Read Más allá del planeta silencioso Online
Authors: C. S. Lewis
Tags: #Ciencia Ficción, Relato, otros
No siempre las cosas ocurren como se espera. En el momento de su llegada a un mundo desconocido, Ransom se encontraba absorto en una especulación filosófica.
—¿Te estás echando una siestecita? —dijo Devine—. ¿Ya no te interesan los nuevos planetas?
—¿Puedes ver algo? —lo interrumpió Weston.
—No puedo abrir los postigos, maldita sea —contestó Devine—. Vamos a tener que salir por la escotilla.
Ransom salió de su ensimismamiento. Cerca de él, los dos socios se esforzaban en la penumbra. Tenía frío y, aunque su cuerpo seguía siendo mucho más liviano que en la Tierra, lo sentía intolerablemente pesado. Un vívido sentimiento de su situación volvió a él; sentía un poco de miedo, pero más bien curiosidad. Aquello podía significar la muerte, pero ¡qué cadalso! Desde fuera ya entraba aire fresco y luz. Movió la cabeza con impaciencia para captar algo por encima de los hombros en movimiento de los dos hombres. Un momento después sacaron el último tornillo. Estaba mirando a través de la escotilla.
Como era natural lo único que vio fue el suelo: un círculo color rosa pálido, casi blanco; no podía distinguir si era vegetación baja, vista muy de cerca, o piedra muy cuarteada y granulosa, o tierra. La forma oscura de Devine llenó de inmediato la abertura, y Ransom tuvo tiempo de advertir que llevaba un revólver en la mano. «¿Para mí, para los sorns o para ambos?», se preguntó.
—Ahora usted —dijo Weston secamente.
Ransom aspiró profundamente y se llevó la mano al cuchillo oculto bajo el cinturón. Luego pasó la cabeza y los hombros por la escotilla, con las manos apoyadas sobre el suelo de Malacandra. La materia rosada era blanda y levemente elástica, como el caucho; sin duda, vegetación. Ransom levantó la cabeza en seguida. Vio un pálido cielo azul (lo que en la Tierra habría sido un buen cielo de mañana invernal) y, más abajo, una gran masa de color rosa que tomó por una nube y luego…
—Salga —dijo Weston detrás de él.
Gateó un poco y se puso de pie. El aire era frío pero soportable y parecía rasparle un poco en la garganta. Miró a su alrededor y la intensidad misma del deseo de captar el nuevo mundo de un vistazo lo defraudó. Sólo vio colores, colores que se negaban a integrarse en cosas. Por otra parte, aún no conocía nada lo suficiente para verlo —uno no puede ver cosas si no sabe con cierta claridad qué son—. La primera impresión fue que se trataba de un mundo claro, pálido… un mundo pintado con la caja de acuarelas de un niño. Un momento más tarde reconoció la faja plana de color azul como una extensión de agua o de algo parecido al agua, que llegaba casi hasta sus pies. Estaban sobre la orilla de un lago o de un río.
—Vamos —dijo Weston, pasando de prisa junto a él. Se dio la vuelta y vio con sorpresa en las cercanías un objeto bastante reconocible: una cabaña de forma inconfundiblemente terrestre aunque estuviera construida con materiales extraños.
—Son humanos —dijo con voz ahogada—. ¿Construyen casas?
—La hicimos nosotros —dijo Devine—. Prueba otra vez.
Y sacando una llave del bolsillo se dedicó a abrir un candado muy común que cerraba la puerta de la cabaña. Con un sentimiento incierto de desilusión o alivio, Ransom se dio cuenta de que sus captores simplemente regresaban a su propio campamento. Se comportaron como era de esperar. Entraron en la cabaña, bajaron las planchas de madera que hacían las veces de ventanas, olieron el aire estancado, se sorprendieron de que hubieran dejado todo tan sucio y luego volvieron a salir.
—Mejor que nos ocupemos del cargamento —dijo Weston.
