Read Más allá y otros cuentos Online
Authors: Horacio Quiroga
Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico, Terror
—Pues bien —prosiguió el alienista yendo a tomar un libro de la biblioteca y tendiéndomelo—. El otro motivo de simpatía de Nora hacia usted es este libro. Lea el título.
Y leí:
El cielo abierto
, por Julio Roldán Berger.
—¿Y esto? —murmuré, presa de estupor.
—Es un libro suyo. Vea la fecha: 1924.
—¿Pero de qué trata?
Mi amigo no pudo menos de sonreírse al oír esta pregunta de labios del propio autor estupefacto.
—No cabe su contenido en ninguna definición. Supóngase algo como filosofía de la humanidad… Ensayos de filosofía emersoniana, maeterlinckiana… ¡qué sé yo! Lo cierto es que su obra es simplemente genial. ¿Lo oye, amigo? De un hombre de genio. Lástima que usted no recuerde nada, para darse cuenta de la resonancia que tuvo su libro.
—¡Pero yo no puedo haber escrito esto! —exclamé en el colmo de la inquietud—. ¡Yo no entiendo una palabra de escribir! ¡Y filosofía, tan luego!
—Y así es, sin embargo. Hay en su libro —le cuento lo que dicen los ases del género en el mundo entero— una visión inesperada de la Vida, así como suena, con mayúscula. Usted ha visto lo que jamás vio nadie en el mundo de los vivos sobre el destino de la humanidad, sobre la razón de sus terrores y de sus míseras ansias de serenidad. Sigo hablándole como la crítica. En Europa y Estados Unidos no se quiso creer al principio que esa formidable eclosión de pensamiento hubiera tenido lugar en la cabeza de un argentino, un
south
americano… Debieron convencerse a la larga, y aquí se encuentra usted convertido, desde hace dos años, en el más célebre escritor de estos tiempos. Éste es el motivo por el cual las gentes lo miran con asombro de tener a su lado y ver pasar a un hombre de su talla intelectual.
¿Qué responder a esto? Yo tenía en mi mano, como ascuas, una obra profunda, trascendental, única en el mundo, que yo había meditado, planeado y resuelto al fin en un libro de 300 páginas. Y yo ignoraba totalmente lo que decía ese libro.
Debo advertir aquí, para que sea más comprensible mi absurda situación, que yo jamás me he preocupado del destino de la humanidad ni de cosas semejantes. He trabajado toda mi vida para salir adelante, y nunca vi en los hombres otra cosa que compañeros; de lucha, más o menos enérgicos, más o menos incapaces, pero prontos todos para abrir los codos si yo no lograba adelantar bien el pecho. Me he hecho un hombre libre sin la ayuda de nadie, y si no soy un intelectual en el sentido que se da a esta palabra, me he roto el alma en el cálculo de los diques del norte. Conozco también el valor del alma humana cuando se la somete a rudas pruebas. Sé lo que es el hambre mientras se estudia, y el hambre cuando se tiene por delante un día y una noche enteros un pilar en construcción que amenaza ceder bajo una avenida de agua imprevista. Conozco más que algunos la energía que cabe en el solo corazón de un hombre cuando se debe a la responsabilidad de una vasta obra. Pero nunca se me ha ocurrido escribir sobre esto ni sobre el destino de la vida. Visto esto, pues, ¿de dónde he podido yo sacar mi libro?
—De sí mismo —me dice el alienista—. No olvide que usted es epiléptico. Los epilépticos no tienen forzosamente genio, pero abundan los genios que lo han sido. Es
el mal sagrado
. En los epilépticos de genio la función normal de sus cerebros es pensar genialmente, a modo de las ostras cuya enfermedad genial es producir perlas. Usted ha necesitado entrar en ausencia para que su cerebro se «enferme» y escriba ese libro. Es bien claro. Mas algo me parecía oscuro siempre.
—¿Y Nora? —pregunté—. ¿Le gusta mucho mi libro?
