ¿Y dónde estaba el viejo «hombre de la Luna», el rostro familiar que había mirado hacia abajo en todas las generaciones humanas? Aquel objeto no era la luna en absoluto, y sintió que se le erizaba el cuero cabelludo.
En ese instante el sonido de una puerta que se abría le hizo volver la cabeza. Un óvalo de luz centelleante apareció detrás de él y se desvaneció instantáneamente cuando la puerta volvió a cerrarse, dando paso a la forma maciza de un hombre desnudo en el que reconoció a Weston. Ningún reproche, ninguna petición de explicaciones acudió a los labios o a la mente de Ransom, no con esa esfera monstruosa sobre ellos. La simple presencia de un ser humano, que ofrecía al menos cierta compañía, rompió la tensión en la que habían estado sus nervios tanto tiempo, resistiéndose a un desánimo insondable. Al hablar, descubrió que sollozaba.
—¡Weston! ¡Weston! —jadeó—. ¿Qué es eso? No es la luna, no con ese tamaño. No puede serlo, ¿verdad?
—No —contestó Weston—, es la Tierra.
Las piernas de Ransom cedieron y cayó otra vez sobre la cama, aunque se dio cuenta de eso minutos más tarde. Por el momento era inconsciente de todo lo que no fuera su miedo. Ni siquiera sabía de qué estaba asustado: el miedo en sí ocupaba toda su mente, un recelo informe, infinito. No perdió la conciencia aunque le hubiera gustado mucho poder hacerlo. Habría recibido con alivio indecible cualquier cambio: la muerte, el sueño o, mejor aún, un despertar que le mostrara que todo había sido un sueño. Nada vino en su ayuda. En vez de eso, el autocontrol de toda una vida de hombre social, las virtudes que son a medias hipocresía o la hipocresía que es a medias una virtud volvieron a él y pronto se encontró contestando a Weston en una voz que no temblaba vergonzosamente.
—¿Está seguro de lo que dice? —preguntó.
—Por supuesto.
—Entonces ¿dónde estamos?
—A ciento treinta y cinco mil kilómetros de la Tierra.
—¿Quiere decir que estamos… en el espacio? —Ransom pronunció la palabra con dificultad, como habla un niño temeroso de los fantasmas o un hombre asustado del cáncer.
Weston asintió.
—¿Para qué? —dijo Ransom—. ¿Y para qué diablos me secuestraron? ¿Y cómo lo han logrado?
Durante un instante Weston pareció no querer contestar; luego, como si lo hubiera pensado dos veces, se sentó en la cama junto a Ransom y le dijo lo siguiente:
—Supongo que si me ocupo de esas preguntas ahora, en vez de dejar que usted vuelva a molestarnos con ellas cada media hora durante el próximo mes, nos ahorraremos problemas. Respecto a cómo lo logramos, supongo que quiere decir cómo funciona la astronave, la pregunta no tiene sentido. A menos que usted fuera uno de los cuatro o cinco mejores físicos vivos no lo entendería, y si hubiera alguna posibilidad de que entendiera, tenga la seguridad de que no se lo explicaríamos. Si repetir palabras que no significan nada le hace feliz, que es, en realidad, lo que quieren las personas sin formación científica cuando piden que les expliquen algo, puedo decirle que marchamos gracias al aprovechamiento de las propiedades menos estudiadas de la radiación solar. En cuanto a por qué estamos aquí, nos encontramos de camino a Malacandra…