Ransom descubrió pronto que iba a tener pocos momentos de ocio para dedicarse a la observación y ninguna oportunidad de escapar. El monótono trabajo de trasladar comida, ropa, armas y muchos bultos inidentificables desde la nave hasta la cabaña lo mantuvo ocupado intensamente, durante más o menos una hora, y en estrecho contacto con sus secuestradores. Pero había aprendido algo. Antes que nada había aprendido que Malacandra era hermoso, y meditó qué extraño era que dicha posibilidad nunca hubiera entrado en sus especulaciones sobre el planeta. El mismo giro particular de la imaginación que lo había llevado a poblar el universo con monstruos lo había predispuesto de algún modo a no esperar en un planeta extraño otra cosa que un páramo rocoso o, en su defecto, un conjunto de máquinas de pesadilla. Ahora que lo pensaba, no podía precisar por qué lo había hecho. Descubrió además que el agua azul los rodeaba al menos por tres costados: en la cuarta dirección la enorme pelota de acero que los había traído le obstaculizaba la visión. En efecto, la cabaña estaba construida sobre el extremo de una península o en la punta de una isla. También llegó poco a poco a la conclusión de que el agua no era simplemente azul bajo cierto tipo de luz, como el agua terrestre, sino realmente azul. La forma en que se comportaba bajo la ligerísima brisa que soplaba en ese momento lo confundía; había algo equivocado o anormal en las olas. Para empezar, eran demasiado grandes para semejante viento, pero eso no era todo. Le recordaban en cierto sentido la forma en que se levantaba el agua bajo el impacto de los proyectiles en las películas de batallas navales. De pronto comprendió: tenían una forma equivocada, de contorno anormal, demasiado altas para su tamaño, demasiado estrechas en la base, demasiado empinadas en los lados. Recordó algo que había leído de un poeta moderno acerca de un mar que se alzaba en «paredes con torrecillas».
—¡Toma! —gritó Devine. Ransom agarró el bulto y se lo lanzó a Weston, que estaba en la puerta de la cabaña.
La extensión de agua era grande por un lado. Cerca de cuatrocientos metros, calculó, aunque la perspectiva era complicada en ese mundo extraño. Por el otro, era mucho más estrecha, quizás no pasaba de los cinco metros y parecía correr sobre un bajío, un agua rompiente y arremolinada que hacía un sonido más suave y siseante que la de la Tierra, y donde bañaba la orilla cercana (la vegetación blanco rosácea bajaba hasta el mismo borde) había un burbujeo y un chispear que sugerían efervescencia. En los pocos vistazos que le permitía el trabajo, hizo lo posible por distinguir la costa opuesta. Al principio notó un objeto purpúreo, tan enorme que lo tomó por una montaña cubierta de arbustos; más allá de la extensión mayor de agua, había algo semejante. Pero allí podía ver que por encima se alzaban extrañas formas verticales de un color verde blancuzco: demasiado dentadas e irregulares para ser edificios, demasiado finas y empinadas para ser montañas. Más allá aún, aparecía otra vez la masa de color rosado y en forma de nube. Podía tratarse realmente de una nube, pero su aspecto era demasiado sólido y no parecía haberse movido desde que la vio por primera vez desde la escotilla. Era como la parte superior de una coliflor enorme o como un gigantesco bol con espuma jabonosa roja, y tanto sus matices como su forma eran exquisitos.