—¿Su novia? Ya se lo dije. Su filosofía ha entrado de por mucho en el amor que le tiene. ¡Figúrese! Usted es su grande hombre.
Yo tomé de nuevo el retrato y de nuevo fui con él a la ventana. Ante aquel divino tesoro que por dichoso vuelco del destino debía pertenecerme al día siguiente, medité un largo rato… Y tomé una resolución.
—Aquí está su fotografía —dije a Campillo devolviéndoselo—. No me caso.
—¿Eh…?
—No me caso.
—¡Pero usted está loco! ¿Cree que ella no lo merece a usted? ¡No faltaba sino…!
—No diga idiotadas, Campillo… No me caso, porque no debo casarme. No es a mí a quien quiere; es al autor de eso… —señalé el libro por encima del hombro.
—¡Pero es usted mismo, qué diablo! Con ausencia o sin ella —y eso lo sabemos únicamente los dos—, usted ha pensado y escrito
Cielo abierto
.
—No he sido yo; también lo sabemos los dos.
—¡Y dale…! Si un músico siente una melodía en sueños y al despertarse corre a escribirla, ¿cree que por eso deja de ser de él? ¡Vamos, Berger! Tome la felicidad que se le ofrece, porque de otro modo será el último de los imbéciles… y de los criminales. ¿Qué derecho tiene usted a rechazar el amor de una chica como Nora? ¿Su maldito libro? ¿Quién le dice que un día de éstos no se pone usted a filosofar como entonces y escribe otro libro, mejor aún? ¿No tiene usted siempre su cabeza? ¿La tiene o no…? ¿Y entonces?
Cielo abierto
necesitó de una sacudida mental como su ausencia para nacer. ¿Por qué la sacudida emocional de poseer a Nora no había de exaltarlo de nuevo? ¿Qué sabe usted de las cuarenta mil seducciones que un hombre de su carácter tiene para una chica como Nora? ¿Se cree usted incapaz ahora, tal como es, de hacerse amar de una mujer?
—Según. Yo me he roto el alma trabajando siempre…
—¿Y porque usted se haya roto el alma, cree que Nora no puede quererlo por usted mismo, sin que intervenga su libro? ¡Bah! Usted podrá pasar dos días sin comer, viendo bailar sus diques bajo la inundación; pero no tiene idea de lo que es una pollera, y de cuán poco basta en un hombre a veces para enloquecer a quien la lleva. ¿Qué dice?
—No digo nada…
—Así me gusta. Y ahora, a estudiar el plan de campaña, porque en el estado en que está usted…
—¡Precisamente! De esto quiero que hablemos. ¿Qué he hecho yo en estos seis años? ¿Qué compromisos he contraído?
—No lo creo. Un hombre es siempre lo que es, aun bajo el alcohol.
—Pero yo he estado bajo la epilepsia, lo que es mucho peor.
—Pero no en usted. En usted ha sido apenas larvada, digámoslo así. Usted se detuvo en la calle y dio paso a otro hombre que era usted mismo, aunque con distinta manifestación. El ingeniero de cabeza sólida y breeches embarrados quedó inmóvil, mudo y blanco, suspenso seis años sobre la vía. El que lo reemplazó fue un intelectual, un escritor de extraordinaria visión, que cumplido su destino con ese relámpago de genio, se hundió en la niebla de la ausencia para dar otra vez paso al primer ocupante. Pero uno y otro eran usted mismo. En estos seis años transcurridos he sido lo bastante amigo suyo para estar seguro de que no hay tal infamia en ningún recodo de su vida íntima. Un hombre de corazón limpio a los ojos de un amigo, no lo ensucia en mezquindades ocultas. Hombre de acción o de pensamiento, usted ha sido siempre Roldán Berger. Si esto es lo que le faltaba para decidirse, ya está satisfecho.
»Y ahora, en lo que respecta a Nora, hay otras razones que usted no aprecia bien. ¿Cómo cree usted posible que salgamos a proclamar a tambor batiente este extraordinario caso de epilepsia en que usted ha dejado de ser usted durante seis años, y que estaba muerto aunque escribiera libros? ¿Quién lo creería, y qué ganaríamos con este escándalo barato? Guardemos, pues, naturalmente reserva sobre un caso que a lo más interesa a los clínicos. Pero, ahora: ¿qué razones va a encontrar usted para romper su compromiso con Nora, un día antes del matrimonio? Usted ha sido para con ella el amante más tierno. Ella lo adora —por idiota que sea la expresión—, y la familia tiene debilidad muy grande por usted. El mundo —como dicen en vida social— ha acogido con gran simpatía el compromiso de ustedes. Ambos jóvenes, enamorados, libres en sus
tête-à-tête
, con la libertad que les dan, a usted su nombre, y a ella su origen escandinavo. Y ahora, amigo: ¿con qué pretexto rompe usted el día antes de casarse?
Muy larga pausa, durante la cual veía a Campillo que me miraba esperando respuesta.
—¡Bien! —dijo al fin—. Ya ve que no es fácil hacerlo. Escuche esto al final. Nora vale, como corazón generoso y entusiasta, lo que usted ni sospecha siquiera. No le hablo de su físico; ya ha visto que por una cara, unos ojos y un cuerpo como el suyo, puede morir un hombre por conquistarlos. No volverá usted, en la vida de Dios, a hallar a su alcance una criatura igual a ésa. Que una de las tantas chicas monas que andan por ahí lo quisiera a usted un poco, le parecería ya bastante felicidad. Y Nora Strindberg lo quiere con locura, y no hay para ella mayor dicha que llegar a ser suya. He concluido.
Junto con su seductor alegato concluían también mis últimos escrúpulos. ¿Cómo desechar un cielo abierto (mucho más que el que yo había escrito), para entrar en el cual no se nos pide más que un poco de olvido?
Olvidar, recordar… Recordar que tras mi esplendor intelectual de un día, había en mí un corazón como el de otro cualquiera, que ya había latido junto al seno de Nora…
—Tal como usted pinta las cosas —asentí por fin— me olvido de todo… Pero una sola cosa, para concluir: ¿qué urgencia hay de que nos casemos mañana mismo? ¿Por qué no esperar un tiempo, hasta que…?
—¿Hasta que qué? ¿Qué ganaría usted esperando? ¿Enamorarse más hasta querer matarme porque no lo dejé casarse antes? Y luego los aprontes, Berger. Todo perfectamente listo para mañana, y desde hace meses. Y el disgustito… No se juega con las fechas de matrimonio, amigo… Sobre todo cuando es Nora quien se casa, y está desesperada por estas veintidós horas que le quedan de soltera… es decir, sin ser de usted.
Sólo veintidós horas… Me rendí.
No escapa a nadie que mi situación requería mil precauciones. Primero que todo, debía ponerme al corriente del estado de mi casa (desde la estación había volado directamente a ver a Campillo); de mis nuevas relaciones, de mi ambiente social de ahora, sin contar el punto más escabroso, que lo constituían Nora y su familia.
Con Campillo lo arreglamos todo en dos horas de trabajo. El pretexto del golpe sufrido para excusar mi desconocimiento total de todo, continuaba siendo el mejor. En unos cuantos días, atisbando detrás de mis ojos vagos, yo tomaría las líneas generales de mi nueva vida; y como tenía siempre a la mano el pretexto de la amnesia, no había pregunta, por disparatada que fuera, que yo no pudiera hacer.
Por lo que respecta a Nora, lo más prudente era hacerle saber enseguida mi contraste. Vendría corriendo a verme, yo la esperaría tendido en el diván, con una buena toalla en la frente. Campillo no debía permitirme hablar hasta pasado un rato para que tuviera tiempo de orientarme, especialmente con las personas que Nora podía arrastrar con ella. Concluidos, pues, los últimos toques de la escena, el telegrama de Campillo partió, mientras aquél me enteraba de lo que había pasado durante mi ausencia.