Desconcertado, volvió a concentrar su atención en la orilla más cercana, más allá del bajío. Durante un momento, la masa purpúrea se pareció a un conjunto de tubos de órgano, luego a una pila de rollos de tela apoyados sobre la punta, luego a un bosque de paraguas gigantes dados vuelta por el viento. Se movía levemente. De pronto sus ojos dominaron el objeto. La materia purpúrea era vegetación, concretamente verduras, verduras que duplicaban en tamaño a los olmos ingleses, pero al parecer blandas y frágiles. Los tallos —era difícil llamarlos troncos— se alzaban suaves y redondos, y sorprendentemente finos, hasta una altura de doce metros. Más arriba, las enormes plantas se abrían en un haz, no de ramas sino de hojas, hojas amplias como botes salvavidas pero casi transparentes. El conjunto coincidía con la idea que tenía de un bosque submarino; las plantas, al mismo tiempo tan grandes y frágiles, parecían necesitar agua para sostenerse, y se maravilló de que pudieran estar suspendidas en el aire. Más abajo, entre los tallos, vio el vívido crepúsculo púrpura moteado por la luz más pálida del sol, que creaba el paisaje interno del bosque.
—Hora de almorzar —dijo Devine de pronto.
Ransom se enderezó. A pesar del aire suave y frío tenía la frente húmeda. Habían trabajado con intensidad y le faltaba el aliento. Weston apareció en la puerta de la cabaña y murmuró algo acerca de «terminar primero». Sin embargo, Devine no le hizo caso. Sacaron una lata de carne en conserva y algunas galletas, y se sentaron sobre las cajas desparramadas entre la astronave y la cabaña. Sirvieron un poco de whisky en tazas de metal —una vez más por iniciativa de Devine y contra las advertencias de Weston— y lo mezclaron con agua; Ransom advirtió que la habían sacado de sus bidones y no del lago azul.
Como ocurre a menudo, el cese de la actividad física hizo que Ransom tomara conciencia de la excitación bajo la que había estado trabajando desde el aterrizaje. Comer le parecía casi innecesario. Sin embargo, pensando en un posible intento de fuga, se obligó a comer mucho más que de costumbre y el apetito aumentaba a medida que comía. Devoró todo lo que le cayó en las manos, ya fuera comida o bebida, y el sabor de esa primera comida siempre iba a estar asociado en su mente a la primera sensación de extrañeza extraterrestre (que nunca volvió a captar del todo) del paisaje claro, inmóvil, chispeante, ininteligible: formas aguzadas de color verde pálido que se alzaban a miles de metros de altura, extensiones de agua gaseosa de un azul destellante y kilómetros cuadrados de espuma rosa rojiza. Temía un poco que sus compañeros pudieran sospechar de su extraño apetito, pero estaban concentrados en otra cosa. Sus ojos no dejaban de vagar por el paisaje; hablaban abstraídamente, cambiaban a menudo de posición y se pasaban el tiempo mirando por encima del hombro. Ransom acababa de terminar su larga comida cuando vio que Devine se ponía tieso como un perro y apoyaba en silencio una mano sobre el hombro de Weston. Ambos asintieron. Se pusieron de pie. Ransom, tragando el último resto de whisky, también se levantó. Se encontró flanqueado por sus dos captores. Ambos llevaban revólveres. Lo condujeron a la costa de la corriente más estrecha, y miraban y señalaban hacia la otra orilla.
Al principio Ransom no pudo ver con claridad qué estaban señalando. Entre las plantas purpúreas parecía haber otras más pálidas y delgadas que no había notado. No pudo prestarles mucha atención porque tenía los ojos clavados en el suelo, tal era el temor obsesivo que sentía su mente moderna hacia los reptiles o insectos. Lo que atrajo su mirada fueron los reflejos de los nuevos objetos blancos en el agua: largos, moteados, blancos reflejos inmóviles sobre la corriente; cuatro o cinco, no, seis, para ser precisos. Levantó la cabeza. Había seis cosas blancas. Cosas en formas de huso y endebles, dos o tres veces más altas que un hombre. Lo primero que se le ocurrió fue que se trataba de imágenes de hombres, realizadas por artistas primitivos. Había visto cosas parecidas en libros de arqueología. Pero ¿de qué material estaban hechos y cómo podían sostenerse con piernas tan demencialmente delgadas y pechos tan protuberantes? Parecían imágenes distorsionadas, flexibles y envaradas de los bípedos terrestres… como reflejos en un espejo deformante de feria. Con seguridad no eran de piedra o metal, porque parecían balancearse un poco. En ese momento comprendió, con un sobresalto que le heló la sangre, que estaban vivos, que se estaban moviendo, que venían hacia él. Tuvo una visión momentánea y terrorífica de sus rostros, delgados y anormalmente largos, con narices largas y colgantes, y bocas de una solemnidad medio espectral medio idiota, que también colgaban. Luego se volvió con violencia para huir y descubrió que Devine lo tenía agarrado.