En cuanto mi amigo puede saber, el 24 de febrero de 1921 no se notó, ni notó nadie, en mí cosa alguna anormal, ni tampoco en los días que siguieron. Posiblemente dejé de visitar a la horrible mujer con quien me había comprometido. Posiblemente también me escribió una y mil cartas, hasta que me tendió un lazo para que fuera a verla. No es tampoco difícil que yo haya ido, y que después de oír las violentas recriminaciones de la furia, como quien oye llover, haya tirado el anillo a un rincón, y que yo haya salido con la espalda caliente de maldiciones. Tal vez hice yo todo esto, pero no me acuerdo de nada.
Desde principios del 21 a fines del 23 proseguí mi vida de siempre, sin un solo acto que se apartara de mi norma. Campillo recibió una carta mía del 21, fechada en Neuquén, y no notó el menor cambio en mis ideas o mi sensibilidad. Volví a menudo al Neuquén llevado por mis trabajos, y en mis estadas aquí en Buenos Aires, reanudé viva amistad con Campillo, que ya estaba de regreso. Pero tampoco me acuerdo de esto.
Parece que fue a principios de 1924 cuando se me ocurrió la idea de escribir. Huí de nuevo al sur, pero esta vez sin trabajo alguno, y regresé en diciembre del mismo año con los originales de
Cielo abierto
. Le pasé el manuscrito a Campillo, pero él no quiso leerlo, por estar convencido de que, después de los escritores de profesión, son los ingenieros y los médicos quienes escriben peor.
Publiqué el libro, y su éxito dejó atónito a Campillo. Los colegas de aquí callaron un tiempo; pero cuando del otro hemisferio comenzaron a llegar impresiones sobre mi libro, y a decir de mí lo que no se ha dicho de nadie desde los tiempos de Kant, el país entero quedó estupefacto. Cuanto hay en la especie humana de angustia y esperanza, yo lo había expresado en
Cielo abierto
. Puede ser, muy bien; pero yo no sé de ello una palabra.
Mi triunfo fue definitivo. En nuestro mundo intelectual se me hizo un lugar único, y sin volver yo a acordarme de diques, viaductos y mamposterías, entré de lleno en una actividad intelectual que no debía abandonar más. Así al menos lo creían todos, y yo el primero. Tuve que descender a dar conferencias, para que de este modo llegara a las damas algo de lo que en la lectura de
Cielo abierto
se les escapaba en total.
Al final de una de esas disertaciones subió hasta mí la familia entera de un acaudalado financista extranjero, radicada en América desde mucho tiempo atrás, que quería tener el honor de ver de cerca al autor de tal libro. Quien había arrastrado en verdad a la familia era su hija única. Campillo me dice que el entusiasmo de la joven por mi filosofía subía a sus ojos y latía en su pecho mientras me hablaba. Mutuas simpatías me llevaban días después a su casa, y de este modo conocí a Nora Strindberg. El resto: visitas asiduas, encuentros más asiduos aún, amor y demás, todo esto no se diferenció en lo más mínimo de lo habitual.
Y ahora la espero.
… Hace apenas un instante que se ha ido. Tengo todo lo que tenía hace una hora… ¡Y además una vida de felicidad ignorada, todo un año de amor desconocido, reconquistado en un solo beso!
… Siento su voz voluntariosa en el hall, arrollando al portero. Oigo sus preguntas ansiosas al médico, que en vano quiere detenerla al paso. La siento al fin sobre mí, y siento aún la frescura de sus manos en mis sienes, y el beso de su boca que me sacudió como una pila.
—¡Querido mío! ¡Julio! ¡Contéstame! ¡Campillo, dígale que me mire…! ¡Julio! ¡Mi amor!