—Déjame ir —gritó.
—No seas tonto —siseó Devine, apuntándolo con la pistola. Entonces, mientras luchaban, uno de los seres hizo llegar su voz por encima del agua, una voz que pasó sobre sus cabezas como el sonido de un enorme cuerno de caza.
—Quieren que crucemos —dijo Weston.
Los dos hombres lo llevaron a la fuerza hasta el borde del agua. Plantó los talones, arqueó la espalda y se resistió como un burro envarado. Ahora los otros dos estaban en el agua, tirando de él mientras él seguía en tierra. Descubrió que estaba chillando. De pronto un segundo sonido, mucho más alto y menos articulado que el primero, brotó de las criaturas de la otra orilla. Weston también gritó, soltó a Ransom y disparó súbitamente el revólver, no a través del agua, sino sobre ella. Ransom comprendió al instante por qué lo hacía.
Una línea de espuma, parecida a la huella de un torpedo, venía, acelerada, hacia ellos, y en su centro había una bestia grande, brillante. Devine soltó una maldición, resbaló y cayó al agua. Ransom vio que una mandíbula chasqueante se interponía entre los dos y oyó el ruido ensordecedor del revólver de Weston una y otra vez detrás de él y, casi con la misma intensidad, el clamor de los monstruos de la orilla opuesta, que también parecían estar entrando en el agua. No necesitó decidirse. Apenas se vio libre se abalanzó automáticamente hacia adelante, dejando atrás a sus captores y luego a la astronave, y siguió a la máxima velocidad que le permitían sus piernas hacia la zona completamente desconocida que se extendía más allá. En cuanto pasó alrededor de la esfera de metal sus ojos se encontraron con una confusión feroz de azul, púrpura y rojo. No disminuyó la marcha para investigar. Chapoteó a través del agua y gritó, no de dolor sino de sorpresa porque el agua estaba caliente. En menos de un minuto estaba alcanzando otra vez tierra firme. Subía corriendo una pendiente empinada. Y ahora corría entre la sombra purpúrea que se tendía entre los tallos de otro bosque de plantas enormes.
Un mes de inactividad, una comida pesada y un mundo desconocido no ayudan a que un hombre corra. Media hora después Ransom caminaba, no corría, a través del bosque, apretándose el costado dolorido con una mano y esforzándose por oír ruidos de persecución. El estruendo de disparos de revólver y voces (no todas humanas) fue reemplazado primero por disparos de rifle y gritos espaciados y luego por un completo silencio. Hasta donde le alcanzaba la vista sólo podía ver los tallos de las grandes plantas rodeándolo y alejándose en la sombra violácea, y, muy por encima de su cabeza, la múltiple transparencia de las hojas enormes filtrando la luz del sol para convertirla en el solemne esplendor crepuscular en el que caminaba. Cada vez que se sentía capaz volvía a correr. El terreno seguía siendo blando y esponjoso, cubierto por la misma hierba elástica que había sido su primer contacto con Malacandra. En una o dos ocasiones un animalito rojo cruzó corriendo el sendero, pero fuera de eso no parecía haber vida en el bosque; nada que temer… salvo el hecho de vagar sin provisiones y solo en un monte de vegetación desconocida a miles o millones de kilómetros del alcance o del conocimiento del ser humano.